Uruguay. Las cárceles como epicentro de violencia

Por Camila Ghemi. Resumen Latinoamericano, 15 de febrero de 2021.

En lo que va del año ya se contabilizaron seis muertes en custodia –cuatro de ellas violentas–, cifra que, proyectada, amenaza superar el récord del año pasado.

No es novedad que los centros penitenciarios son un cúmulo de violencia y angustia. En 2020, a pesar de que el ministro del Interior, Jorge Larrañaga, aseguró que había habido una baja en los delitos, nos encontramos con una población penitenciaria de 13.039 personas, número récord en el país, que continúa creciendo aceleradamente. Actualmente, Uruguay se encuentra en el puesto 28 de los 222 países del mundo con más presos.

Mismas historias

El comisionado parlamentario para las cárceles, Juan Miguel Petit, se presentó en mayo de 2020 ante la Comisión Especial para el Seguimiento de la Situación Carcelaria para dar su visión sobre la actualmente vigente Ley de Urgente Consideración. Allí afirmó: «Más presos y más presos por más tiempo no van a traer más seguridad pública, sino todo lo contrario: [más] reincidencia [de alrededor del 55 por ciento]». Asimismo, aseguró que es «imprescindible» dejar de lado la idea de que más penas y más presos es sinónimo de más seguridad, y destacó que los estudios muestran que la eficiencia de las penas va acompañada de un sistema «lleno de contenidos socioeducativos». En esa visita, Petit habló sobre la First Step Act, o Ley de Primer Paso, aprobada en 2018 por Estados Unidos, cuyo objetivo principal era bajar la reincidencia. La norma se concibió para disminuir a la mitad la población penitenciaria, promoviendo penas más cortas con contenidos educativos, programas de salud mental, la conexión con las comunidades, tareas de prevención y una reforma de las cárceles. Por otro lado, propuso derivar a los infractores con un consumo problemático de drogas a juzgados donde los delitos «no graves vinculados a adicciones reciben un tratamiento particular, con internaciones en clínicas o centros especializados para evitar el espiral del deterioro que trae la adicción no tratada».

Jaime Saavedra, quien cuenta con una larga trayectoria en los centros penitenciarios y hasta principios de 2020 fue director de la Dirección Nacional de Apoyo al Liberado (Dinali), comentó a Brecha que el período 2016-2020 fue «trágico, porque las muertes violentas en las cárceles se dispararon a números muy dolorosos». Según datos del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR), en 2016 y 2017 murieron 47 reclusos cada año; en 2016 fueron violentas 32 de las muertes y al año siguiente, 28. Durante 2018 se observó una baja, con un total de 37 defunciones, de las cuales 27 fueron violentas. En 2019 la cifra llegó a 44, con 32 muertes violentas. Las cifras de 2020 aún no están cerradas, pero se estima que las defunciones no serán menos de 44, con 18 homicidios, 15 suicidios y 11 muertes naturales.

Denisse Legrand, coordinadora del proyecto Nada Crece a la Sombra, habló con Brecha y declaró que en estas estadísticas no se están midiendo las lesiones discapacitantes, como las producidas en los ojos y la pérdida de movilidad en brazos y piernas. Enfatizó el alto costo de este tipo de daños en el sistema de salud, tanto por las curaciones correspondientes como por los tratamientos específicos que se necesitan luego.

Saavedra apuntó a la cantidad récord de reclusos que hay en nuestro país y enfatizó que ese número no es un buen índice. «Hay un desafío que es parapenitenciario y bordea lo penal: la política desquiciada de meter a todo el mundo en cana, casi como la única opción», sentenció. Aseguró que «va a contrapelo de lo que las buenas prácticas y las experiencias exitosas en el mundo están aconsejando». Añadió que el camino es buscar alternativas de castigos para las personas y que este problema no surgió en esta administración, sino, «paradójicamente, en el gobierno progresista». En cuanto a la violencia institucional, opinó que el problema radica en la organización y el diseño del sistema. Explicó que Uruguay es el único país del mundo donde los policías trabajan dentro de las cárceles y que «no hay nada más inconveniente que eso», no por los policías en sí, sino porque no están capacitados para cumplir esa función. En 2010, mediante un acuerdo multipartidario, se decidió comenzar una separación gradual de la Policía de esos cargos y apareció la figura del operador penitenciario. Según Saavedra, este camino quedó «congelado». Lamentó que «incluso en el presupuesto nacional se elimine una serie de cargos, como los de educadores, licenciados en Educación, profesores y maestros»: «Esos recursos del área social se transformaron en un rubro para contratar personal policial».

Legrand, quien también fue consultada sobre el tema, tiene una visión contraria. Aseguró que la aparición del operador penitenciario fue un paso fundamental y que, luego de algunos choques, tanto policías como operadores lograron dinamizar su trabajo y ser necesarios los unos para los otros. Por otro lado, declaró que estamos «a años luz» de crear mecanismos de convivencia que no precisen de una segunda línea de control, que en este caso sería la Policía. Explicó que el policía penitenciario es «ninguneado» por el mismo sistema, lo que tiene una repercusión negativa: «Es un policía de baja categoría, cuando lo que tenemos que hacer es, justamente, de alguna manera, valorizar el trabajo en cárceles y el esfuerzo inmenso que hacen». Recordó la ley, aprobada en la gestión anterior, según la cual un policía denunciado por violencia de género debe entregar el arma de reglamento y hacer trabajo de policía penitenciario como «castigo». Remarcó que se necesitan oficiales profesionales y capacitados para ejercer este trabajo. Según el informe presentado en noviembre de 2020 sobre la actividad del comisionado parlamentario del año anterior, el personal del INR contó con un total de 4.290 funcionarios, de los cuales un 65 por ciento son policías, un 31 por ciento operadores y un 4 por ciento técnicos.

Otro de los problemas que advirtió Saavedra, relacionado con la violencia institucional, es que el Ministerio del Interior (MI) no puede abarcar todo lo que debería. «El MI tiene otras preocupaciones», dijo, como combatir los delitos en los barrios. «Si iba a decirle al ministro [Eduardo] Bonomi que estábamos preocupados por la reinserción en el momento en que estaba combatiendo a Los Chingas, ¿a quién le iba a dar pelota?», graficó. En su opinión, el INR debería separarse de ese ministerio y ser ubicado en otro de referencia.

Rastro de sangre

Un informe publicado en 2018, titulado «Muertes en las cárceles uruguayas. Magnitud del fenómeno y problemas para estudiarlo», de Ana Vigna y Santiago Sosa Barón, del Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales, trazó el recorrido de la contabilización de muertes en las cárceles uruguayas. Reveló que la validez y la confiabilidad de estas estadísticas es causa de «fuertes controversias», porque el principal organismo que produce esta información es el propio INR. Además, para comprender este fenómeno no es suficiente estudiar variables «fácilmente cuantificables»: se necesita entender aspectos relacionados a la vida cotidiana y los vínculos de los privados de libertad.

Hasta 2016 Uruguay no contó con un sistema de monitoreo ni de seguimiento de la evolución al respecto, lo que complejizó el análisis del panorama. Ese fue el año en que Petit pidió información que permitió trazar y reconstruir lo sucedido en las cárceles según el año, la ocurrencia y el tipo de muerte desde 2006 hasta 2015. Para los años posteriores se implementó un relevamiento continuo de información a través de un formulario, aunque obtuvo pocos resultados. A partir de esta fecha el comisionado monitorea independientemente de las muertes. En 2017 decidió actualizar el formulario y mejorar el protocolo de seguimiento. Se incluyó un módulo especial para suicidios y muertes por enfermedad, en el que se detallan tanto la historia clínica del individuo como los antecedentes de intentos de autoeliminación, el estado de ánimo previo y si compartía la celda con otro recluso. Esta investigación arrojó que la Unidad 5 de mujeres tiene la tasa más alta de suicidios del sistema, junto con la Unidad 3 (antes, Penal de Libertad).

Por otro lado, a partir de un pedido del Departamento de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales, el MI proporcionó la información de todas las víctimas de homicidio entre 2013 y 2017, y los suicidios entre 2016 y 2017. A partir de ahí, el comisionado clasificó las causas de muerte en 11 tipos, y esta clasificación es distinta a la del MI. A pesar de esta diferencia, «en la mayoría de los casos no hay discrepancias» entre los registros del MI y los del comisionado, salvo «excepciones significativas, en las que se registraron versiones diferentes de los hechos; en algunos de estos casos directamente no hubo coincidencia en la clasificación». Tomando en cuenta la información disponible entre 2006 y 2017, hubo un total de 475 fallecidos en las cárceles: alrededor de 40 personas fallecidas por año. En esta cifra están contempladas tanto las muertes violentas como las no violentas.

Si comparamos las cifras de homicidios dentro y fuera de los centros penitenciarios, encontramos que en el período 2006-2017 hubo 117 internos muertos cada 100 mil detenidos; fuera de la cárcel la proporción fue de 7 homicidios cada 100 mil habitantes. Algo muy similar sucede cuando se estudian las cifras de los suicidios: en los centros, un promedio de 75,9 cada 100 mil internos, mientras que la tasa nacional fue de 17,4 cada 100 mil habitantes. «Dentro de las cárceles no sólo se muere más, sino que se muere más joven», declara el artículo.

Sobre los suicidios en las cárceles, Legrand afirmó que en 2020 la tasa aumentó un 77 por ciento y que suelen ocurrir en las mismas cárceles. Dijo a Brecha que «sobrevivir a la cárcel es un desafío antihumano», al que se suman el del uso problemático de drogas (ocho de cada diez privados de libertad lo padecen), los problemas de salud mental y la angustia del encierro. Estos factores producen una tasa muy alta de suicidios, que «quintuplica la tasa del afuera».

Por otro lado, en cuanto a las edades de los reclusos que mueren bajo custodia, los autores del artículo argumentaron que el dato es «otro indicador del carácter necrogénico de la cárcel». El promedio de edad de esos reclusos es de 37 años. Si se consideran solamente las muertes violentas, el promedio baja a 29 años, mientras que fuera de los penales es de 35. Si se consideran los suicidios, el promedio es de 34. En cuanto a la cantidad de población por penal, detallan que «la muerte tiene una importante sobrerrepresentación en las grandes cárceles, como el ex-Comcar, Libertad, Canelones (Unidad 7), y en la cárcel de mujeres», por lo cual se entiende que la sobrepoblación podría ser un factor que aumenta las muertes violentas en las cárceles. En cuanto a las causas de las muertes no violentas, califican el panorama de «poco claro». Explican que los registros médicos son «pobres en general», que gran parte de la información relevante no está adjuntada en las carpetas, como corresponde, y que tampoco lo están los dictámenes forenses. En estos casos, cuando la causa de muerte no es del todo clara, se registra en la categoría «Otras causas no violentas».

Las fuentes del comisionado dijeron a Brecha que a partir de julio de 2018 el INR implementa un protocolo de diagnóstico que se aplica a cada interno al ingresar a un penal, al solicitar un traslado y al realizar algunas solicitudes judiciales. Esto ayudó a medir el riesgo de reincidencia y el riesgo de daño a terceros o a sí mismos.

La otra pandemia

En lo que va del año ya son cuatro las muertes violentas en los penales: dos en el antiguo Comcar, una en el Penal de Libertad y una en Punta de Rieles. Sobre el incidente en Santiago Vázquez, Santiago González, director de Convivencia y Seguridad Ciudadana, dijo a Brecha: «El accionar de la Policía hizo que tuviésemos dos fallecidos y no más». Las fuentes confirmaron que dos de los cinco heridos en este suceso fueron dados de alta y trasladados al sector de enfermedades crónicas de Santiago Vázquez.

Consultado sobre el alto nivel de violencia en las cárceles, González respondió que se trabaja diariamente para erradicarlo y que «el cambio se va a notar», pero es un problema demasiado profundo para resolverlo en los diez meses que lleva la nueva administración. Afirmó que las cárceles se recibieron «totalmente destruidas, en pésimo estado, en una clara y notoria violacion de los derechos humanos en la mayor parte», y que en esas condiciones no se puede hacer un trabajo de rehabilitación. Debido a eso, las nuevas autoridades crearon el Plan de Dignidad Carcelaria, que apunta a una refacción total de las cárceles y a crear más trabajo para los privados de libertad.

Curiosamente, el Módulo 3 de Santiago Vázquez –donde ocurrió el incidente– fue reacondicionado en 2013. Según Saavedra, «quedó como nuevo y hasta 2015 casi que era un módulo modelo». Sin embargo, en 2016 comenzó un proceso de «deterioro de la convivencia muy complicado y muy acelerado, lo que ocurrió con muchos módulos y muchas cárceles de Uruguay». González acompañó esta afirmación y destacó que los materiales empleados en el reacondicionamiento eran de «pésima calidad».

Sobre este suceso, Legrand dijo a Brecha que el módulo donde ocurrió el incidente es de los más complejos y violentos del penal, donde los operadores y los policías hacen un arduo trabajo y «un esfuerzo realmente personal y profesional para sacarlo adelante»: «El módulo está en el horno y, realmente, todo el esfuerzo es de ellos, junto con el de la dirección de la cárcel». Contó que el equipo de Nada Crece a la Sombra también trabaja allí, junto con los funcionarios. Al consultársele sobre su relación con las nuevas autoridades del MI, contestó que sus tres vínculos institucionales son los que tiene con el ministro Larrañaga, el director general Luis Calabria y el director del INR, Luis Mendoza. «Las cárceles son ollas a presión y, obviamente, si uno les da más calor o les agrega agua, en algún momento explotan», apreció. Contó que estas también cuentan con un sistema que se autorregula y valoró el trabajo de los reclusos. Este año las visitas fueron reducidas a una persona por privado de libertad, además de que por un tiempo se prohibieron las visitas de niños y niñas. Lo último significó que padres y madres no pudieron ver a sus hijos, y este hecho, sumado al encierro, puede devenir en problemas de convivencia. Por ello, la coordinadora de la ONG valoró el trabajo de autorregulación de los reclusos.

Por otro lado, el hacinamiento y la sobrepoblación también son un problema. González comentó que al recibir las cárceles más de 1.800 reclusos dormían en el piso, lo que actualmente se está resolviendo con donaciones y las construcciones de los mismos privados de libertad. Confirmó que en la celda donde se inició el incendio de Santiago Vázquez había siete reclusos, cuando las plazas eran para cuatro. Pero aseguró que el incidente no se debió a la superpoblación, sino a los problemas de convivencia anteriores. En cuanto a la reincidencia y la rehabilitación de los privados de libertad, el último informe del comisionado asegura que en 2019 el 73 por ciento de la población penitenciaria vivía en condiciones que no permitían la rehabilitación. González acotó que es «imposible» hacer un tratamiento adecuado en esas condiciones.

¿Otro camino?

El Plan de Dignidad Carcelaria 2020-2025 fue presentado por el MI en junio de 2020. Se separa en tres grandes ítems: uno edilicio, uno educativo y laboral, y uno sanitario e inclusivo. En cuanto al edilicio, se plantea la reparación del 100 por ciento de las plazas, la relocalización de cuatro cárceles que aún se encuentran en las jefaturas departamentales, la instalación de un nuevo sistema de videovigilancia y la construcción de una cárcel de máxima seguridad. En cuanto al educativo y laboral, se planea una ampliación de los cupos y de la carga horaria de la educación en sus tres niveles y la renovación de convenios con el Instituto Nacional de Empleo y Formación Profesional, el Ministerio de Educación y Cultura y la UTU. También se seguirá trabajando en el Polo Industrial de Santiago Vázquez y los privados de libertad comenzarán a trabajar en chacras del INR. González aseguró: «Se creó un gabinete productivo, que recorrió el país entero y vio qué podemos hacer en las distintas hectáreas para poder producir lo que nosotros comemos». En cuanto al sanitario e inclusivo, se propone un programa para tratar las adicciones junto con la Administración de los Servicios de Salud del Estado, un examen de Papanicolau para las mujeres privadas de libertad y seguir trabajando con la Dinali.

Sobre el presupuesto, el MI apunta a la venta o el arrendamiento de terrenos para financiar este proyecto. Al respecto, Saavedra comentó que el problema no está centrado en presupuestos y que «se gastan fortunas en las cárceles». «Siendo generoso, se gastan alrededor de 13 mil dólares por preso: una locura para tener el resultado que tenemos», dijo. Agregó que «entre 2010 y 2020 no se deben de haber puesto menos de 40 millones en el Comcar». Aseguró que el problema radica en el mal diseño organizativo del sistema.

La población penitenciaria crece desde 1999 y en lo que va del siglo XXI se ha triplicado. Y el problema de las muertes bajo custodia no presenta mejoras. Las posibilidades de morir en la cárcel son notoriamente superiores a las de cualquier civil fuera de los centros, y la prisionización afecta especialmente a los jóvenes. Casi uno de cada 100 menores de 29 años se encuentra privado de libertad.

Positivos

El 2 de febrero se informó que 135 personas privadas de libertad fueron hisopadas en el Módulo 7 de Santiago Vázquez, con un total de 52 test positivos. Desde ese momento las visitas fueron canceladas. El viernes 5 se volvió a hisopar a los privados, lo que arrojó un total de 50 casos nuevos. Actualmente son 134 positivos, según informó Santiago González, director de Convivencia y Seguridad Ciudadana, quienes cursan la enfermedad en el módulo. Los reclusos con test negativo fueron trasladados al salón de visitas.

Fuente: Brecha

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