Disidencias. La sangre y la familia

Por Enrique F. Aparicio, Resumen Latinoamericano, 18 de julio de 2021.

Si me hubieran matado al grito de maricón con 24 años, como a Samuel Luiz, a quien tendrían que haber preguntado sobre mí es a mi amigo Javier, ese chico que se convirtió en mi primer amigo, en la primera persona con la que podía hablar, exponerme y equivocarme con la seguridad que otorga un vínculo descargado de miedo y de vergüenza. 


Del armario uno sale como puede. Hay quien necesita planificar hasta el milímetro lo que va a decir –si luego es o no capaz, es otra historia–, hay quien se confiesa en el fragor de una discusión sobre otra cosa; hay quien le da una trascendencia teatral y hay quien prefiere quitárselo de encima sin demasiada pompa. Pero algo se repite en la mayoría de casos: casi siempre se empieza con las amigas, en el terreno de la intimidad horizontal. Salir del armario con las figuras paternas suele significar plantar bandera en la cumbre, pero el ascenso se ha iniciado mucho antes.

Mi salida del armario (esa a la que le pongo fecha y recuerdos, porque las salidas del armario nunca acaban) incluye a mi madre queriéndome llevar al médico para “corregir” lo que me pasaba, además de la petición expresa y tajante de que jamás lo contara a nadie más. “Con que lo sepa yo, ya lo sabe todo el mundo que lo tiene que saber”. Que la persona que más me quiere en el mundo dejara de considerarme un enfermo o un anormal ha ocurrido después de muchos años, de algunas conversaciones y de muchísimo silencio. Un silencio de hormiga que va recolocando grano a grano la arena hasta darle la vuelta entera al hormiguero.

Si me hubieran matado al grito de maricón con 24 años, como a Samuel Luiz, mi madre se hubiera muerto del disgusto, pero también de la vergüenza. El crimen hubiera puesto bocarriba mi cráneo partido y, con él, esa carta que debía ocultar en mi partida contra el mundo. Si me hubieran matado al grito de maricón con 24 años, como a Samuel Luiz, me hubiera ido de este mundo sin tener una conversación adulta con mi madre, sin haber compartido ninguna charla en la que no la mirara desde abajo, desde ese palmo de la infancia que se levanta apenas del suelo, porque cuanto más lejos estés de la tierra, más expuesto estás al mundo.

Si me hubieran matado al grito de maricón con 24 años, como a Samuel Luiz, jamás habría mirado a mi madre de verdad a la cara, porque hasta que no pasé por terapia psicológica no comprendí por qué no podía sostenerle la mirada, por qué la bajaba cuando me hablaba. Si me hubieran matado al grito de maricón con 24 años, como a Samuel Luiz, hubiera abandonado el mundo lleno de vergüenza y de miedo. Y, lo peor, sin saber por qué la vergüenza y el miedo estaban ahí, tan antiguos como mis entrañas.

Lo que sí me habría dado tiempo a hacer si me hubieran matado al grito de maricón con 24 años, como a Samuel Luiz, es formar una familia. Entonces no tenía pareja ni descendencia; es más, no sabía cómo se quiere ni cómo se es querido. Hoy sigo sin descendencia, pero he perdido la cuenta de cuántos seres humanos reciben y me ofrecen sus lametones de animal que rezonga en su madriguera. Porque, si a algo te obligar vivir fuera de la norma cishetero, es a generar y cuidar lazos familiares.

Uno de los desencuentros más dolorosos que ha generado el brutal asesinato de Samuel Luiz es comprobar cómo las uniones queer –a falta de un adjetivo mejor– son desdeñadas desde el sistema patriarcal. Las compañeras que tuvieron que presenciar cómo pateaban a su amigo hasta la muerte estaban con toda seguridad más cerca del corazón de Samuel que sus familiares de sangre, y el poder las ignora cuando insisten en que se trató, desde el principio, de una agresión homófoba.

Con eso no juzgo ni pretendo entrometerme en la relación de Samuel con su familia legitimada; necesito, eso sí, poner atención a lo que dice su familia escogida, ese grupo del que nos rodeamos las personas LGTBIQ+ en nuestras vidas fuera de la norma, y que son quienes nos ayudan a crecer y desarrollarnos de verdad. No es incompatible que tu familia legal te apoye y que además uno necesite vínculos de otra naturaleza. Y no es legítimo cuestionar la voluntad del padre de un chaval asesinado. Pero lo que ha pasado con Samuel reverbera demasiado en nuestra experiencia, en la de todos los maricas que, durante mucho tiempo, no habíamos salido del armario “ni” en nuestras casas.

Si me hubieran matado al grito de maricón con 24 años, como a Samuel Luiz, a quien tendrían que haber preguntado sobre mí es a mi amigo Javier, ese chico que se convirtió en mi primer amigo, en la primera persona con la que podía hablar, exponerme y equivocarme con la seguridad que otorga un vínculo descargado de miedo y de vergüenza. Tendrían que preguntarle a él, porque solo después de conocerle y de saber que su casa podía ser refugio si todo salía mal, me atreví a salir del armario en la mía.

Mi sangre marica corre por mis venas como la de todo el mundo. Pero si algún día la hacen estallar sobre el asfalto de una ciudad cualquiera en una madrugada cualquiera, mi familia elegida –esas personas a quienes me une todo menos la sangre– serán las que mejor sabrán responder sobre mí. Creedlas a ellas.

Fuente: ANRed

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