Pensamiento crítico. Ensanchar sin medida lo posible: Once tesis sobre el comunismo

Por Collettivo C17, Resumen Latinoamericano, 15 de abril de 2021.

1. Espectro

Donde está en el poder el Partido Comunista, el comunismo hace mucho que ha desaparecido. Prevalecen el mercado y la explotación, pero sin libertad de expresión ni parlamentos.

El comunismo es una historia degenerada, derrotada, liquidada; en Europa y en el mundo.

Raras veces ocurre que una derrota siga siendo un espectro, que mantenga la capacidad de seguir amedrentando: es el caso, raro, del comunismo. La palabra se ha vuelto impronunciable, el sentido o el proyecto difíciles de esclarecer.

El enemigo, sin embargo, no ha dejado de tener claras sus ideas; ciertamente no está tan aterrorizado como en 1848, y sin duda ha aprendido a prevenir. Al capitalismo contemporáneo lo amedrenta no ser amedrentado.

Sabemos, desde Hobbes, que el miedo reina soberano: hoy el miedo, el chantaje permanente que supone vivir vidas precarias, hacen posible la explotación.

Si es así, hay algo que no cuadra: las vidas, por precarias que sean y por mucho que siempre estén a pie de obra, son un peligro, además de estar en peligro.

Comunismo es el nombre de ese excedente que, a pesar de todo, sigue causando miedo.

La victoria del capital, como una némesis, no deja de producir ese excedente (de relaciones, de movilidad, de fuerza-invención, de cooperación productiva…).

La victoria del capital, como una némesis, no cesa de producir las condiciones objetivas del comunismo: la reducción del “trabajo necesario” a la reproducción social de la fuerza de trabajo.

2. Neoliberalismo

“Capitalizar la revolución”: desde 1968, es el sello de la gran transformación en la que estamos inmersos.

Si, con las luchas, la vida se desgozna y sale de la fábrica, es necesario ir tras ella en todas partes, poner a producir sus rasgos únicos e irrepetibles, negociar con los gustos estéticos y los comportamientos de cada uno, transformar la maquinaria en prótesis del “cerebro social” (tecnologías digitales y de las comunicaciones: de la PC a la Web, de los Smart Phones a las Redes Sociales) y el intelecto general en algoritmo.

Fue lo que aconteció mientras corría rauda la globalización y una violenta acumulación tomaba por asalto el Este y el Sur del mundo.

Pensar los dos procesos por separado, o en oposición, es un error preñado de consecuencias políticas nefastas: la globalización neoliberal es una trama de temporalidades múltiples y heterogéneas; un espacio común pero segmentado. Podemos comprender Silicon Valley gracias a las zonas económicas especiales de China o Polonia, y viceversa.

El neoliberalismo, para ser más exactos, es la contrarrevolución, la respuesta capitalista a 1968, acontecimiento de lucha — de la Sorbona a Vietnam, de Berkeley a Praga, de Roma a Tokio — plenamente global.

Pensar la globalización sin haber comprendido las fuerzas decoloniales significa no pensarla en absoluto.

Insistir en la economía del conocimiento sin prestar atención a los movimientos estudiantiles o a los movimientos obreros de rechazo del trabajo (repetitivo) equivale a rendir por completo la innovación tecnológica al control capitalista.

El neoliberalismo ha replanteado — a escala mundial — , con diferentes intensidades, haciéndolos crónicos — fenómenos de acumulación originaria: el desposeimiento, mediante el acaparamiento de tierras[1], de millones de mujeres y hombres tanto como la privatización de los saberes mediante las patentes; la erosión del salario indirecto, a través de los impuestos regresivos y los recortes del bienestar[2], tanto como la contracción del salario directo a resultas de los procesos de precarización del trabajo; el encarcelamiento en masa de los pobres tanto como el uso de la fuerza de trabajo migrante para desestabilizar las rigideces salariales; la asociación, siempre objeto de condena moral, entre economía delictiva y negocio “limpio”.

Empobrecimiento, pero acceso generalizado al consumo, a las tecnologías; movilidad renovada y proliferación de los muros; exaltación de las diferencias y radicalización de la explotación: el neoliberalismo es la combinación, siempre reactivada, de esos procesos.

3. Crisis

Según los economistas, la crisis en la que, desde hace diez años, seguimos hundiéndonos es una Gran Depresión.

Grande, como en los años setenta del diecinueve, como la que estalló en 1929 y no aplacó sino después de varias decenas de millones de muertos en 1945. Algunos economistas, tras echar mano de nuevo del léxico de los años treinta (del siglo XX), hablan de “estancamiento secular”: décadas de escaso crecimiento, bajos salarios, elevadas tasas de desempleo, pobreza. Hay motivos para la esperanza…

La crisis, en ese sentido, ya no es sólo una enfermedad, sino la “cura” que se aplica cada día para que la dolencia se exacerbe.

Se impone la pregunta: ¿por qué, si ha salido vencedor en todas partes, precisa de la crisis el capitalismo para gobernar el mundo?

Una primera respuesta nos dice que el mundo es cualquier cosa menos gobernado: la hegemonía estadounidense está en mengua; una nueva multipolaridad se dibuja amenazante; la guerra mata en la periferia y en el centro, y se libra con armas, atentados, divisas, comercio.

Una segunda respuesta, en cambio, nos dice que la crisis es una forma de gobierno de la fuerza de trabajo. Precisamente porque la victoria del capital no cesa de producir, a pesar de sí misma, las condiciones objetivas del comunismo, el gobierno[3] del capital renueva sin descanso ese extra de violencia extraeconómica que había caracterizado sus orígenes desde el siglo XVI.

Cuanto más se sustituya por el robot el trabajo humano, tanto menos podrá el capitalismo permitirse la justicia social y la democracia.

Cuanto más incorporen los sujetos los instrumentos de producción, tanto más habrá que desmoralizar a esos sujetos, empobrecerlos, disciplinarlos.

La gestión neoliberal de la crisis supedita el control de las conductas a la reactivación de las disciplinas, trátese de la coerción en el trabajo, la violencia masculina contra las mujeres, la represión de los pobres y de los migrantes (del internamiento a la expulsión).

El rostro más conocido del capitalismo-crisis es Donald Trump: multimillonario afín a Goldman Sachs, por tanto a Wall Street, no desdeña — por el contrario, defiende y, cuando puede, instiga — a la derecha nacionalista y racista. El neoliberalismo, que durante años ha rimado con globalización, refuerza su polo agresivo y autoritario; el espacio de las finanzas se desposa con el de los muros, la discriminación y la patria.

Es más: en la crisis resurge el arcaísmo de la soberanía, la guerra civil y la guerra contra los pobres.

En ese escenario, si la izquierda neoliberal — la que estaba en boga en la época de los Clinton, los Blair y los Schröder — se encoge en casi todas partes, la derecha (neoliberal) se redescubre xenófoba y no descarta la retórica fascista.

4. Proletariado

De ser válido cuanto se ha escrito hasta ahora, ya no es posible definir el proletariado sin tener en cuenta la hibridación de la producción y la reproducción, la globalización (y su crisis), la heterogeneidad de los tiempos históricos del capital (“contemporaneidad de lo no contemporáneo”[4]).

De hecho, resulta difícil distinguir entre el trabajo y la vida; no tanto y no sólo porque el tiempo de trabajo y el tiempo de vida tiendan a coincidir, sino también y sobre todo porque para trabajar y producir plusvalía es fundamental valerse de aquellos recursos afectivos, relacionales y simbólicos que articulan la vida misma y su reproducción.

Del mismo modo, es imposible describir a los sujetos productivos sin poner en el centro la movilidad; incluso cuando ésta se ve obstaculizada o mayormente aprovechada para favorecer nuevos procesos de jerarquización del mercado de trabajo.

Digámoslo una vez más: en el mismo territorio pueden coexistir empresas de alta tecnología[5], contratación ilícita de mano de obra[6] y semiesclavitud en la producción agrícola, trabajo de cuidados mal pagado, economía informal y delictiva. El proletariado, por tanto, debe definirse siempre atendiendo a tres criterios: diferencia sexuada; dimensión transnacional (nuevo régimen migratorio; jerarquías raciales); multiplicación del trabajo (y formas de explotación).

La clase obrera blanca, “masculina, demasiado masculina”, nunca ha sido todo el proletariado.

La revolución rusa, por ejemplo, se inició con la huelga de las mujeres el 8 de marzo de 1917 (22 de febrero en el calendario juliano).

El proletariado, que evidentemente abarca también a la clase obrera mundial (a tener muy en cuenta a China o Bangladesh, entre otros), es hoy más que nunca mujer, es joven y escolarizado, es negro, es emigrante.

En la intersección de esos elementos, pues, se encuentran los sujetos explotados de la escena contemporánea. Un proletariado que es mayoría, pero que está hecho de minorías, un tejido híbrido que escapa a la identidad.

5. Lucha de clases

Cuando producción y reproducción se entrelazan, a menudo al punto de confundirse, no hay lucha de clases que no sea también conflicto por la afirmación y la defensa de las formas de vida.

La lucha económica, históricamente confiada al sindicato, ve desdibujarse sus confines, rebosa continuamente en el terreno de la sexualidad, de la educación, del derecho a la ciudad, del antirracismo, de la comunicación.

En ese sentido, desaparece la tradicional distinción entre luchas económicas y luchas políticas; si acaso, asistimos a procesos de politización que insisten y se dislocan tanto en la escena productiva como en la cooperación social, tanto en la conducta como en la defensa del común[7], tanto en la intimidad como en las relaciones.

Lucha de clases es tanto la huelga mundial de las mujeres como Gezi Park[8], Black Lives Matter como los enfrentamientos — enconados y duraderos — por aumentos salariales en China y la India, o las primeras huelgas de los trabajadores de Uber y Foodora.

Como han podido demostrar en particular las mujeres, la huelga ya no es instrumento exclusivo de los sindicatos, sino práctica que permea las luchas contra la violencia patriarcal, contra la explotación y la desigualdad salarial, por la reapropiación democrática del bienestar, por los derechos sociales y civiles.

La huelga, global desde el 8 de marzo, es (finalmente) un proceso de politización.

En los ejemplos citados, los momentos que todavía aparecían en orden secuencial en el Manifiesto de Marx y Engels — “colisión” entre proletariado local y capitalista individual, “coalición” de los trabajadores, lucha política — de súbito coexisten y conquistan terrenos que se creía foráneos a la lucha de clases.

Pero esa coexistencia o co-articulación mantiene intacto — o en todo caso refuerza y complica — la fuerza del proceso constituyente: de abajo — desde la vida y su poder, desde las relaciones sociales y la explotación, desde las luchas moleculares, desde el lenguaje y sus contagios… — hacia la cima — del poder.

La violencia, componente ineludible de la lucha de clases y del ejercicio del poder, redescubre los rasgos del ius resistentiae[9]: no es tanto la enemistad, política y militar, lo que define su fisonomía y su ritmo, sino la “defensa de las obras de amistad”, de la cooperación social, de las formas de vida alternativas.

6. Las comunistas, los comunistas[10]

¿Quiénes son, hoy, las comunistas y los comunistas? Mejor: ¿qué están haciendo?

Partamos una vez más, esquemáticamente, de las indicaciones del Manifiesto deMarx y Engels: los comunistas hacen “emerger los intereses comunes”, más allá de los perímetros locales y nacionales de las luchas; se dedican paciente y resueltamente a la “formación del proletariado en clase”; luchan por tomar el poder político; expresan demanera general las “relaciones de fuerza de una lucha de clases existente” (“es decir, de un movimiento histórico que tiene lugar ante nuestros ojos”).

Por tanto, las comunistas y los comunistas, en primer lugar, conquistan o construyen, en su luchas, el común[11].

Empeño tanto más necesario si se tiene la intención, con toda seriedad, de lidiar con la multiplicidad irreductible y el horizonte global de esas luchas, la disparidad de los ritmos históricos, la primacía de las diferencias sobre las identidades.

Formar al proletariado en clase, cuando éste escapa a las codificaciones homogéneas, significa desplazar la atención del sujeto a los procesos de subjetivación. La clase que viene no podrá ser sino “una tela de retazos[12]infinita” o “una capa de arlequín”; el método de las comunistas y los comunistas, la composición.

Volvamos a encomendarnos a las metáforas de los filósofos: componer el proletariado en clase significa hacer un archipiélago, delinear constelaciones. Sólo en medio de ese proceso, que es siempre también un laboratorio de autoaprendizaje, es posible generalizar las luchas, captar sus aspectos transversales.

Las comunistas y los comunistas, en el combate, expresan esos aspectos con su propia vida, no los convierten en mera cháchara.

7. Comunismo

A menudo se confunde con la comunión de bienes, ya sean naturales o artificiales. Vale la pena, en cambio, ser literal: comunismo es la “abolición de la propiedad privada burguesa”. Conscientes de que esta última es una relación social de explotación; que equivale al robo del trabajo ajeno. Mejor aún: del trabajo ajeno se roba el excedente; es decir, lo que no es necesario para la reproducción de la vida de quien trabaja.

De no asirse ese núcleo duro, se confundirá el comunismo con un simple problema de distribución equitativa de la riqueza.

Es cierto, sin embargo, que no hay explotación sin desposeimiento (de la tierra, de los medios de producción, en general de las condiciones objetivas de la reproducción): quienes venden su fuerza de trabajo al mercado son los pobres, que no disponen de otra cosa no sea su fuerza de trabajo.

Pero hoy, a diferencia de lo que ocurría en el siglo XVI, los pobres se ven desde el principio arrojados a una red de comunicación y movilidad que el nuevo modo de producción y la globalización, a pesar de todo y según diferentes regímenes de inclusión, han hecho posible.

En una porción considerable del mundo se han socializado ampliamente, entre otras cosas, los instrumentos de producción (tecnología de la información, trabajo digital[13], etc.), se ha financiarizado en gran medida la reproducción de la vida (deuda).

El capital, en ese sentido, se califica de conjunto sumamente articulado de “operaciones extractivas”.

La extracción de valor tiene lugar aguas arriba del proceso de producción (tierra, recursos naturales, renta urbana…), a través de mecanismos de desposeimiento y cierre; tiene lugar, por supuesto, en el propio proceso, mediante la succión de plusvalía absoluta y relativa; pero también tiene lugar — y cada vez más — aguas abajo, en la captura y el control[14], por medio de algoritmos y finanzas, de la cooperación y de la creatividad social.

“Expropiar a los expropiadores” (o lucha de clases), entonces, significa abolir esa propiedad privada: lo en común[15] del comunismo concierne tanto a los bienes y al bienestar — su uso compartido, su gestión democrática — como al rechazo del trabajo para un patrón, tanto a la invención de nuevas medidas monetarias como a la autonomía de la inteligencia colectiva y su capacidad constructiva (científica, económica, política, artística).

8. Formas de vida

Apropiación comunista — es decir, rechazo del trabajo asalariado, democratización del bienestar… — es también abolición de la “persona”.

En la sociedad burguesa, nos recuerdan Marx y Engels, sólo el capital es “independiente y personal”, mientras que “lo impersonal” es el trabajo vivo. Donde termina el capital, termina también la ficción individual, con sus perímetros.

La tradición política liberal y hoy, mucho más marcadamente, la gubernamentalidad neoliberal insisten en la primacía indiscutible del individuo sobre la sociedad.

Al principio de la contrarrevolución, mientras aplastaba a los mineros y, en general, a los sindicatos británicos, Margaret Thatcher repetía el mantra: “no existe la sociedad, existen sólo los individuos”[16]. Slogan encarnado en la extensión desmesurada de la forma empresa[17] (el empresario de sí mismo), en la celebración del capital humano, en la proliferación del trabajo por cuenta propia.

Acabar con la explotación, ahora que se presenta en la captura del valor más allá de los confines de la fábrica, en la subsunción de la cooperación social, en la coincidencia del tiempo de vida y del tiempo de trabajo, significa acabar con el individualismo competitivo.

Comunismo es autonomía del trabajo vivo, primacía del presente sobre el pasado (capital, trabajo acumulado), por tanto afirmación del carácter irreductiblemente social del individuo.

Es más: no puede haber abolición de la personalidad del capital sin desmantelamiento de la familia y el patriarcado, sin invención de nuevas instituciones amorosas.

Eso no es todo. Repitamos, precisamente ahora que la creatividad y la dimensión estética se conjugan de forma inédita con la innovación tecnológica y productiva, el adagio del joven Marx: “la supresión de la propiedad privada representa, pues, la plena emancipación de todos los sentidos[18].”

Más allá de Marx, decimos que la conquista de nuevos modos de sentir no es sólo un punto de llegada, sino que acompaña todo proceso de liberación.

9. Programa

Al igual que la clase, el programa se compone. Desde ese punto de vista, no son las “cuestiones sociales” tan decisivas como las luchas y los procesos de subjetivación.

Merece la pena insistir en ello, también para distinguir la política comunista de la populista.

La multiplicidad irreductible de las preguntas hace del pueblo un “significante vacío”, que llenar mediante un conjunto de movimientos discursivos y hegemónicos.

La multiplicidad irreductible de las luchas y de los fenómenos de politización ligados a ellas, en cambio, encarna las reivindicaciones, las pone a obrar en un plano polémico y a la vez constructivo; la hegemonía no concierne ya sólo a los discursos, sino que insiste en las formas de vida.

En ese sentido, el programa comunista no es, simplemente, un programa de gobierno.

Formar al proletariado como clase significa “conquistar la democracia”, aquí y ahora.

Y conquistar la democracia, aquí y ahora, significa expropiar a los expropiadores, hacer el común contra el capital y sus operaciones extractivas.

Presentamos, por tanto, sin jerarquía alguna, un programa que ya tiene una fuerte presencia en los numerosos conflictos hasta ahora mencionados: ingreso básico universal, desvinculado del rendimiento laboral y con cargo a los impuestos generales; salario mínimo global; reducción de la jornada laboral; libertad de circulación de mujeres y hombres; tributación de la riqueza, de las transacciones financieras, de los robots; eliminación de los paraísos fiscales; desarrollo de la producción del común y para el común (sanidad, cuidados, innovación tecno-científica…); apoyo constante a la educación pública; lucha sin cuartel, desde el jardín de infancia, contra el patriarcado; instauración de la belleza (urbana, paisajística, cultural…).

10. Sóviet

Escribía Lenin en abril de 1917: “El problema fundamental de todas las revoluciones es el del poder del Estado[19].”

Partamos, pues, de la pregunta: ¿qué es, hoy, el poder del Estado? ¿Sigue siendo el Estado, como creía Lenin, y con él los comunistas del siglo XX, el lugar de máxima concentración del poder político?

Compartimos la opinión de aquellos que, al describir la racionalidad neoliberal, han cuestionado la retórica que en los últimos años ha insistido en la evaporación del Estado, o ha celebrado las glorias del “Estado mínimo”.

El modelo ordoliberal europeo, por un lado, pero en sentido más general también el peso de los Estados en los procesos de neoliberalización que han barrido el Este del mundo (China y Rusia, en particular), muestran un escenario del todo diferente. Sin embargo, también sabemos hasta qué punto la globalización neoliberal ha distorsionado el espacio y los poderes.

Las fronteras nacionales han sido sustituidas por zonas económicas especiales, corredores, flujos, acuerdos transnacionales… Tanto es así que ya no es posible hacer coincidir el poder político, y su eficacia, con el poder del Estado.

Este último, si acaso, es un actor importante en los procesos de neoliberalización (“reformas estructurales”), sin llegar nunca a ser el director[20] único o privilegiado de esos procesos. El agotamiento de la hegemonía estadounidense, la definición de un mundo propiamente multipolar, no anulan la globalización; la articulan según trayectorias inéditas, también desde el punto de vista de las crisis bélicas.

El breve texto de Lenin anteriormente citado, en el que este se interroga sobre el poder del Estado después de la Revolución de Febrero, define un fenómeno político decisivo: la “dualidad de poderes”.

Por un lado, el gobierno de la burguesía; por otro, aunque embrionario, el gobierno de los Sóviets de obreros, campesinos, soldados.

El segundo — en palabras de Lenin — es un poder “del mismo tipo que la Comuna de París de 1871”: las normas y los parlamentos son sustituidos por la iniciativa directa desde abajo, los ejércitos y la policía por el pueblo en armas, las burocracias por el mandato imperativo.

Sin la dualidad de poderes, sin la ejemplificación y profundización de otra forma de gobierno, no es posible la revolución, el derrocamiento del dominio burgués.

Al criticar a los sindicatos, Antonio Gramsci presenta el consejo de fábrica — en el que el simple asalariado es sustituido por el “productor”, un sujeto que decide sobre la cooperación social — como “el modelo del Estado proletario”.

Aún más: la dictadura del proletariado no es sino la confluencia de nuevas “experiencias institucionales de la clase oprimida”.

Precisamente ahora que el Estado ya no concentra la totalidad del poder político, precisamente ahora que nuevos ensamblajes articulan la gobernanza global, precisamente ahora que el trabajo vivo ha ganado densidad relacional, lingüística y afectiva, la dualidad de poderes pierde su carácter temporal para convertirse en el terreno privilegiado y permanente de la iniciativa comunista.

Ello no nos impide, por el contrario, aprovechar las oportunidades y asumir el gobierno, cuando así lo propicie la coyuntura.

Y no anula la conciencia de que el régimen neoliberal suele movilizar y capturar los procesos de autoorganización, convirtiéndolos en terreno de discordia. Ello significa, sin embargo, que sin una densa red (vigorosamente) transnacional de contrapoderes, de sóviets, ni la conquista del Estado trae nada nuevo, destinada a no dejar huellas duraderas.

Por lo tanto, la Comuna debe ir acompañada de fenómenos de sindicalismo revolucionario, verdaderas instituciones de trabajo vivo en que lucha de clases y procesos de politización, conflicto y autogobierno vayan de la mano.

11. Futuro

Aún cuando se encuentren en el movimiento real del trabajo vivo, en las luchas que hagan valer los intereses inmediatos, los comunistas exhiben el “futuro del movimiento” mismo: así concluye el Manifiesto de 1848.

Exhibir el futuro, hacerlo vivir en las luchas singulares, significa — se lo escuchamos decir a Gramsci hace sólo unos instantes- — consolidar “experiencias institucionales de la clase oprimida”.

Significa, también, recuperar el futuro, prefiguración, después de demasiados años bajo el signo de la distopía, con un presente que nos aprieta y nos deja sin aliento, como si fuera una jaula; años de devaluación neoliberal del refinado arte proletario de la organización y del proyecto.

Hacer planes, obviamente, nada tiene que ver con la colectivización forzada por medio de la violencia del Estado.

Pero quiere decir, en la horizontalidad de las luchas, ensanchar sin medida lo posible; estar en el movimiento elaborando — institucionalmente — sus virtualidades; delinear paradigmas e instrumentos para una gubernamentalidad del común.

Proyecto comunista es, entonces, un nuevo constructivismo, en que la producción, la reproducción, la decisión política y las formas de vida se vuelven (finalmente) inseparables.

fuente: La Tizza

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