Argentina. Tener la tierra, tomar la tierra

Por Claudia Rafael y Silvana Melo, Resumen Latinoamericano, 14 de abril de 2021. 

 Los pibes de Guernica sabían: había un patio enorme y claro donde jugar y erigir un mundo nuevo. Los pibes de la toma de Olavarría –acuciada por el covid y las cepas  flamantes- dibujan lotes en la tierra con palitos armando su propio mundo en  el que jugarán juntos bajo el mismo cielo.

Tener la tierra es tener vida por vivir y vida por hacer. Son las manos en la tierra para producir  en colectivo. Alzar la casa en terrenos inundables, fuera del alcance de un progreso que fue apuntado para otro lado, en tierras hechas de basurales, desniveladas y hostiles, es un imperativo fatal. Casi cien familias con changas que se diluyen, sin empleos  formales, pagando  como  se puede  un alquiler de hacinamiento, se plantaron en varias manzanas de una ciudad  cementera que no conoce de estas movidas. Lo hicieron sin líderes claros, como pueden, buscando  una tierrita donde caer los huesos a la noche. Pensando,  tal vez, en aquello que es una utopía en tiempos de soledad y aislamiento –pandémico y no- planificados por el sistema. La primera victoria, pequeña, sería pensar en una tierra que se pueda compartir y hacer florecer para alimentarse en  colectivo, con las casas alrededor. Aunque todo es tan inestable e incierto como la precariedad de la vida misma.

Todo se desarrolló abruptamente en un lapso de tres o cuatro días. Primero llegaron unas pocas familias que al día siguiente eran una veintena y dos días más tarde superaron las 80. Son las hijas e hijos de otros que, como ellos, 20 ó 30 años atrás, se asentaron en otras tierras, muy cercanas. En zonas del norte de una ciudad donde  ya hacia inicios de los 2000 se determinó que debería crecer hacia el sur. Pero ellos buscan seguir ahí, en ese cuadrilátero de mundo que conocen. Hay quienes ya levantaron cimientos. Y quienes pugnan por tratar de emparejar el suelo, en esos terrenos que supieron de basurales, que cobijan escombros y animales muertos y que ante tormentas fuertes, rápidamente se inundan.

La toma  de Olavarría

Santi, de 3, intenta cortar una rama con un cuchillo sin demasiado filo para sumar al fueguito de José, su papá. A unos 20 ó 30 metros, tres pibes  de 6 y 7 cavan con una palita una línea y otra más en la tierra: juegan, dicen, “a marcar los terrenos”.

Ellas y ellos permanecen durante el día en la toma. Un manojo de manzanas a espaldas de la Escuela 6, en el barrio Lourdes de Olavarría. Es el patio trasero y olvidado de una ciudad que se llamó a sí misma Capital del Trabajo, marcada por la industria del cemento, cuando Loma Negra era dueño y amo en un reinado poderoso de casi un siglo.

En las noches, los adultos varones quedan solos. Mujeres y sus críos deben dejar el lugar. “Así nos dijo la policía”, cuenta José. Vieron el despliegue de la bonaerense y vieron a los miembros del GAP, grupo especial de la policía provincial, que permanecieron casi 36 horas, con sus armas largas, los rostros duros y la actitud pétrea, listos para actuar.

Las niñas y niños previsualizan la idea mucho antes que el mundo adulto. La clave es la tierra. Ahí donde podrán reconstruir identidades, desplegar sus juegos, edificar una vida en un espacio común. Por eso, la demarcación a la que iban jugando era colectiva. Delimitación de terrenos que trasciende el proyecto estrictamente individual.

José roza los 23 años. Tiene tres hijos: 6 y 3 los varones. 4, la nena. Y, entre changas y laburitos ocasionales, junta los 6000 pesos del alquiler de pieza, baño y cocina. “Las circunstancias, doña, me trajeron a la toma. Sé que en cualquier momento me van a pedir la casa. Cuando me dijeron que se estaban tomando terrenos, me vine y agarré uno. Y quiero que sea mío. Lo quiero para mis hijos. Nosotros a gatas podemos comer”.

Al tercer día de la toma, la lluvia se descargó, torrencial, durante varias horas sobre las carpas, endebles y frágiles. Se inundaron y todo pareció flaquear. “Estábamos totalmente empapados. Cuando paró, nos pusimos a rellenar y ahí pudimos arreglar un poco y estar adentro. Pero es muy duro”. Por las noches se sientan en unas pocas sillas y se cubren con alguna frazada alrededor de las fogatas mientras esperan que la luz del día regrese.

El llamado a Berni

En noviembre de  2019 un grupo de vecinos prendió  gomas alrededor de esos terrenos. Muchos de  ellos vivían en la calle. Les dijeron que las tierras eran de Provincia. Y que el Municipio no podía hacer nada. Y les  cerraron la puerta.

Tres años antes, el intendente  de Juntos por el Cambio tenía 50 viviendas para conceder. Se anotaron 3000 personas. Olavarría tiene 120 mil habitantes. Ahora Ezequiel Galli, acorralado por cepas nuevas y antiguas de covid, con record de  muertes  y el sistema de salud en colapso, denunció penalmente a un grupo de familias que no tienen dónde vivir. Y decidieron tomar esa tierra que no le sirve a nadie.

Hace unos años, en una toma en el conurbano un joven obrero rural definía su situación: “tomamos la tierra porque si no la única que será nuestra es el cuadrado del cementerio donde nos vamos a morir”.

Galli dijo públicamente haber llamado a Berni. Ese símbolo del robocoop del cuarto mundo, que  siempre  está  donde  hay que reprimir. Y que hizo escuela en Guernica. Pero Berni dijo, también públicamente, “a mí nadie me llamó”. Triste y berreta la maniobrería política de estos  tiempos de tanta miseria y amargura.

Lo que no se discute

El espíritu de una toma, con todo el riesgo que corren las familias de vida frágil y precaria, debe ser darle a la tierra un valor de uso para ser junto a la tierra. Pero siempre se los expulsa para que esa tierra sea un valor de cambio. Es el corazón del sistema.

Una toma –Guernica, Olavarría- no es sólo un grupo de familias que en su desesperanza se juntan en terrenos  baldíos  para reconstruir la vida. Son fotos brutales de aquello fundacional que no se discute cuando los que no tienen dónde  caerse muertos ocupan una parcelita desnivelada de  este mundo: nunca se discute a los grandes propietarios de la tierra. Los terrenos rellenos  de basura y que reciben el agua de todas  partes en los atrás de la Escuela 6 de Olavarría son las sobras que el sistema deja para que tomen los pobres. Son fiscales y ni siquiera hay countries que los reclamen. Pero la tierra, la que es parte  de la vida, se transforma en una ajenidad, en una mercancía. Entonces, dice  el escritor y psiquiatra Alfredo Grande, “algunos tienen derecho a  que sean mercancía y otros no tienen ese derecho porque no pueden entrar en el circuito mercantil y entonces reciben las sobras del banquete”.

Hace ya algunos años la arquitecta Beatriz Pedro decía a esta agencia que “se van generando situaciones que permiten que las tierras que se pueden vender se las vaya comprando alguien desde el momento en que cuestan más baratas. Después se trabaja desde los gobiernos para definir nuevas normativas que posibiliten construir en esas tierras aquello que antes estaba prohibido. Y con eso, se llega a un proceso por vía de desalojo blando (encarecimiento) o desalojo duro (represión)”.

La ocupación hormiga y la toma del privilegio

Las tierras detrás de la escuela 6 de Olavarría no tienen tendido eléctrico, ni conexiones de agua. No tienen calles abiertas. No resultan apetitosas para la especulación inmobiliaria. Ahí el municipio no va a construir más barrios ni casas. Son –a diferencia de aquellos de Guernica- terrenos hundidos en el abandono pero la mecánica de una toma masiva enardece al poder político y a algunos sectores sociales y desata la inmediata fantasía de un desalojo violento.

La única manera de utilizar estos terrenos es en una ocupación hormiga, como se  formó el 75%  de los asentamientos y villas del país, según un relevamiento de la Fundación Techo. Una mecánica silenciosa, progresiva, que nunca gana las tapas de los diarios como sí ocurre con las tomas colectivas.

Una toma como la de estos días en la ciudad cementera vuelve a exponer aquello que hace pocos meses reconoció la provincia: son 1.240.000 las familias con déficit de vivienda. Y más de 1800 los barrios populares en los que persisten la ausencia de servicios e infinitas falencias para la vida cotidiana.

El problema no es la acumulación obscena de  tierras acaparada por los grandes terratenientes. El problema son los que aspiran a una parcelita donde  plantar las lechugas para la ensalada de todos, en un caserío construido de  prepo. El problema son los pobres. Y el espacio que ocupan, naturalmente usurpado  por el privilegio. Que, al revés, busca un mundo para escasos. El problema son los pobres, históricamente escondidos de los ojos del buen vecino. El día que aparecen, que deciden armar un barrio y levantarse la casa sobre la tierra, disparan todas las alarmas del sistema.

Fuente: Pelota de trapo – Fotos: Dante Lartirigoyen y Marcelo Kehler

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