Pensamiento crítico. Herzog, Fitzcarraldo y un antropólogo enojado

Por Unai Aranzadi. Resumen Latinoamericano, 26 de marzo de 2021.

Aunque las películas selváticas del director alemán son un punto álgido en su filmografía, pocos conocen las costuras de su producción. César Vivanco, un antropólogo peruano que acompañó la realización de estos filmes, cuenta detalles inéditos sobre los ánimos caldeados tras bastidores, la excentricidad de Klaus Kinski y la compleja relación de Herzog con los nativos.

Siendo quien es, su modesto despacho tendría que estar en pleno Centro Histórico de Cusco, aunque para evitar riesgos lo tiene algo lejos de la plaza de Armas en la que los conquistadores españoles ejecutaron al caudillo indígena Túpac Amaru. Protegido como está por una legión de vendedoras ambulantes que te mandan en dirección contraria porque jamás revelarían a un extraño dónde se sitúa la oficinita del señor César Vivanco, dar con su paradero es un placer para los sentidos, pues, entre otras muchas maravillas, toca atravesar el mercado de San Pedro, en cuyos aledaños aún se pueden ver campesinas con ponchos de vicuña vendiendo cacao en grano.

Y así, tras un embriagador vaivén de intrigas, pesquisas y derrotas, se termina encontrando el viejo edificio en el que este peruano de 83 años comparte espacio con un fantástico elenco de sacamuelas, profesores de guitarra, sastres y especialistas en el tratamiento de enfermedades venéreas. No, nada podría ser más ilustrativo de lo que han sido sus intereses antropológicos que este cosmos en el que él es la gran estrella. Y como colofón de la aventura que supone llegar al tercer piso donde se atrinchera, nos encontramos una inquietante nota escrita a lápiz en su puerta: “Estoy dentro”.

-Señor Vivanco, usted se hizo conocido gracias al descubrimiento de una tribu amazónica. ¿Cómo supo de su existencia?

-Fue gracias a los padres dominicos, que llevan casi cuatrocientos años metidos en diferentes comunidades del Amazonas. Uno de ellos, el padre Silverio, me dijo que habían descubierto una tribu en el río Inuya. Me mostró unas fotos de los indígenas y pensé: “¡Pucha!, yo tengo que estar en una expedición para descubrir una tribu”. Así que le dije al padre que por favor me avisara cuando supieran de alguna tribu desconocida. Dos años después se acordó de mí y me llamó para ir de inmediato a un viaje cinco días río arriba hasta una de las cabeceras del Timpia, un afluente del Urubamba. La localización se las dio a los dominicos un indígena machiringa que días antes se había perdido y que, deambulando por el monte, vio a una tribu de hombres desnudos en la otra orilla del río. Se asustó mucho y nos vino con la historia días después, porque los machiringas son muy miedosos. Les pusieron el nombre de kugapakoris, que en su idioma significa “asesinos”, por el pánico que daban.

-Y así cumplió su sueño, el sueño de un muchacho que, como usted mismo ha dicho, creció admirando las aventuras de Tarzán, Fu Manchú y el Llanero Solitario… Antes de aquello, usted había realizado ya unos cuantos viajes por las zonas selváticas del Perú, ¿verdad?

-Sí, yo terminé antropología y enseguida seguí viajando con una cámara muy viejita que me compré. Digo que seguí viajando porque desde los catorce años yo siempre he viajado por el Amazonas. Soy un antropólogo que tiene el quechua cusqueño como idioma materno. Lo domino como el español. ¿Sabe usted el poder que eso da selva adentro? Además, me crié en la ciudad de Andahuaylas, en el departamento de Apurímac. Han sido muchas aventuras, unas con éxito y otras no tanto. La Amazonía es así, no se puede predecir todo.

Una vez quisimos ir por río desde el Bajo Urubamba hasta Iquitos. ¿Sabe usted la barbaridad que es eso? Navegamos durante semanas, pero no pudimos llegar. ¿Por qué? Pues porque no podíamos descansar en tierra. Cuando llevas ya tantas semanas de viaje por aguas bravas, te mareas cada noche en tierra firme, te agotas y tienes que abandonar la empresa. Pero hay que intentarlo. Hacer lo que te dicen que no se puede hacer. Eso es la aventura.

-Y usted cree que esa fama que adquirió con sus descubrimientos, viajes y fotografías fue lo que despertó el interés de Werner Herzog.

-Así es. Yo jamás lo busqué, fue Herzog quien vino a mí en 1969, cuando llegó al Perú. Yo había adquirido cierta fama porque, al regresar de la expedición donde dimos con los kugapakoris, el periodista Efraín Paliza Nava hizo una gran historia sobre nuestro viaje, y habló de mí. Herzog la leyó en Alemania y al llegar por acá me buscó para ser su asesor especialista en la Amazonía. Así que un día se apareció en mi casa con su productor, Walter Saxer. Allí me propusieron que trabajara con ellos para su largometraje Aguirre, la cólera de Dios, pero no terminé ese rodaje de tantos líos que hubo. A mitad de la filmación me devolví a Cusco. Ellos vinieron después a rogarme que volviera, pero no regresé.

César Vivanco muestra filminas de sus experiencias en la selva amazónica

-¿Y qué tal con Klaus Kinski?

-Un loco.

-¿Se llevó bien con él?

-Al principio del rodaje de Aguirre tuvimos una bronca y me quiso pegar, aunque yo también a él. Se enfadaba por todo y estaba obsesionado con el agua. Exigía agua embotellada hasta para lavarse la cara y afeitarse. Saxer ya me había advertido que Kinski no quería contacto con nadie, así que en la hacienda donde acampábamos preparamos dos ambientes. Reservamos la mejor zona para él y se la preparamos al detalle, pero cuando llegó y se la mostré empezó a gritarme porque había gente cerca.

Por eso, bien lejos de todo el equipo, levantaron una tienda de campaña muy grande traída de Alemania. Pero la armaron cerca de un área llena de serpientes, así que por su seguridad se la limpiamos a machete. Al vernos, vino corriendo y casi me hiere. Agarró a un obrero, lo derribó y por poco lo corta con el machete. Decía que quería naturaleza alrededor, pero cuando comprendió que había serpientes entró en pánico. Decidí gritarle aún más fuerte de lo que nos gritaba él; entonces al final me respetó, porque los locos solo se asustan frente a uno todavía más loco. Desde aquel día me invitaba a fumar y a tomar whisky por las noches.

-¿Se hicieron amigos?

-Más bien lo que le gustó fue verme con un rifle calibre 30 que en ocasiones llevaba encima. A él, como había hecho muchos westerns, le gustaba disparar. Comenzamos a hacer competencias de tiro, y yo le ganaba, pero como estaba tan loco eso le gustaba y se hacía incluso más amigo mío. La gente nos miraba de lejos, extrañada, porque Kinski nunca dejaba que se le acercaran.

-La verdad sea dicha, a usted siempre le han atraído el riesgo y lo extraño. Según tengo entendido, tras escapar del golpe de Estado en Chile, se fue a Brasil, donde además de haber sido testigo de otra dictadura militar se sumergió de lleno en un mundo rodeado de oscuridad, como es el de la macumba. ¿Qué descubrió allí?

-De Brasil también me escapé, como antes me escapé de Chile. Le explico. En Río de Janeiro me hice amigo de una alumna a la que di clases en la universidad. Un día me llevó a su casa y me presentó a su padre, quien casualmente había sido macumbero y, además, antiguo militante del Partido Comunista. Congeniamos, así que con el tiempo este señor me llevó a todos los centros de macumba más atrayentes de Río. Y como yo estaba muy interesado en investigar sobre la macumba como elemento de control social por parte de la dictadura militar que gobernaba, él me abrió muchas puertas en ese mundo. Pero un día, unos de un centro macumbero me dijeron que llevara un gallo rojo para sacrificarlo el domingo siguiente.

Al cabo de unos días, en casa de mi alumna, vi a su padre y le conté lo del gallo y otra serie de elementos para la ceremonia de ese mismo domingo. Quedó pasmado y me dijo: “Lo del gallo rojo es un pretexto, y yendo tú solo a un barrio de esos te hacen desaparecer sin el menor problema. Saben que andas investigando sobre el control de la población a través de la macumba”. Como lo que ahora producen las iglesias evangélicas. Así que ese mismo día, sin despedirme de nadie, me fui a Porto Alegre y de ahí a Montevideo, donde estuve un par de meses antes de ir a casa de mi hermana en Buenos Aires. Perdido por los avatares de la vida, volví a Cusco en 1974, donde años más tarde, ya a finales de la década, Herzog vino de nuevo a buscarme.

-¿Se reconciliaron? 

-Vino a mi oficina y me dijo que no me enfadara por lo que pasó. Él y sus acompañantes me adelantaron que se trataba de una grandísima producción sobre la historia de Fitzcarraldo. Y les dije: “¡Pero esa historia es mía!”. Herzog reconoció que yo se la había contado. Fíjese, desde que se la conté la había tenido en la cabeza y anduvo años y años buscando dinero.

 Vivanco junto a Fidel Pereira en 1967.

-¿Cuándo le contó usted a Herzog la historia de Fitzcarraldo?

-Cuando estábamos preparando los escenarios para Aguirre, la cólera de Dios hubo un derrumbe y nos quedamos atrapados en una casa, Herzog, su productor Saxer y yo. Fueron dos días enteros. ¿Y qué íbamos a hacer? Pues hablar. Pero hablaba yo casi todo el rato, ingenuamente, claro. Les conté muchas historias de la selva, entre ellas la de Fitzcarraldo, que no era de mi propiedad pero sí era valiosísima por los detalles inéditos, pues yo fui el único que conoció bien a Fidel Pereira.

-¿Quién era Fidel Pereira?

-Era el hijo de Justo Pereira, el principal capataz de Fitzcarraldo, el personaje real, en el Bajo Urubamba. Un negrero extremadamente cruel que traía gente del Brasil, porque él mismo era brasileño. Este Pereira era una leyenda en la selva porque nadie podía entrar allá sin su permiso. La única foto que existe de su hijo la tomé yo en 1967, poco antes de que muriera. Había nacido en el siglo XIX, en el valle de La Convención, por Quillabamba. Los Pereira desconfiaban de los forasteros y nadie podía acercarse a Fidel. Era muy mayor y conocía como nadie las historias antiguas de la región. Me hice muy amigo suyo y él me relató la historia de Fitzcarraldo, cosas que nadie sabía ni sabe aún, y todos esos detalles se los conté a estos pendejos de Herzog y Saxer. 

Entonces, si usted tuvo una mala experiencia durante el rodaje de Aguirre, la cólera de Dios, ¿por qué aceptó volver a trabajar con ellos?

Le exigí a Herzog una batería de condiciones y para mi sorpresa me dijo “adelante”.

-¿Qué condiciones eran esas?

-Por ejemplo, le exigí que no tocara a un solo nativo de ninguna tribu y me dijo que de acuerdo. Pero como él quería indígenas en su película, le planteé una solución: que compráramos cusmas auténticas, o sea ropas indígenas, y se las pusiéramos a los mestizos que comercian en el río Ucayali. Estos mestizos son gente que habla castellano y están acostumbrados a nuestro mundo. Con las cusmas puestas son igualitos a los verdaderos indígenas, así que compramos como doscientos atuendos y yo pasé a otras labores.

Pero en una de esas, Saxer paró en la ciudad de Atalaya, y como toda esa gente ya nos conocía de vernos varias veces por allá en la preproducción, se encontró con dos tipos que le preguntaron sobre la participación de los mestizos del puerto en la película, y le dijeron: “¡Esos no sirven!”. Le aseguraron que ellos podían conseguirle hasta cuatrocientos nativos auténticos del Gran Pajonal. ¡Pucha! Le aseguraron que llevarían cientos de nativos a Atalaya y de ahí a Camisea. Sin decirme ni una palabra, Saxer aceptó.

Cuando regresó al set de rodaje y empezamos a filmar, el día antes de que llegaran los indígenas, yo le pregunté: “¿Te pasa algo? Estás medio raro”. Y me contó lo que había aceptado con los indígenas auténticos que iban a traer. Allí empezaron los problemas conmigo. Esta gente venía al Perú y pensaban que podían hacer lo que les daba la gana con los pueblos, con tal de sacar su película.

Restos del barco de Brian S. Fitzgerald, popularmente conocido como Fitzcarraldo,
en Puerto Maldonado, Perú.

-¿Cómo fue el rodaje?

-Herzog se convirtió en Fitzcarraldo. En medio de la Amazonía terminó actuando igual que él.

-¿Y qué era la Amazonía para Herzog? En el documental Burden of Dreams, del realizador Les Blank, se recogen algunos pequeños episodios de lo que fue aquella superproducción. Por ejemplo, en una secuencia se aprecia el descontento de la población indígena durante el rodaje y a continuación aparece Herzog prometiéndoles tierras si continuaban colaborando con él. ¿Qué fue de todo eso?

-Mantuve relación con Les Blank, un buen tipo. Me dijo que el material que tenía y lo que se veía en él era más poderoso que la propia película de Fitzcarraldo. Y claro que hubo problemas, como se ve en el documental. Si trae nativos desde el Gran Pajonal a Camisea, ¿tiene idea de cómo eso va a alterar su vida? Se les recibió mal de entrada porque preparamos camarotes para los mestizos que iban a venir a actuar y no para los auténticos indígenas. Los indígenas no viven así con sus familias. Para ellos las cosas funcionan de otra manera. Hasta la alimentación es otra. Y eran cientos. Herzog los utilizó. 

-Lo cierto es que es dudoso que se vuelva a repetir algo así, quiero decir, disponer durante meses de cientos de indígenas con sus verdaderos arcos y flechas para una producción cinematográfica. ¿En qué momento tomó usted conciencia del cariz que estaba adquiriendo esta relación entre nativos y cineastas europeos?

-Pues cuando los nativos dijeron que se querían ir. Ahí fue cuando Herzog les ofreció escopetas para que se quedaran. ¡Carajo! ¿Sabe lo que significa en la Amazonía introducir solamente diez escopetas? Pues les regaló como cuarenta a los jefes con los que negoció. Y por eso se quedaron los indígenas, ni por tierras ni por dinero. Por armas. Yo quise evitar todo eso, no pude y me fui.

-¿Y cómo cree usted que terminó la relación de Herzog y Saxer con los indígenas?

-No lo sé, pero la vuelta de los nativos armados a su territorio debió de ser terrible. ¿Qué se sabe del impacto de esas armas en sus comunidades y en la biodiversidad que las rodea? ¡Nada! No se sabe nada y Herzog no quiere ni oír hablar de ello. 

Fuente: El Malpensante

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