Disidencias. La niña que no fui

Por Vir del Mar, Resumen Latinoamericano, 10 de junio de 2022.

Un ejercicio nostálgico tan simple como mirar fotos de la infancia puede despertar sensaciones totalmente distintas en las personas: alegría, incomodidad, sensación de ausencia, vergüenza. En mi caso, en esas fotos, veo la niña que no pude ser, la máscara detrás de la que me tuve que esconder como un ejercicio de supervivencia. La memoria es una reconstrucción que opera por azar, no elegimos nuestros recuerdos, pero sí los modos de relatarlos.

Esos recuerdos

no son míos

no me pertenecen.

los uso porque son

los únicos que tengo

pero en las fotos

ese no soy yo.


Ese no soy yo, Vir del Mar en Sirena de Atelier*

Esto que estoy haciendo es peligroso. Es algo que, de ser nombrado o visto, puede desarmar la casa. Soy un niño –o eso me dicen–, de unos cinco o seis años. Gordo, puto, con anteojos –eso también me dicen–. Soy un niño que hace cosas que problematizan a lxs demás, una cuestión de formas. Me encierro en mi habitación, la que comparto con mi tío adolescente. Él no está, su mal olor y su escaso gusto por la existencia tampoco. Me descalzo y se impone a mis pies lo helado del piso marmolado y ordinario, esa frialdad que resulta áspera.

Esta habitación, la mía, es fresca, aunque afuera sea principios de otoño y haga bochorno. En verano, desde la puerta ventana, se ven las tres marías; todas las noches las miro, a veces saco el colchón al balcón y duermo ahí. Cuando crezca, sabré que son el cinturón de Orión y no sabré reconocer ninguna otra constelación ni podré recordar detalles astrológicos propios ni ajenos. Quizás esa desmemoria sea un salvataje, una forma de atravesar la nebulosa que separa las que soy de las que seré, las múltiples artimañas y estrategias que sabré inventar o descubrir como un acto de supervivencia. Quizás el recordar por fragmentos sea la herramienta para enfrentar el dolor de estar escondida.

Desnudo mi cuerpo rollizo con ansiedad y transpiración, temerosa; el vértigo. De a poco, me visto con una funda de almohada suave, suavísima, gastada por los años de uso. El puntilloso estampado tiene arabescos eucariotas en grises, naranjas y azules. Lo más hermoso son los volados arriba y abajo, el detalle de alta costura flamenca de ese vestido en el que mi panza y mis piernas quedan ajustadas. Estoy atrapada, apenas puedo respirar en mi fantasía. Siento el peso del peligro en el sudor que se extiende progresivamente por el territorio de mi cuerpo. Si alguien abre esa puerta que me mira, no voy a poder escaparme de mi disfraz.

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(Edición de imágenes: Vir del Mar)

Este es, más o menos, un recuerdo de mi infancia. Digo más o menos porque, en la recuperación de la experiencia, la memoria siempre pierde partes y se reconstruye desde las emociones que nos atravesaron y las lecturas que podemos hacer desde el presente. La memoria es un puñado de fotogramas a los que les agregamos color, música y movimiento, un ejercicio rudimentario de hacer una película que dura apenas unos segundos. Así mantengo conmigo una infancia que me fue robada, un tiempo que viví en el encierro; no en el disfraz de alta costura flamenca, sino en la investidura de un niño que intentaba todo por contentar a quienes lx rodeaban.

Hoy miro las fotos y veo dos imágenes en cada una. Por un lado, lo que se ve, lo evidente, una criatura rolliza, delicada, religiosa y lectora, un monaguillo intelectual que sería salvado por su fe. Hay también una segunda imagen que se trasluce como un fantasma, una sombra en la que me veo agazapada, justo donde se asoman los gestos que tuve que ahogar para que la casa no se desarme. Rápidamente, entendí que ser yo misma implicaba un riesgo para mí y para quienes me rodeaban. Lo supe por las maestras del jardín, una psicopedagoga, la familia y las mujeres de la iglesia: que eligiera la música a los autos, los libros a las herramientas de carpintería, los amaneramientos delicados de mis manos en lugar de la torpeza y la grosería de los escupitajos, jugar a la mancha con las chicas en vez del fútbol entre varones volvía los entornos terriblemente hostiles.

Así atravesé una infancia llena de incomodidades, fracasando en cada intento de sostener una imagen de varón lo suficientemente creíble. Como digo, fracasé y cada grupo de niños por el que pasé me lo hizo saber con crueldad: adonde iba, me perseguían la sospecha y la burla. No soy especial por esto, en muchos relatos de niñxs fuera de la norma se repiten las mismas imágenes que podrían ser arquetipos de un tarot del fracaso, una memoria colectiva de lxs raritxs. Hoy, miro hacia atrás y siento que esa memoria es un desgarro que arde, duele y supura. Me acompaña en cada paso ese abrazo que me faltó. Y eso que me abrazaron, ¿eh? Pero abrazaron todo lo que yo no quise ser. Sin malicia, el cariño aparecía como un premio por negarme, por no ser fiel a mí misma, por agravar mi voz, por hacer tareas de fuerza, intentar hacer deportes y bajar de peso.

Quienes fuimos niñxs en los noventa carecimos de referencias que mostraran la luminosidad de estar por fuera de las expectativas sociales. Nos agarramos con tenacidad de esas pocas imágenes que aparecían como un espejo y nos permitían sentir que había otrxs como nosotrxs en este mundo. Eso significaba que pertenecíamos, que entonces había un lugar al que podríamos ir todxs lxs que cargábamos con esta herida colectiva. Tampoco hubo información para acompañarnos y nuestras familias hicieron lo que pudieron –que, con los discursos transodiantes y homodiantes que imperaban, en general, fue poco y fue malo–. ¿Cómo hacemos para reconstruir esa falta, hoy, desde el dolor? ¿Bastan las explicaciones? ¿Alcanzan las excusas donde no hubo un gesto de amor? ¿Tenemos que aceptar sin titubear los gestos que aparecen hoy como una suerte de reparación retroactiva?

Mi memoria arde en un segundo sentido. Arde también porque es una pira que no cesa ni un segundo y mantiene mi furia alerta. Como dice la Susy Shock, “para dar luz, hay que prenderse fuego”. Hoy, esta pira es la luminosidad que necesité ver en otrxs y que llegó recién en mi juventud temprana. Tardé veintiocho años en entender que la hostilidad del mundo no me pertenecía: no era mía ni tampoco yo la provocaba, no era un efecto intrínseco de mi existencia. La crueldad era una respuesta ante el miedo, tanto de quienes estaban a mi cuidado y temían por mi bienestar como de esos que veían en mí la realización de todo lo que no debía ser, una suerte de espejo maldito. Lo hicieron con insultos y también acercándose a mi cuerpo más de lo que yo hubiera permitido. Me hicieron saber que el único modo de que mi existencia valiera era en la sombra. Lo acepté y lo llevé a cabo, sobreviví porque me hice de los modos de estar y no estar al mismo tiempo. La lectura fue mi gran aliada, el lugar en el que encontraba refugios subterráneos para fantasear sin límites. La televisión también. Y la fe. Dios ocupó gran parte de mis tardes y de mis pedidos. Ellxs no lo sabían, pero yo rezaba para que mi maldición por fin se concrete, para despertarme y ser de una vez por todas una chica.

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(Edición de imágenes: Vir del Mar)

La memoria es una reconstrucción que opera azarosamente. No podemos elegir qué recordar y, al mismo tiempo, esa reconstrucción es una ficción, un relato que resiste a su constatación por estar fuera de su tiempo. Uno que hoy, para mí, está atravesado por el dolor. Siempre me gustó volver a las fotos de la infancia, mirarlas e intentar invocar esos recuerdos que alguien quiso encapsular en una imagen. Hoy, ese ejercicio nostálgico es casi imposible sin atraer un torrente de llanto. Miro esas fotos y solo me veo en la ausencia. Lo tremendo es que, en ese abismo y en ese dolor, hay también un gesto fundante, una piedra sobre la que hoy se alza mi poderío. Dicen que lo cuir está siempre en fuga, en los bordes, que dialoga con su eterno carácter de disrupción, su cortocircuito en la matriz heterosexual. ¿Cómo sería ser yo si no hubiese tenido que fugarme hacia mis propias profundidades? ¿Sería igual de fuerte sin mi dolor?

Mis amigas me miran y se sorprenden, me reclaman que no pare un segundo, que ya casi no tenga tiempo para el ocio, que esté en un loop voraz de proyectos que las toma siempre por sorpresa. Amigas, miro hacia atrás y me desespera sentir que esa vida no me pertenece, que las miles de fotos en el disco duro me tienen en fragmentos, en la tristeza de la mirada, en las decisiones incorrectas, agazapadas en la pátina triste de ese varón. Hoy siento que ya no tengo tiempo que perder, que ya entregué 28 años a la complacencia y la comodidad de otrxs. Necesito tenazmente este registro de la dicha, poder nombrarme con las palabras que designan todo lo bello, tocarme y entender que este siempre fue mi cuerpo. Que la experiencia del mundo es letal, pero, por fin, es mía.

Fuente: La tinta / Edición de imágenes: Vir del Mar.

 

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