Estados Unidos. Todos comunistas y la trampa de las derechas

Por Marco Teruggi. Resumen Latinoamericano, 31 de agosto de 2020.

Joe Biden seguramente no imaginó que alguna vez sería comparado a Fidel Castro. Tampoco que lo acusarían de responder a una agenda de extrema izquierda, socialista, disolvente de los valores de la nación estadounidense. Las acusaciones fueron escuchadas por miles de personas durante la convención republicana que formalizó la fórmula Donald Trump-Mike Pence para las elecciones del próximo 3 de noviembre.

No es el primer dirigente señalado de una izquierda imaginaria. El antiguo presidente colombiano Juan Manuel Santos fue acusado de “castro-chavista” mientras dialogaba con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia para lograr un acuerdo de paz. La campaña provino de la derecha articulada por Álvaro Uribe, hoy con una detención domiciliaria que el mismo Pence pidió públicamente que sea levantada.

El mecanismo de radicalización acusatoria se repite: Alberto Fernández es señalado de encarnar una amenaza de una gravedad extrema, estar al frente de un gobierno sobre-ideologizado que busca ir por todo el poder y hará que las empresas privadas se retiren del país. Algo parecido sucede en el caso de la coalición de gobierno PSOE-Podemos en España, acusados de castro-chavistas y comunistas.

Se trata de una operación similar y adaptada a cada caso. Las casualidades no suelen existir: estas derechas están relacionados de varias maneras, como a través de la Fundación Internacional para la Libertad, el think tank Atlas Network, u operadores de intentos de internacionales de derecha, como el acusado por estafa y robo, Steve Bannon. Existen estrategias de comunicación política comunes.

El dispositivo acusatorio –como gritar “Venezuela” ante cada medida– tiene varios efectos. Uno de ellos es un posible desplazamiento de las ideas: cualquier medida de regulación estatal, transformación democratizadora, impositiva, redistributiva, pasa a ser señalada de radical. El debate se desplaza: propuestas de centro aparecen como de izquierda intransigente, y las de izquierda –¿nacionalizar es de izquierda?– quedan acorraladas o borradas.

Se trata de un sistema de presión constante en una época de desarrollo de ideas y sentidos comunes neoliberales. Existe un avance de derechas en varios países y, tal vez más peligroso aún, un proceso que el filósofo francés, Bernard Stiegler –fallecido recientemente– analizó como “extrema derechización de la sociedad”, es decir de progresivo avance de esas ideas en la sociedad, que luego pueden tener su correlato en votos o no.

Stiegler, marcado en su análisis por el avance de las ideas del Frente Nacional, centra su análisis en Francia, Europa, Estados Unidos, los efectos económicos de la revolución conservadora y los derroteros de las izquierdas. Sin embargo, como bien señala Jorge Alemán, Europa –y mucho menos Estados Unidos– lleva décadas sin procesos transformadores, parciales, reformistas, nacionales y populares. Y gran parte del pensamiento europeo peca de eurocentrismo, punto desde el cual proyectan sus conclusiones.

La situación en América Latina es otra. Los últimos veinticinco años mostraron un caudal de experiencias populares y gubernamentales únicas: desde la emergencia de organizaciones como el Movimiento Sin Tierra en Brasil, hasta los gobiernos populares en Venezuela, Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia, Ecuador y más recientemente México. El continente lleva más de un cuarto de siglo con ensayos, novedades y experiencias transformadoras.

Es nuevamente acá donde el año pasado se asistió a levantamientos contra el neoliberalismo: Chile, Ecuador, Haití, Colombia, y el voto masivo que derrotó al macrismo, un proyecto que había nacido como alumno modelo y que, como declaró Mauricio Claver-Carone –ahora nominado a la presidencia del Banco Interamericano de Desarrollo y cuestionado por muchos– Estados Unidos apostó a sostener con el préstamo del Fondo Monetario Internacional.

Difícilmente pueda hablarse entonces en América Latina de una derechización de las ideas como en Europa. El dispositivo acusatorio forma parte, en el caso de Argentina, del intento de no retroceder en una acumulación y concentración desmedida de riquezas y poder. Se trata de un mecanismo de chantaje que falsea percepciones: la capacidad mediática del Grupo Clarín y la amplificación de sus movilizaciones puede llevar a pensar que se trata de una mayoría cuando no lo es.

Esa clave de asedio permanente se enmarca en un tiempo continental: las derechas avanzan en su intento de recuperar terreno perdido e impedir todo regreso o consolidación de proyectos nacionales y populares. En ese escenario se enmarcan los procesos de lawfare, intentos de proscripción de dirigentes y partidos, el golpe de Estado en Bolivia o el bloqueo económico sobre Venezuela.

Las derechas no son abstractas. Responden a agendas económicas y geopolíticas: la acumulación de riquezas, el avance de las transnacionales –como las de la comunicación–, demandan Estados débiles, gobiernos sin agendas propias, mucho menos proyectando su política internacional en parte dentro de un bloque que amenaza la hegemonía estadounidense en retroceso. Regular ya es demasiado, estatizar o nacionalizar un crimen.

El dispositivo de desgaste –alterna operaciones mediáticas, miedo y movilizaciones– exige retroceder, mantener un estatus quo que impide construir respuestas a la crisis. Una de las lecciones de los años recientes en el continente es que ceder a las demandas de los grandes grupos económicos y sus voceros políticos no detiene los asedios y, puede, al contrario, debilitar la capacidad para enfrentarlos. Y esas capacidades, en el caso de Argentina, son grandes. Se expresarán en las calles cuando llegue la hora.

Fuente: Página 12

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