Puerto Rico. Dominación y consentimiento: otra visión

Por Roberto Ariel Fernández*, Resumen Latinoamericano, 19 de septiembre de 2020.

a característica más notable del régimen colonial estadounidense en Puerto Rico es su longevidad. ¿Qué factores han contribuido a nuestra aceptación de ese régimen, generación tras generación?

Aquí examino la capacidad del concepto de hegemonía para explicar la aceptación de la dominación estadounidense en Puerto Rico. También intento fundamentar mi afirmación de que la explicación no radica en las estrategias de dominación del imperio, sino en las circunstancias históricas, culturales y sicológicas de la nación subordinada.

El concepto de hegemonía y la satisfacción de necesidades

Efrén Rivera Ramos [1] y Steven Lukes [2] examinaron el fenómeno de «hegemonía», al cual Lukes llama «poder como dominación». Lukes define este tipo de poder como «la facultad para evitar que las personas, en cualquier grado, tengan quejas» sobre su subordinación, «al moldear sus percepciones, cogniciones y preferencias de tal manera que acepten su rol en el orden existente». [3]

Esa especie de poder, plantea Lukes, requiere examinar: «¿cómo obtienen los poderosos el cumplimiento de aquellos a quienes dominan?» Más específicamente: «¿cómo se aseguran de su cumplimiento voluntario?»[4]

Para ambos autores, la hegemonía está vinculada a la satisfacción de necesidades. Esa hegemonía, elabora Rivera Ramos, depende de la capacidad del grupo dominante «para incorporar las demandas de otros grupos y satisfacerlas, al menos parcialmente».[5] Así que la satisfacción de las necesidades del grupo subordinado, o su percepción de que se satisfacen, adquiere una importancia central. A continuación examino la validez de dichas afirmaciones en el caso nuestro.

Primero, la imagen de Estados Unidos como defensor de los derechos humanos deslumbró a la élite política puertorriqueña de finales del siglo 19 y comienzos del 20. Los sectores populares, oprimidos por  hacendados y comerciantes, vieron con esperanza la presencia del supuesto paladín de la democracia. Sin embargo, la España autocrática no había tenido en Puerto Rico los problemas de gobernanza que enfrentaba en Cuba. Al buscar explicaciones para la estabilidad de la dominación estadounidense, esa historia colonial previa no se debe subestimar; mucho menos ignorar.

Segundo, Estados Unidos nunca ha «incorporado las demandas» o «satisfecho las necesidades» de las clases populares y élites puertorriqueñas. En lo político, Puerto Rico está hoy en el mismo limbo colonial en el que se hallaba al aprobarse la Ley Foraker, primera ley orgánica, instaurada en 1900. Es por ello que la percepción en contrario, problemática como es, adquiere importancia y merece análisis.

Las tres ramas del gobierno estadounidense han concurrido en la consecución del objetivo que expresamente articularon desde 1900: mantener indefinidamente a Puerto Rico como colonia; y nunca encaminar un proceso para admitirlo como estado de la Unión o hacia su independencia.

Las demandas políticas nunca han sido satisfechas. Cualquier percepción contraria está divorciada de la verdad. Esa disonancia con la realidad, sostengo, no es producto de estrategias de dominación implantadas por la nación hegemónica. Sí concurro con Rivera Ramos en que las mismas –el discurso de derechos, la idea del estado de derecho, la dogmática imagen de liberalismo y democracia– forman parte del marco ideológico en que se basan las racionalizaciones y justificaciones para la subordinación. Es decir, se usan como parte de la «legitimación» del régimen colonial, aunque mayormente por los actores políticos puertorriqueños.

Bajo España, el discurso legitimador giraba alrededor de la Madre Patria, la monarquía, la hispanidad, y el catolicismo. Nótese que tales justificaciones al régimen colonial anterior son totalmente distintas a las que Rivera Ramos identifica bajo el régimen estadounidense; pero parecían más que suficientes, en el contexto de una población que ni siquiera requería de tales racionalizaciones, viviendo día a día como podía.

Tercero, en lo social y económico la situación no ha sido más auspiciosa. Además de la ignominia en lo político, las primeras cuatro décadas del siglo 20 se caracterizaron por la miseria, mientras los capitalistas estadounidenses –y algunos criollos– hacían millones de dólares en ganancias. Aparte de las demandas y huelgas de los trabajadores, la primera reacción de resistencia no ocurrió hasta la cuarta década, con Pedro Albizu Campos y el Partido Nacionalista. Pero el balance fue uno de paciencia y resignación ante una realidad miserable, sin que hubiese satisfacción de necesidades; ni siquiera el mínimo de una vida más digna, con menos explotación, menos hambre.

Hoy el país está sumido en otra etapa de pobreza. La larga crisis socioeconómica del modelo estadounidense-muñocista  –el cual comenzó a dar visos de agotamiento hace más de cinco décadas– ha sido objeto de todo tipo de paliativos materiales, sicológicos, e ideológicos. Cabe la pregunta de si ahí, como en lo político, se atisban indicios de deficiencias culturales y cognoscitivas que son independientes de las «estrategias de dominación» de la nación dominante que Rivera Ramos enfatiza. Una cultura en la cual nunca ha imperado lo intelectual, el pensamiento crítico, ni el dinamismo, carece de la agudeza de miras que se opone a la ceguera típica del estancamiento.

En resumen, el imperio no ha dado paso a un desarrollo económico ni político. La percepción de que se han satisfecho nuestras demandas y necesidades es una ilusión, lo que sugiere que la percepción es suficiente y poderosa. Propongo que esa percepción es producto mayormente de la cultura con la que Estados Unidos se encontró en Puerto Rico.

Otras claves sicológicas, históricas y culturales

Otro factor es la necesidad sicológica de autoestima. Crear un sentido gratificante de identidad individual y colectiva se ha moldeado de tal manera que ha prescindido de una nacionalidad política separada. Al contrario, tal necesidad ha estado ligada, en importante grado, a la dominación del imperio estadounidense.

No se debe subestimar nuestra percepción de que hemos participado, aunque modestamente, del poder global de Estados Unidos. Esa percepción ha sido reforzada por la participación de cientos de miles de puertorriqueños en las fuerzas armadas y guerras estadounidenses. Entonces está la percepción de que todo lo americano es sinónimo de modernidad, progreso y bondad. Desarrollos recientes, y otros por ocurrir, podrían socavar esos y otros factores de la ecuación del consentimiento al colonialismo; o podrían no tener efectos importantes, dada la debilidad en que se encuentra Puerto Rico, acentuada por las divisiones tribales, una visión simplista e incompleta de la realidad, y antiguos miedos.

El escepticismo hacia la independencia ha sido una constante. Algunos autores han llamado la atención a la relación causal entre antiguos resentimientos de clase, los cuales se remontan cuando menos al siglo 19, y ese escepticismo.

Los cambios de circunstancias y la realidad de la explotación imperial, más significativa que la de las élites puertorriqueñas –presente y constante, no algo del pasado– parecen indicar que esas explicaciones son justificaciones post hoc. Ciertamente, están basadas en sentimientos o percepciones que comenzaron a emerger hace 170 años, pero que carecen de conexión con las nuevas circunstancias que emergieron del llamado «cambio de soberanía».

Mientras tanto, ocho generaciones de políticos puertorriqueños se han limitado a proteger su viabilidad, al atemperar sus aspiraciones y acciones, para no repeler a un electorado alérgico a cambios y rompimientos radicales. Uno de los precios que han pagado es no valerse de la extorsión a las autoridades estadounidenses. Los intentos de extorsión –decirles que si no reforman el régimen colonial, optarán por la independencia– se han dado, y nunca han rendido fruto. La timidez y parálisis de políticos y electores se refuerzan en un vicioso ciclo de retroalimentación.

¿Es Puerto Rico una sociedad estática?

La estabilidad de un orden social se transmite y reproduce a través de las ideas que se convierten en parte del «sentido común» de la sociedad correspondiente. Los humanos tendemos hacia la conformidad con la cosmovisión que internalizamos durante el proceso de socialización y aculturación, la cual reproducimos desde diferentes puntos de vista y circunstancias ocupacionales. Esa tendencia también se entronca en la percepción de que nuestra viabilidad social y bienestar material se adelantan obedeciendo «las reglas».

Es esencial considerar si el eje central de las explicaciones a 122 años adicionales de ignominia colonial es una «preferencia» visceral y pre-existente por la parálisis. Esa estasis sería producto de miedos y divisiones ancestrales, en el marco de una sociedad donde escasean el pensamiento crítico y el dinamismo.

Conclusión

A partir de 1898, Estados Unidos se benefició de un orden sociocultural preexistente. Ese orden, que se había estado forjando por cientos de años en la nación subordinada, ha sido lo suficientemente estable y auspicioso a la hegemonía de un nuevo poder metropolitano como para no requerir elaboradas estrategias de dominación. La dominación por un poder anterior no fue seriamente cuestionada o retada, patrón que se ha mantenido por las últimas doce décadas.

Propongo que los esquemas teóricos de Rivera Ramos y de Lukes son de utilidad limitada para explicar la longevidad de nuestra aceptación más que centenaria al régimen colonial estadounidense. Dados su conformismo y parálisis cultural, una cultura estática, plagada de miedos y divisiones, no requiere de «estrategias de dominación» para ser subyugada.

___________

[1] Efrén Rivera Ramos, The Legal Construction of Identity: The Judicial and Social Legacy of American Colonialism in Puerto Rico (2001).

[2] Steven Lukes, Power: A Radical View 11 (2nd ed. 2005).

[3] Id., pág. 11 (traducción mía).

[4] Id., pág. 12.

[5] Rivera Ramos, supra nota 1, pág. 15 (traducción mía).

*Fuente: 80grados

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