Argentina. Día del Trabajo Doméstico: cuidar en tiempos de pandemia

Por Florencia Trentini, Resumen Latinoamericano, 23 de julio de 2020.

Cada 22 de julio se celebra el Día Internacional del Trabajo Doméstico, establecido durante el Segundo Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe realizado en Lima en 1983. Este año se da en un contexto donde las tareas de cuidado cobraron una especial centralidad, obligándonos a (re)pensar el conflicto capital-vida.

De acuerdo con el Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el trabajo doméstico es el realizado en un hogar u hogares, y quienes lo llevan a cabo lo hacen en el marco de una relación laboral. Se define entonces por el lugar de trabajo: un hogar privado en el que se prestan tareas y servicios de cuidado tanto de la casa como de las personas que allí habitan. Esta definición no contempla el trabajo doméstico que se realiza en hogares familiares, por fuera de una relación laboral.

El pensamiento ortodoxo asociado a la economía neoclásica ha sedimentado la fuerte relación entre economía-actividades mercantiles-producción de riqueza, poniendo el foco en la reproducción del capital, invisibilizando la reproducción de la vida. En este proceso ciertos actores (y actrices) fueron históricamente invisibilizados al momento de pensar la Economía con mayúsculas.

Así el concepto de trabajo se cristalizó como sinónimo de trabajo asalariado o empleo, separando de forma tajante el ámbito laboral del ámbito familiar, escindiendo lo público de lo privado. El trabajo doméstico quedó relegado al mundo del hogar, oculto, en un ámbito no pensado como económico. Por esto nos acostumbramos a repetir: “Mi mamá no trabaja, es ama de casa”. Y aun hoy muchas mujeres que salen de sus casas a “trabajar” sostienen que eso que hacen es una “ayuda” y no un trabajo, mientras en paralelo los hombres “ayudan” en la casa levantando la mesa.

“Trabajo”, “ayuda”, “ingreso”, “renta”, “salario”, “cuidado” no son conceptos libres de cargas fuertemente hegemónicas, son construcciones de sentido que instantáneamente asociamos a determinadas prácticas y determinades sujetes. Sus significados son también fuertemente asimétricos. Así aprendemos desde niñes que hay ciertas tareas por las que mereceremos recibir dinero y derechos y otras, generalmente las asociadas al cuidado, serán una “vocación” (dícese de una llamada o inspiración procedente de Dios para llevar una forma de vida o una inclinación que sentimos en nuestro interior para dedicarnos a algo) y será mal visto exigir derechos o una remuneración económica por realizarlas.

Sin embargo, en los últimos años, desde la economía popular y el movimiento feminista los grandes castillos inexpugnables de “la Economía”, “el Trabajo”, “el Salario” comenzaron a ser disputados. La “Economía Popular”, “el Salario Social Complementario”, “la Economía Feminista”, el “Trabajo de Cuidados” vendrán a usar esos conceptos para resignificarlos, convertirlos en arenas de disputa, porque las palabras también señalan relaciones y poderes materiales, sociales, económicos y políticos. Por eso no es lo mismo recibir un salario que un ingreso, aunque ambos sean dinero.

En el caso de “trabajo doméstico”, durante las décadas de 1970 y 1980, a partir del movimiento feminista y la reivindicación por los derechos de las mujeres, empezó a ser tomado en cuenta desde una dimensión objetiva: bienes, servicios, vestimenta, alimentos. Pero a partir del Siglo XXI, su carácter subjetivo vinculado a la dimensión de los cuidados fue puesto sobre la mesa para remarcar su centralidad en el proceso de reproducción del capital.

En este marco, los planteos de la economía feminista y los estudios de género evidenciaron la dificultad de separar la producción de la reproducción, lo privado de lo público y la casa del trabajo al momento de pensar la economía (o las economías). En los últimos años tanto la economía de los cuidados como los planteos del buen vivir han trastocado “lo obvio” en materia de relaciones económicas y desafiado las estructuras de un sistema fuertemente capitalista, colonialista, heteropatriarcal y también destructor del medio ambiente. Un sistema que actualmente funciona derivando la responsabilidad de sostener la vida a las esferas invisibilizadas del trabajo doméstico.

Cuidar a las que cuidan

Desde chiquitas, mientras hermanos, primos y compañeritos de colegio juegan al fútbol, manejan autitos, o son superhéroes, a las mujeres nos acostumbraron a cuidar muñecas, jugar a la casita, tener changuitos de plástico, bolsitas de mandados en miniatura, escobitas, tablitas de planchar, todas las versiones tamaño niñas de lo que se necesita para hacerse cargo de la casa. Nos dicen desde entonces que esas son nuestras tareas, y a la inversa, los varones aprenden que no son las suyas. De hecho, cuantas abuelas se siguen indignando si su nieto juega con un bebé o agarra una escoba.

En este proceso (sumamente social) se va naturalizando la capacidad de las mujeres para cuidar, se nos va haciendo responsables del cuidado y nosotras nos vamos sintiendo responsables de los mismos, y terminamos sintiendo culpa hasta por no ofrecer un café. Algunas tenemos la suerte de poder tercerizar esas tareas, y que otras ofrezcan el café por nosotras. Pero para los sectores populares, en los que esta posibilidad casi no existe, son las políticas públicas las que pueden garantizar derechos que mitiguen –al menos en parte- la desigualdad.

El contexto de pandemia amplió muchas de estas desigualdades. En el aislamiento, sin escuelas y espacios de cuidado de niñes la carga de trabajo doméstico no remunerado fue en aumento, y en muchos casos a las tareas habituales se sumó la de ser docentes de sus hijes en casa. Asimismo, gran parte de los trabajos denominados esenciales son tareas feminizadas. Y a esto debemos sumarle el trabajo comunitario fundamental que las mujeres llevan adelante en las ollas y comedores para combatir el hambre en el marco de la crisis económica profundizada por la cuarentena.

Frente a esta situación, se comenzaron a implementar políticas que permitieran achicar –al menos un poco- la brecha de género. El informe Políticas públicas y perspectiva de género elaborado por la Dirección de Economía, Igualdad y Género a cargo de Mercedes D´Alessandro muestra que el 55,7% de quienes accedieron al Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) son mujeres, y esto no es una casualidad, sino que se debe a un diseño de la política con perspectiva de género, que entre otras cosas planteó la necesidad de incluir a las trabajadoras de casas particulares, debido a que ésta es la principal ocupación de las mujeres en Argentina.

El 93,6% de las personas que trabajan en el sector doméstico son mujeres, y el 76% no percibe descuento jubilatorio, ni todos los otros beneficios que sí tienen las personas con trabajos formales (licencias, vacaciones, aguinaldo). Este es uno de los sectores que presenta mayores niveles de informalidad, con uno de los salarios más bajos del mercado de trabajo. En el marco del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO) la mayoría de estas trabajadoras no pudo seguir asistiendo a su lugar de trabajo, y por eso se pensó especialmente su inclusión dentro del IFE.

En función de estos datos es que el informe sostiene que un efecto no explícito de esta política podría ser el reconocimiento de las tareas domésticas y de cuidado no remuneradas.

La sostenibilidad de la(s) vida(s)

Como se viene repitiendo, la pandemia no generó las desigualdades, sino que las expuso y potenció. Hoy ya nadie puede discutir que estamos enfrentando una crisis civilizatoria sin precedentes. 500 años de capitalismo han generado un sistema que no es sostenible para la mayoría de la población del planeta que vive cada vez una mayor crisis económica, más austeridad, y tiene menos trabajo. Tampoco lo es para el planeta, cada vez más saqueado y devastado por la codicia humana.

La pandemia evidenció crudamente el conflicto entre los procesos de acumulación del capital y los procesos de sostenibilidad de la vida (humana y del planeta), pero también mostró a quienes sostienen esas vidas. Mostró cómo las redes de cuidado colectivas eran más necesarias que las individualidades egoístas que se mueven pensando en su conveniencia (generalmente a costa de otras vidas humanas y del planeta). Como sostiene Amaia Pérez Orozco, “si alguna vez pretendió maquillarse, el conflicto con la vida hoy es impúdico, por eso la subversión ha de ser desde la vida común. Porque vivas nos queremos”.

Pensar el mundo que nos espera post pandemia es un ejercicio de extrema incertidumbre. Sin embargo, existen cuestiones que sin duda serán parte de nuestra nueva normalidad. Una de ellas será la de haber evidenciado que nuestras vidas no necesitan al capital, como el capital sí necesita del cuidado de la vida que miles de compañeras llevan adelante diariamente. Cuando la crisis golpeó más fuerte fueron ellas, en cada barrio y en cada olla, las que sostuvieron la vida.

Entonces, a partir de las discusiones el feminismo sostiene y colectiviza, una pregunta obligada en el mundo post pandemia será: ¿cuáles son las vidas que queremos sostener? ¿Cuál es la vida que merece ser vivida? ¿Si esos trabajos son tan esenciales que sostienen la vida, por qué no se recibe un salario digno y derechos laborales por realizarlos? Y más aún debemos pensar cómo lejos de los ámbitos domésticos y privados, ese trabajo es común y comunitario, porque se construye y sostiene en las redes que hemos logrado construir, y que está ahí para contenernos cuando todo lo demás está en crisis.

Fuente: Diario Femenino

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