Colombia. Ser conductor de bus en una tierra sin carreteras

Por Alfredo Molano Jimeno. Resumen Latinoamericano, 26 de abril de 2021.

El colombiano Néstor Esguerra se gana la vida atravesando los solitarios e intrincados parajes de la región oriental de Orinoquia. Sputnik subió al bus y acompañó su recorrido entre la capital del departamento Meta y un caserío situado a 18 horas de viaje, donde la mayoría de habitantes son indígenas.

Nació en Villavicencio, capital de Meta, uno de los departamentos de la Orinoquia colombiana, y tiene 46 años. Cuando el coronavirus llegó al país en 2020, Néstor perdió su empleo como conductor de Flota La Macarena —empresa de transporte que recorre una región de difícil acceso— y tuvo que reinventarse. Lo hizo con lo que mejor sabe hacer: trochar, como dicen los llaneros al acto de encontrar el camino correcto en un paisaje inmutable e intrincado.

Fue así que decidió montar la línea de transporte entre Villavicencio y Zunape, un pequeño caserío ubicado en Cumaribo, el municipio más grande de Colombia, en el centro del departamento de Vichada. La línea, como la llaman los habitantes de la región, es el único transporte “público” con el que cuentan los habitantes —la mayoría de ascendencia indígena— que viven a lo largo de los ríos Muco y Vichada, donde se extienden los caseríos de La Cristalina, Guanape, Murujuy y Zunape.

Con excepción de La Cristalina, son pueblitos que no alcanzan a los 500 habitantes, donde la interconexión eléctrica llegó apenas hace un par de años, al igual que la telefonía móvil. Son tan pobres como alejados. Entre Villavicencio y la Cristalina se debe pasar por Puerto López y Puerto Gaitán, dos municipios petroleros y agroindustriales donde la tierra ha alcanzado valores exorbitantes por ser considerados la última frontera agrícola del mundo.

“La gente necesitaba la línea, que durante 14 años había dejado de funcionar por la guerra”, explica Néstor, a quien la gente también llama don Tomate dado que su poderoso Chevrolet C70 lleva a este rincón del llano desde helados hasta gallinas vivas. Verduras, frutas, cerveza, comida procesada, carne y pollo, jabón y panela, de todo sale de la bodega del bus.

“Por cuenta de la pandemia perdí mi empleo como conductor de bus en una empresa, entonces la gente empezó a llamarme para saber cuándo bajaba y les expliqué que ya no habría línea. Todos se quejaban y me seguían llamando para pedirme cosas”, narra.

Néstor, o Don Tomate, lleva más de media vida trochando caminos en los lejanos llanos de Colombia
© Sputnik / Alfredo Molano Jimeno

La necesidad de la gente, y la suya misma, lo hicieron pensar en buscar cómo regresar al timón. En octubre de 2020 buscó un socio para comprar un bus. Consiguió un modelo 83 que le vendieron en 50 millones de pesos (13.655 dólares), de los cuales ya pagó el 40%, además, le invirtió un dinero en adaptaciones y arreglos, lo bautizó con el nombre de La Polvorosa y lo lanzó al camino. Sale de Villavicencio los jueves y regresa los domingos cada 15 días.

“Ahora estoy afiliado a la empresa Ultrallanos, que es la que me da el permiso de rodamiento y me entrega los seguros del carro y las planillas de servicio público. Por la afiliación pago 120.000 pesos al mes”, explica Néstor, quien recuerda la angustia que pasó durante más de seis meses en que no tuvo trabajo y pasaba el tiempo encerrado en su casa sin producir un centavo.

Tiene seis hijos, el mayor de 26 años y la menor de 8 años. Estudió apenas la primaria, y al terminarla se fue a trabajar a una finca sembrando y recogiendo algodón, caña de azúcar y maíz. “Cuando tenía como 12 años un tío que trabajaba como conductor de bus me consiguió un puesto de ayudante de flota. Ahí fue donde empecé a trochar estos caminos, pero fueron años muy duros. Tuve jefes que me maltrataban, me decían groserías, me pegaban, me culpaban de que el bus se quedara enterrado o se varara”, recuerda.

Fueron 14 años colgado de la puerta viendo las sabanas, los cruces de caminos que caracterizan esta región, y los atardeceres del que llaman el sol de los venados —por su naranja intenso—. Recuerda esos días con dolor por las humillaciones que recibió. “Aprendí a manejar el bus mirando. Un día uno de los pocos buenos jefes que tuve me preguntó si me animaba a manejar un camión. Yo nunca había conducido nada, pero le dije que sí, que yo me daba mañas, y me monté en ese monstruo, porque si bien yo no sabía manejar la máquina, tenía una ventaja: conocía bien el Vichada”, evoca. Tenía unos 25 años y ganas de trabajar.

La Polvorosa, el bus Chevrolet C70 con el que don Tomate recorre cada 15 días las sabanas del Vichada
© Sputnik / Alfredo Molano Jimeno

“En el camión trabajaba transportando material de construcción, pero eso era tenaz. En ese tiempo estos caminos estaban llenos de bajos y chupaderos —barriales enormes— y podíamos durar ocho días en 10 o 15 kilómetros. El camión se enterraba y tocaba descargarlo, desenterrarlo y volver a cargarlo. Todo a lomo y entre dos personas. Por esos días ya por aquí empezaron a sonar cuentos de la guerra, que la guerrilla de las FARC ordenaba tal, que había que pagarles tanto. La cosa se complicó y tuvimos que dejar de trabajar, pero de ese eso salí sabiendo manejar”, rememora don Tomate sobre los tiempos en que pasó de la puerta al volante.

¿Qué hay en el Vichada?

Vichada tiene 101.000 kilómetros cuadrados —casi tan grande como Islandia—, lo que lo hace el segundo departamento de Colombia en extensión, pero a la vez es el tercero más despoblado, con apenas 79.134 habitantes.
En tiempos de la Colonia española Vichada fue entregado a la Compañía de Jesús para que se encargara de establecer la frontera con Venezuela —país con el que limita este departamento y con el que comparte el gran río Orinoco—. Los jesuitas establecieron así grandes hatos ganaderos, construyeron colegios y se dedicaron a evangelizar a los indígenas que habitaban estas extensas sabanas.

Los indígenas fueron llevados trabajar a los hatos ganaderos, y de este encuentro con la educación jesuita surgió uno de los rasgos culturales más característicos de la identidad regional —solo existentes en Colombia y Venezuela—. La música llanera, un canto de vaquería que incorporó el arpa, el triple y los capachos (maracas). Estos últimos evocan el sonido del caballo al galopar. La música llanera es patrimonio inmaterial del mundo, reconocido por la Unesco, y en el Colombia su máximo exponente hoy es Orlando el Cholo Valderrama, quien en 2008 fue premiado con el Grammy latino. En esta música lo central es el canto, la lírica y los versos.

Interior de La Polvorosa
© Sputnik / Alfredo Molano Jimeno

Por el Vichada atraviesa el río Orinoco, uno de los más largos de Suramérica y motor de uno de los ecosistemas más importantes del mundo, pues la Orinoquia conecta y se hermana con la Amazonia. Juntos constituyen uno de los últimos pulmones del planeta y la última frontera agrícola de la humanidad.

La geografía de Vichada está integrada por grandes sabanas, llanuras en las que la mirada parece alcanzar a divisar la curva del planeta, pero también tienen tepuyes, una montaña rocosa constituida por el denominado Escudo guyanés, una placa tectónica que data hace más de 30.000 años y que produce abruptas elevaciones con paredes verticales; y finalmente, también está integrado por tupidas selvas vírgenes.

Sin embargo, este tesoro natural ha sido históricamente abandonado por el Estado colombiano, y sus habitantes han visto más la presencia de la guerra que la de la institucionalidad. Las guerrillas, de las FARC y el ELN, llegaron a la zona en los años 1970. Luego fueron los carteles del narcotráfico los que le encontraron utilidad a esta región y la utilizaron para instalar pistas de aterrizajes clandestinas por donde salía la cocaína. Al tiempo, el dinero se lavó (legalizó) con la compra de grandes extensiones de tierra con el negocio ganadero.

La llegada del narcotráfico produjo fuertes enfrentamiento con las guerrillas, ante lo cual los capos incentivaron la creación de grupos de seguridad privada de los que posteriormente emergerían fuertes bloques del paramilitarismo con algunos de los más sangrientos comandantes: alias Cuchillo, Martín Llanos y Héctor Buitrago.

Un pasajero asciende a La Polvorosa
© Sputnik / Alfredo Molano Jimeno

Así pues, Vichada se fue convirtiendo en territorio en disputa donde la moneda de cambio fue la coca. Así ocurrió entre los años 1998 a 2007. “En esos tiempos aquí no se movía ni un billete ni una moneda. Todo se compraba y pagaba en merca [pasta de coca]”, señala don Néstor, quien atravesó estos caminos en los peores tiempos de la guerra.

“Aquí la guerra ha sido tenaz. Todos viven y se pelean los laboratorios, porque en esta zona siempre se ha procesado la coca para convertirla en pasta. En una época la gente le pagaba a uno el pasaje con merca. La guerrilla llegaba a su casa y se le comía una vaca y le pagaba con un papel firmado que decía cuántos kilos de pasta le debían dar. La economía de la región creció con eso, así se hicieron Puerto López y Puerto Gaitán, que luego con el auge petrolero limpiaron toda la plata de la coca”, explica un veterano habitante de la región cuyo nombre es reservado por cuestiones de seguridad, dado que recientemente se ha vuelto a sentir el regreso de las armas a la región.

Con la desmovilización del paramilitarismo la economía cocalera se cayó. Vinieron las erradicaciones de cultivos y la gente tuvo que ir volviendo poco a poco a sus orígenes de ganado y cultivos para el autosostenimiento. El gobierno de Álvaro Uribe [2002-2010] llamó la atención sobre el potencial que tienen los llanos y a la región empezaron a llegar grandes proyectos agroindustriales, exploraciones petroleras y mineras, especializadas en tierras raras. Hoy son numerosas las extensiones sembradas en palma de aceite, proyectos de reforestación, extracción de petróleo y minería.

Los arduos caminos que atraviesa La Polvorosa en la Orinoquia colombiana
© Sputnik / Alfredo Molano Jimeno

En La Cristalina, por ejemplo, desde 2016 se asentó una comunidad menonita que adquirió 17.200 hectáreas, las cuales son utilizadas para agricultura de maíz, arroz y otros cereales. Según datos de un medio local, esta comunidad se trasladó con familias y enseres para construir tres asentamientos mediante una inversión de más 64.000 millones de pesos (17, 5 millones de dólares). Esta comunidad religiosa tiene sus raíces en Suiza, sin embargo, han edificado poderosas colonias agrícolas en diferentes partes del mundo. Las que se encuentran en Colombia, propiamente en La Cristalina, vienen desde México, donde vendieron los terrenos en los que vivían para trasladarse a estas llanuras de la Orinoquia.

Una tierra que ha vivido en el más estricto abandono estatal, pero que alberga un tesoro incuantificable y hoy ha despertado el interés del mundo entero. Hoy hay un importante interés por parte de inversionistas en agroindustria, con cultivos de arroz, maíz, palma o marañón —un árbol nativo de esta región del cual se extrae la nuez—, pero también hay intereses en proyectos de reforestación, bonos de oxígeno y de protección de las selvas y ríos llaneros, donde se encuentra el último refugio de especies como el jaguar, la danta o los delfines rosados. Tierras lejanas por las que sigue viajando y cazando horizontes don Tomate.

Fotos: Alfredo Molano Jimeno, Sputnik

Fuente: Sputnik Mundo

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