Colombia. Acuerdo de Paz. Jairo Estrada Álvarez: “Desconocer protocolos equivale a cerrar la puerta y tirar la llave de los apoyos internacionales”

Por Dianet Doimeadios Guerrero. Resumen Latinoamericano, 26 de junio de 2020.

Jairo Estrada Álvarez es economista, politólogo, director de la Revista Izquierda y reconocido profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia. Dicen que no hay mejor entrevistado que él para explicar el estado actual de la implementación del Acuerdo de Paz firmado por el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia– Ejército del Pueblo (FARC-EP).

Recientemente, el Centro de Pensamiento y Diálogo Político (CEPDIPO), del cual Jairo Estrada es director académico, publicó el informe Claves analíticas sobre el estado actual de la implementación. Las 72 páginas del valioso documento contribuyen “a una mejor comprensión de las tendencias más recientes de la implementación del Acuerdo”, y dejan al descubierto los factores y las fuerzas que asedian lo suscrito –con balas transformadas en “balígrafos”– el 26 de septiembre de 2016, en Cartagena de Indias.

Ante tal análisis, “con un sustento científico y académico tan serio” de este proceso histórico, necesario y muy complejo, Cubadebate conversó con el “profe” colombiano, delegado del partido FARC ante la Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación a la Implementación (CSIVI), y uno de los seis integrantes de Voces de Paz, el movimiento que representó (con voz pero sin voto) los intereses de las FARC en el trámite legislativo para la implementación del Acuerdo de Paz. Sus respuestas fueron de “grueso calibre”.

–Profesor, ¿cómo marcha la implementación del Acuerdo y cuál ha sido la actitud del actual Gobierno de Iván Duque ante el proceso de paz?

En la medida en que se considere que la firma del Acuerdo de Paz no representó ni mucho menos el “fin del conflicto”, sino su continuidad por la vía esencialmente política, se comprende que el proceso de implementación es un campo en disputa, cuya trayectoria está marcada por la correlación social y política de fuerzas. Desde luego, bajo el entendido que un acuerdo es un tratado que obliga a las partes y que –para el caso del suscrito con las FARC-EP– se fundamenta en el aserto contenido en el punto 6.1., que dice expresamente que “el Gobierno nacional será el responsable de la implementación de los acuerdos alcanzados en el proceso de conversaciones de Paz”.

La guerrilla cumplió con dejar las armas e iniciar un proceso de reincorporación, y ha cumplido en un todo con lo que se comprometió. Luego de un impulso inicial durante el gobierno de Juan Manuel Santos, en el que hubo importantes desarrollos normativos, y se pusieron en marcha medidas y acciones propias de la implementación, aunque también incumplimientos y alteraciones de lo convenido por las partes, inició en agosto de 2018 el mandato presidencial de Iván Duque Márquez.

Acercándose los dos primeros años de ese gobierno, los desarrollos posteriores han sido magros; no es evidente el compromiso e incluso la intención de cumplir, así el discurso y la retórica gubernamental afirmen de manera reiterada lo contrario. No es una postura caprichosa. El simple ejercicio de contraste entre lo que se pactó y lo que está ocurriendo lleva en cualquier análisis riguroso y sensato a esa conclusión. No es un secreto que la fuerza política de derecha que le da sustento al gobierno, anunció en su momento que uno de sus propósitos principales consistía en “hacer trizas” los acuerdos; tampoco lo son, los reiterados intentos por promover una revisión sustancial de lo pactado. Más recientemente se ha “modulado” el lenguaje por parte funcionarios del alto gobierno que hablan de “modificaciones”; aunque se mantiene el lenguaje incendiario y guerrerista de los congresistas del partido del Presidente de la República. El propósito sigue siendo el mismo. Para la derecha más extrema que hoy gobierna en Colombia, el Acuerdo de Paz es un conjunto de concesiones innecesarias, que de implementarse en los términos en los que fueron pactadas, afectaría las condiciones generales de la dominación de clase y los fundamentos del orden social vigente. Ella expresa un rasgo histórico de las élites colombianas: la resistencia a la reforma, el “miedo al pueblo”, como lo han sentenciado los historiadores.

Pero debe decirse que ese propósito, que a mi juicio es representativo de lo que pudiera llamarse un “voluntarismo de derecha”, no ha podido prosperar porque el gobierno actual no tiene la fuerza política para lograrlo. Entre tanto, hay una mayor aprehensión social del Acuerdo, como se evidenció en el paro nacional del 21N de 2019 y en la magníficas movilizaciones de las semanas subsiguientes; se aprecia un sector importante del Congreso de la República que no tiene la disposición de retrotraer lo avanzado, así no logre tampoco generar nuevos impulsos a la implementación; son crecientes las voces desde la Colombia profunda, las que viven cotidianamente la violencia, que claman por la implementación territorial. A lo cual se agrega la muy significativa atención de la comunidad internacional. Así es que el momento es de intensa disputa, de la relativa indefinición respecto de la trayectoria. Al final, en lo concreto, se trata de un momento particular de la escenificación de las luchas sociales y de clase. Para caracterizar la situación que estamos viviendo acostumbro a citar esa sentencia de Gramsci: “lo viejo no acaba de morir, lo nuevo no acaba de nacer; y en ese claroscuro aparecen los monstruos”. Estamos enfrentando los monstruos, movidos por el aserto también gramsciano: “El pesimismo es un asunto de la inteligencia; el optimismo, de la voluntad”.

–¿Qué argumentos tienen para afirmar que existe una “continuidad de la política de simulación” en la implementación del Acuerdo? ¿Podría realizar un resumen de las esencias de los incumplimientos y las modificaciones?

Nuestra tesis consiste en afirmar que en la medida en que se advirtió la imposibilidad política de “hacer trizas” los acuerdos, el Gobierno nacional optó por lo que hemos llamado una política de la simulación. Nuestra lengua enseña que simular es “representar una cosa fingiendo o imitando lo que no es”. El verbo es contundente. Amparándose en una particular y muy parcial interpretación de la jurisprudencia de la Corte Constitucional, el Gobierno viene afirmando que su “margen de interpretación” del Acuerdo de Paz estaría condensado en la “política de estabilización Paz con Legalidad”. Olvidó –desde luego no por descuido– que la Corte Constitucional ha señalado también que los desarrollos del Acuerdo deben ajustarse a su espíritu y letra. La comparación entre esa política y lo contenido en el Acuerdo, además de mostrar enorme distancia frente a la pactado, evidencia el propósito de subordinar en forma amañada lo establecido en el Acuerdo a la política general del gobierno, que no se caracteriza precisamente por tener en la agenda el propósito mayor de abrir los caminos para la construcción de la paz. Dejando de lado que el Acuerdo representa una realidad histórica y política con la que tienen que lidiar por lo menos este y los siguientes dos gobiernos.

Ahí hay una “diferencia de origen” que sirve de sustento a la valoración sobre el estado actual de la implementación, que hemos calificado como precario y crítico. Los temas gruesos no han tenido nuevos desarrollos: La reforma rural integral se encuentra estancada y pospuesta; la apertura democrática y la participación política está en el “congelador”; hay una reversión en los avances obtenidos frente al tratamiento integral para enfrentar el “problema de la drogas ilícitas” al propiciarse el retorno a la fracasada “guerra contra la drogas”; el proceso de reincorporación guerrillera no tiene un sustento que permita evidenciar una “normalización” en el mediano y largo plazo de la vida de quienes estuvieron alzados en armas. Los mayores avances se han apreciado en el “sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición”, sometido a distorsiones en su concepción de origen, que en lo esencial expresan el miedo de las clases dominantes a las verdades sobre sus responsabilidades en la guerra y la pretensión de producir un juzgamiento de la condición noble de la rebelión armada, desde luego sin desconocer la afectaciones y excesos sufridos por la población. Nuestra ética incorpora el reconocimiento de nuestras responsabilidades y el consecuente pedido de perdón en los casos que son debidos.

Las expresiones más específicas de la simulación se encuentran actualmente en que estamos frente a la insólita situación de que políticas, medidas y acciones que consuetudinariamente son obligaciones constitucionales y legales del Estado en general, y del gobierno en particular (desde antes de la firma del Acuerdo de Paz), están siendo presentadas como ejecutorias de la implementación. A lo que se agrega que no ha sido posible identificar la trazabilidad de los compromisos asumidos por el Estado en materia de financiación de la implementación. Desde nuestra perspectiva advertimos que se asiste más bien a un proceso de desfinanciación.

–Hasta el 31 de mayo de 2020, el número de firmantes asesinados del Acuerdo de Paz ascendía a 199, ¿existe alguna garantía de seguridad hoy en Colombia capaz de preservar la vida de los firmantes del Acuerdo de Paz y los líderes sociales?

No es sólo el número de asesinados, que según los últimos registros asciende a 212. También están matando familiares, en cifra que supera los 40. Se han tenido desapariciones y continuas amenazas. Más recientemente se han observado procesos de desplazamiento forzado en diferentes lugares en los que se adelantan los procesos de reincorporación. Todo ello en un contexto de violencia exacerbada en los territorios, que afecta a las comunidades campesinas y los pueblos étnicos, una de cuyas expresiones es la matanza de hombres y mujeres, líderes sociales. Un Acuerdo de Paz no se firma para que quienes de buena fe dejaron las armas y confiaron en que se les garantizarían sus vidas, sean sometidos al exterminio sistemático. Más allá de las investigaciones criminales que dicen adelantarse para la identificación de los perpetradores directos –en todo caso en medio de la más grosera impunidad–, la pregunta fuerte es acerca de la responsabilidad del Estado y particularmente del gobierno frente a esta situación. No hay disculpa ni pretexto que valga.

Uno de los propósitos centrales del Acuerdo consiste en enfrentar las causas generadoras de la violencia, en general, y de la violencia política, en particular. En ese aspecto, se previeron específicamente, por una parte, las ya comentadas políticas de la reforma rural integral, de la apertura democrática y la participación política, las orientadas a la solución del problema de las drogas ilícitas, y las contentivas del reconocimiento y materialización de las víctimas del conflicto, que incluyeron en lo esencial el compromiso del esclarecimiento de la verdad y una justicia especial. Y por la otra, un verdadero sistema de garantías de seguridad. Todo ello, con un particular énfasis en los territorios. El estado crítico de la implementación es una de las causas de la situación de violencia que se vive actualmente en Colombia. No ha sido posible avanzar en transformaciones sustanciales de la vida y la economía en los territorios, y en eso le cabe una responsabilidad inmensa al gobierno actual.

Junto con ello, debe señalarse que en el Punto 3.4. del Acuerdo se previó un sistema de garantías de seguridad, que debía acompañarse de la “lucha contra las organizaciones y conductas criminales responsables de homicidios y masacres, que atentan contra defensore/as de derechos humanos, movimientos sociales o políticos o que amenacen o atenten contra las personas que participen en la implementación de los acuerdos y la construcción de la paz, incluyendo las organizaciones criminales que hayan sido denominadas como sucesoras del paramilitarismo”. En el diseño se ese sistema se registraron importantes desarrollos normativos. Pero la realidad que hemos vivido durante este gobierno, es que la materialización de lo pactado se encuentra distante de ser un hecho. Las cifras de la violencia política hablan por sí solas.

Las FARC-EP tenían claro que la construcción de la paz comprendía una conjunción de políticas para la superación de las “causas estructurales” de la violencia con medidas y acciones contundentes para el desmonte de estructuras criminales complejas con brazos mercenarios paramilitares, que históricamente han servido para la reproducción del orden social vigente mediante el ejercicio de la violencia. El “negacionismo” frente a esa realidad, constituye un factor explicativo de la persistencia del fenómeno. También el “reduccionismo”, es decir, la pretensión de explicar la violencia en los territorios como una simple deriva de las llamadas economías ilegales. En este punto es preciso advertir que para nosotros, tales economías son representativas de un tipo especial de relaciones capitalistas de producción, inmersas en dinámicas transnacionales. Y que los hombres y mujeres del común y las comunidades rurales que pueden estar involucradas en ellas, como cultivadores y cultivadoras de hoja de coca, lo hacen por razones de supervivencia socioeconómica, en calidad del eslabón más débil que en absoluto se lucra del negocio. Es bien sabido, que lo grueso de ese negocio corporativo transnacional se encuentra en las esferas de la circulación, la distribución y el consumo.

La política del gobierno en ese sentido está llamada a acentuar la violencia y la guerra contra las comunidades rurales. Los pasos que estábamos dando superar la página de la doctrina de la “seguridad nacional” y del “enemigo interno”, se han visto por ahora truncados por un entendimiento de la violencia que nos devuelve en la comprensión común que se había construido en La Habana para superarla. Los que estamos viviendo es la tendencia a la militarización de los territorios, a la estigmatización, criminalización y represión violenta de las comunidades rurales. Presentándose una (aparente) paradoja. Allí donde hay más presencia y ocupación militar del Estado es donde se están presentando los mayores hechos de violencia política.

A este cuadro, se le agrega un hecho que nos genera máxima alerta y preocupación. Han llegado a Colombia fuerzas especiales de la Brigada de Asistencia Fuerza de Seguridad– SFAB, con el fin de “asesorar” en operaciones de la “guerra contra las drogas” en territorios conocidos como “Zonas Futuro”, que coinciden con territorios de la implementación del Acuerdo, y que en dos casos (El Catutumbo y Arauca) son fronterizos con Venezuela. La afrenta contra el Acuerdo de Paz es más que notoria. La amenaza frente a la paz regional es indiscutible.

* Fuente: Cubadebate

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