Pensamiento crítico. América Latina llora a Francisco, el Papa de los excluidos, entre la tradición y la innovación

Por Geraldina Colotti / Resumen Latinoamericano, 23 de abril de 2025.

“Nadie puede servir a dos señores; porque odiará a uno y amará al otro, o se apegará a uno y despreciará al otro. No se puede servir a Dios y a Mamón”. No se puede seguir al mismo tiempo al Dios del cielo y al dios del dinero (Mamón, según la tradición religiosa cananea), es decir, el lucro, la ganancia y la riqueza. Esto es lo que prescribe el Nuevo Testamento (Mt 6:24-34). Y esto es lo que predicaba Jorge María Bergoglio, que había elegido, no por casualidad, el nombre de Francisco para su pontificado, por primera vez en la historia del papado: el nombre de San Francisco de Asís, el fraile que en el siglo XIII predicó la pobreza, la paz y el cuidado de la creación.

Su voz, ya débil a causa de la enfermedad pulmonar que lo aquejaba, se apagó el 21 de abril, después de un último mensaje al mundo, pronunciado en Pascua en la Plaza de San Pedro. Tenía 88 años. El Cónclave lo eligió como el 266º Papa el 13 de marzo de 2013, alcanzando la mayoría esperada de dos tercios en la quinta vuelta de votación: el primer pontífice latinoamericano, nacido en Buenos Aires el 17 de diciembre de 1936, hijo de inmigrantes piamonteses y miembro de la Compañía de Jesús.

Su pensamiento no era similar al de la Teología de la Liberación, que situaba los valores de la emancipación social y política de los pobres en el centro de sus reflexiones, a partir de un análisis marxista. Aunque reconoció sus “significativos aportes”, Bergoglio criticó sus “desviaciones” ideológicas y su incapacidad para reformular, tras el colapso del “socialismo real”, una nueva creatividad radical. Un impulso que encontró más bien en la “teología del pueblo” del argentino Rafael Tello, que veía al pueblo como sujeto de la historia, cuyo legado cultural debía reflejarse en la pastoral eclesial.

Por esta razón, su pontificado no produjo reformas estructurales en la Iglesia, como las del Concilio Vaticano II, iniciado por el papa Juan XXIII el 11 de octubre de 1962 y concluido, de forma más mesurada, por Pablo VI el 8 de diciembre de 1965. Con la ironía que lo caracterizaba y que le permitía afrontar los numerosos ataques de los sectores más reaccionarios, Bergoglio bromeaba: “Algunos —decía— hicieron varios chistes: Deberías llamarte Adriano, porque Adriano VI fue el reformador, debemos reformar… Y otro me dijo: No, no: tu nombre debería ser Clemente. ¿Pero por qué? ¡Así te vengas de Clemente XIV, que suprimió la Compañía de Jesús!”. Y confesaba que durante cuarenta años había recitado una oración que concluía: “Dame, Señor, sentido del humor. Concédeme la gracia de entender los chistes, para que pueda tener un poco de alegría en la vida y poder contársela a los demás. Que así sea”.

Una jovialidad particularmente apreciada por los periodistas que “bebían” con avidez sus comentarios fuera de protocolo en los aviones, durante sus viajes apostólicos a 66 naciones, 10 de ellas en América Latina y el Caribe: Brasil, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Cuba, México, Colombia, Chile, Perú y Panamá.

Su predecesor más inmediato, el alemán Benedicto XVI, que renunció al papado en 2013, había realizado 3 viajes en 8 años, demostrando el eurocentrismo que caracterizó su gestión ultraconservadora. Más aún, la obra de acabar con las instancias transformadoras y rebeldes presentes en el continente latinoamericano en el siglo pasado –lo del Plan Cóndor y los “gorilas” a sueldo de la CIA– ya había sido realizada por Juan Pablo II.

El Papa polaco, durante su cruzada contra el comunismo y su largo pontificado (que duró más de 26 años, uno de los más largos en la historia de la Iglesia Católica, sólo superado por el de San Pedro y Pío X), realizó 14 viajes apostólicos a América Latina, subvirtiendo profundamente el carácter progresista de la institución entonces permeada por la Teología de la Liberación y gobernada por sus obispos “comprometidos” a cambiar incluso las cosas terrenales.

Durante el período de oscurantismo que siguió a la caída de la Unión Soviética y a la expansión del neoliberalismo en América Latina, el peso de la iglesia de base se redujo así drásticamente. Y los presidentes que han vuelto a gobernar desde entonces, como Daniel Ortega en Nicaragua, han tenido que lidiar con las posiciones conservadoras de los obispos nombrados por Wojtyla, que intervienen fuertemente en las decisiones políticas e influyen en las del Vaticano, y que han presionado para romper relaciones diplomáticas con el gobierno de Ortega y Murillo.

En 1983, durante su visita a Nicaragua, Wojtyla humilló y expulsó a divinis al obispo sandinista Ernesto Cardenal. En febrero de 1980, había tratado con frialdad al salvadoreño Oscar Arnulfo Romero, quien vino a mostrarle un dossier con las atrocidades cometidas por los escuadrones de la muerte pagados por la CIA. Una denuncia incongruente con los planes del Papa polaco, aliado de EEUU en la cruzada contra el comunismo, que había instado a Romero a entenderse con el gobierno. Romero fue asesinado el 24 de marzo de 1980.

El 14 de octubre de 2018, en Roma, durante una ceremonia presidida por el Papa Francisco, Oscar Romero fue proclamado santo. Fue beatificado el 23 de mayo de 2015. El reconocimiento de su martirio “in odium fidei” (en odio a la fe) permitió su beatificación sin necesidad de un milagro.

El venezolano José Gregorio Hernández, el “médico de los pobres”, fue beatificado en abril de 2021, luego de que la Iglesia reconociera un milagro en el caso de una niña que sanó completamente tras recibir un golpe en la cabeza en 2017. Poco antes de su muerte, Bergoglio inició el proceso de canonización, previo a su proclamación como santo. Una petición que el presidente venezolano, Nicolás Maduro, había ido a dirigir al recién electo Papa, el mismo año de la muerte de Hugo Chávez y su posterior elección a la presidencia de la República Bolivariana.

La poderosa Conferencia Episcopal Venezolana, alineada con la extrema derecha, ha obstaculizado sin embargo todo intento de “normalizar” las relaciones con el gobierno de Maduro y con su predecesor Chávez, contra el que había ayudado a organizar –junto con la CIA, los dirigentes de la patronal y los medios privados– el golpe de Estado de 2002. Y Francisco ha oscilado entre gestos conciliadores y declaraciones fuera de protocol en los aviones, en nombre de la “reconciliación”.

Así, Francisco trabajó para impulsar las relaciones entre el EE.UU. de Obama y Cuba en 2014, y apoyó las negociaciones entre el gobierno colombiano de Juan Manuel Santos y el grupo guerrillero FARC, que concluyeron con el acuerdo de 2016. Pero su viaje a Colombia en 2017 no incluyó una parada en la cercana Venezuela.

En 2015, durante su viaje a Bolivia, pidió perdón por los crímenes cometidos contra los pueblos originarios durante la “conquista de América”. Ocho años después, el Vaticano repudió la “doctrina del descubrimiento” colonial, utilizada para justificar la ocupación europea de América y África, pero sin revocar los decretos papales subyacentes ni la superioridad del cristianismo que los acompañaba.

Y si en la redacción de la encíclica Laudato si’ –documento que en 2015 denunció con fuerza la responsabilidad de los países ricos, las grandes empresas y el sistema económico global en el robo de recursos del Sur y en el proceso de empobrecimiento general– participaron también consultores del entonces gobierno boliviano de Evo Morales, entre los participantes más calificados estuvo el cardenal hondureño Oscar Maradiaga, acusado de haber apoyado el golpe de Estado contra Manuel Zelaya en 2009.

Más directa fue la relación de Bergoglio con el Brasil de Lula, con quien el Papa incluso se alineó políticamente durante el golpe contra Rousseff y luego durante el arresto de Lula. Brasil fue el primer país latinoamericano que Francisco visitó, en julio de 2013. Primero, fue a una favela, donde conoció a los más pobres entre los pobres, lo que indica el eje central de su pontificado y la actitud que la Iglesia debe seguir: “salir a la calle, para no convertirse en una ONG. Y la Iglesia –dijo Francisco– no puede transformarse en una ONG”.

Por ello, reunió a más de tres millones de jóvenes en la playa de Copacabana, celebrando la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro. Un tema, el de la esperanza que hay que transmitir a los jóvenes, siempre presente en el estilo y en los mensajes del Papa Francisco, amigo de los cartoneros argentinos y enemigo de la cultura del descarte, que se debatió durante los congresos mundiales que organizó, desde Roma, en vista de una nueva internacional de los excluídos.

La Iglesia, dijo Bergoglio, debe recuperar el terreno perdido prestando atención a aquellos fieles que se han convertido en evangélicos o han abandonado una religión católica percibida como inactiva y distante. Una preocupación dictada por las estadísticas. En 2022, de los 1.389 millones de católicos del mundo, el el 64% residían en América Latina. En 2024, el porcentaje de católicos había disminuido al 54%: también debido a los escándalos de pederastia que, sobre todo en Chile y Perú, habían involucrado a la curia.

Desde el principio, el Papa anunció que no se quedaría de brazos cruzados y tomó medidas drásticas para endurecer las penas para los pedófilos e incluso permitir que los tribunales del Vaticano procesaran por “abuso de poder” a quienes los encubrieran.

Un tema en el que Bergoglio siempre ha mantenido una postura firme ha sido el libre movimiento de migrantes, desde América Latina hasta el Mediterráneo. En Italia llegó hasta el punto de enviar a su limosnero a restablecer la electricidad en un edificio ocupado y autogestionado por emigrantes, en Roma, el Spin Time. Y, en 2016, durante su viaje a México, celebró una misa en Ciudad Juárez, lugar fronterizo con EE.UU. y lugar simbólico de la violencia contra los migrantes, y especialmente contra las mujeres. Y también fue a Chiapas, donde estableció el uso oficial de las lenguas indígenas originarias en las ceremonias litúrgicas.

Bergoglio no fue, pues, un radical como muchos que en Argentina sacrificaron su vida poniéndose del lado de los últimos y contra la dictadura cívico-militar de los años setenta. En ese período oscuro, decidió enterrar la cabeza en la arena: como un hombre de la Institución. Una institución capaz de producir y gestionar las oscilaciones temporales necesarias a lo largo de los siglos en función de las necesidades generales: en primer lugar la gestión del “rebaño”, mediante la preservación de los dogmas.

La Iglesia, y un Papa que decide llamarse Francisco como el pequeño fraile de Asís, no podrán seguir hasta el final el mensaje evangélico de Cristo que invita al rico a despojarse de todos sus bienes para aspirar al reino de los cielos. Menos aún podrán cuestionar la sustancia de la explotación entre capital y trabajo. A lo sumo, se aconsejará al “sirviente” ser más resignado y al amo ser más “bueno”. La institución eclesial no puede ir contra sí misma, contra sus dogmas, so pena de derrumbarse y desintegrarse.

El pontificado de Bergoglio, situado entre la ruptura y la tradición, y después de dos precedentes reaccionarios, ha puesto ciertamente de relieve al máximo sus cuestiones críticas y ha dejado una fuerte impronta cultural. Ciertamente tuvo una influencia su origen latinoamericano, el continente más desigual, pero donde la comunidad aún cuenta. En América Latina, cuentan los orígenes solidarios, las raíces indígenas y afrodescendientes. Y la pobreza clama en escándalo. Sus gritos, a través de la voz de Bergoglio, resonaron también en el Vaticano, denunciando “la globalización de la indiferencia”.

América Latina le rinde ahora homenaje: con sobriedad y autenticidad, como lo hicieron los dirigentes cubanos, o con dolor, como Lula en Brasil; y con grande empatía, como Maduro en Venezuela, que ha decretado tres días de duelo nacional, celebrando al “amigo del pueblo, un hombre de Dios que no dudó en inquietar a los poderosos con la verdad del Evangelio”.

Un homenaje hipócrita también llegó del presidente argentino, Javier Milei, quien, tras haber definido al Papa como “el representante de el maligno en la tierra”, dijo lamentar su muerte y anunció su presencia en el funeral en el Vaticano. En algunas entrevistas, Bergoglio había admitido ser “peronista” y tener en el corazón la construcción de la Patria Grande soñada por Bolívar y, tal vez por las acusaciones de ser demasiado “alineado” a esta idea, después de su nominación nunca había regresado a la Argentina.

Es difícil decir, ahora, si el legado de Francisco podrá perdurar en la figura que ocupará su lugar, imponiéndose en la intensa batalla en curso por la sucesión entre progresistas y conservadores. Por ahora, en una Roma caótica, rapaz y negociante para este año jubilar, en la ostentación arrogante de los superricos, neofascistas y traficantes de muerte a nivel internacional, como se ve con el voto a Trump y sus seguidores, el poder desmedido de Mamón parece constituir un atractivo incluso en el mundo de los excluidos querido por Bergoglio.

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