Argentina. Aramburazo 50 años: Los demonios y el aquietamiento de la democracia

Por Lucas Rubinich, Resumen Latinoamericano /Grandes Alamedas / 29 mayo 2020

foto: comandante de Montoneros, Mario Eduardo Firmenich

“en lo local, con tal de que las cosas vayan un poquito mejor, algún milímetro (quizá sea la política del terror esa) yo estoy más que conforme.”, Tomás Abraham, (en Marin, 1987)
I

Argentina es un caso muy particular en relación a los procesamientos culturales de las oleadas de cambio revolucionario que se produjeron en distintos lugares del planeta, pero que adquirieron una fuerza considerable en distintos países de América latina durante la larga década del sesenta. En lo que hace al cono sur en todos los casos estas experiencias, que habían llegado al grado más alto de cuestionamiento del orden que es alzarse en armas contra él, habían sido derrotadas militarmente por los ejércitos nacionales, en ocasiones colaborando entre ellos orgánicamente, y siempre con distintos niveles de acompañamiento de EEUU. La diferencia es que los gobiernos dictatoriales de Uruguay, Chile y Brasil, siguieron contando en algunos casos con alto grado de aceptación en relación a lo actuado durante la que llamaron guerra contra la insurgencia, y en todos los casos sin fuertes cuestionamientos morales y políticos que hayan habilitado acciones jurídicas contra esa actuación. Las formas de esa guerra, desarrolladas por el ejército francés en la guerra de Argelia, y promovidas y enseñadas por la escuela militar imperial en la que se formaban oficiales latinoamericanos, eran relativamente nuevas e incluían definiciones de enemigo que decididamente no se agotaban en el combatiente armado. Hoy son conocidas públicamente, y se sabe entonces que incluían la existencia de campos de concentración clandestinos, el secuestro ilegal, la tortura, y diversas formas de humillación de los revolucionarios civiles capturados y su familia, sumado a la forma brutal de abolición del pasado suplantando la identidad de sus niños nacidos en cautiverio. En el caso argentino, quizás por el desprestigio de las FFAA armadas en circunstancias de la derrota en la guerra de Malvinas, pero sobre todo por la lucha persistente e inclaudicable de las madres de Plaza de Mayo, que se constituyeron en referencia mundial de resistencia ejemplar ante la barbarie, se construyó un sentimiento colectivo que rechazó contundentemente esa barbarie, y habilitó el juicio a las juntas militares que condujeron la que llamaron guerra contrainsurgente.

Las democracias aquietadas en sus cuestionamientos al orden estructural nacían de las derrotas de las oleadas revolucionarias y del terror que infundieron los procedimientos que le dieron el triunfo a los sectores económicamente dominantes y a sus fuerzas armadas. La especificidad argentina es que, debido a esa ejemplar lucha contra la barbarie, los sectores dominantes, deben desprenderse de las fuerzas armadas que defendieron y consolidaron sus posiciones, y entregarlas a ese juicio que será simbólicamente relevante, y entonces política y culturalmente relevante. Y es fundamentalmente por eso que en ese contexto se producirá una lucha cultural de gran significación. La democracia habilitando aquietada-sin capacidad de cuestionamiento de los pilares estructurales de un orden que seguiría siendo opresivo-, las libertades individuales. Estas libertades deseadas y festejadas colectivamente- y en ella las luchas por los derechos humanos-, debían encontrar límites que impidieran el resurgimiento de cuestionamientos a esos pilares estructurales. Y allí entonces, producto mismo de la derrota, la necesidad implícita, intuida por distintos sectores del mundo político cultural y económico, de demonizar a los revolucionarios vencidos. Porque no hay verdadero triunfo sin la derrota moral del enemigo.  La nueva democracia aquietada frente a la posibilidad de cuestionar en términos estructurales el orden que seguiría produciendo desigualdades, debía, para continuar su desempeño con una libertad civil disfrutada y añorada , evitar que esas libertades habilitaran nuevamente el cuestionamiento denso del orden que habían reivindicado los revolucionarios derrotados. Para ello se hacía imprescindible intentar una operación simbólica de igualación entre los revolucionarios y las fuerzas armadas que, entre tanto, condenadas en juicio oral y público, reforzaban un sentimiento societal de rechazo a lo actuado por ellas.

La operación de igualación entonces, no se trataba de una tarea simple en términos políticos ya que por más crueles que para un sentido común conformado en una sociedad de amplios momentos de paz, fueran las acciones de las organizaciones revolucionarias, eran las que se derivaban de la confrontación de una fuerza insurreccional contra los mundos del poder, y no era extraño que produjese afinidades electivas con el sentimiento igualitario argentino. Por el contrario, lo que se mostraba en los juicios, para ese sentido común de una sociedad con un proceso de casi cien años de integración como la argentina, podía, sin esfuerzo, ser asociado a la barbarie. Por ello, aunque no se tratase de una reflexión consciente y discutida como resultado de algún tipo de plan, la sensación de franjas significativas del campo académico y cultural, del mundo sindical, de la mayoría de los dirigentes de los grandes partidos que pasarían a ocupar un rol protagónico, de distintos referentes del mundo empresarial nacionales e internacionales con actividad en el país, y también de distintos sectores y agencias del gobierno norteamericano, era que sería bueno encontrar las formas para evitar la reivindicación  no fetichizada de la efervescencia de la larga década del sesenta en tanto cuestionadora del orden. Alguien cercano a los servicios de inteligencia y que circulaba por los pasillos de la embajada norteamericana, quiso tranquilizar a una mesa de empresarios afirmando que paradójicamente la mostración justiciera del horror bastaba para inhibir nuevas rebeldías, y cuentan que alguno de ellos imbuido de la nueva fe democrática se molestó, acaso por la vulgaridad que implicaba la crudeza de esos dichos  en ese contexto en que precisamente el horror  de los campos hecho público estremecía a amplios sectores de la sociedad, también ahora a ellos, que habían apoyado y promovido los procedimientos necesarios sin ensuciarse las manos.

 De todos modos, más que de las voluntades individuales sin empatía con las mayorías sociales, las respuestas surgen de los climas colectivos produciendo visiones “espontáneas”. Y por distintos motivos, sectores relevantes de las elites culturales y académicas, principalmente aquellos que habían simpatizado con las rebeliones que no ocurrían en el propio territorio y cuando esta cobró fuerza en él se distanciaron, cumplieron un papel relevante en la construcción de la nueva esperanza de la democracia aquietada. Y de allí surgió el producto simbólico que condensaría los elementos de construcción del verdadero enemigo demoníaco. Se trataba de-valga la paradoja- una cultura casi esencial, que aglutinaba los distintos males que portarían en su cultura todos los movimientos insurreccionales bajo la forma del culto de la violencia, sacralización de la muerte. El instrumento, un libro que más allá de las intenciones y voluntad del autor, con el correr de los años y el aquietamiento de las pasiones generadas por dolores y miedos, quizás, como sentenciaba un viejo sociólogo, pueda ser calificado como un libro infame, se convertiría en el recurso más eficiente que, entrelazado con el relato hecho público de los horrores de los campos de concentración clandestinos, generaría un poderoso sentido común que fijaría límites a los cuestionamientos del orden y que se constituiría en un verdadero pilar de la democracia aquietada.

La operación simbólica es, en fin, un verdadero exorcismo invertido en el que a través de la destreza y el conocimiento de la cultura del demonio-angel caído, de quien lo realiza, no se erradica sino que se crea una verdadera fuerza maligna superior que, en la perspectiva del exorcista y el colectivo potencial a quien ofrece su ritual, tendrá el papel benévolo de convertirse en imprescindible para conjurar sentimientos heréticos y así trazar claramente las líneas,  los límites del orden renacido que no deben violarse

II

Como dice un escritor argentino famoso, no se falta a la verdad cuando se dice que se ha leído un libro clásico para una sociedad, aunque se lo desconozca, porque este ha producido murmullos, sentencias, anécdotas que esa sociedad actualiza cotidianamente. Porque, en fin, forma parte de su cultura. Los mismo se podría decir, si se acota a un tiempo y a un espacio social determinado, de un libro como “Montoneros la soberbia armada”, de Pablo Giussani (Giusanni, 1987), que es precisamente el objeto cultural que expresa el ritual del exorcismo invertido. Y no precisamente porque se trate de un clásico, sino porque se convirtió en un poderoso productor de sentidos comunes  que se asentaron en amplios sectores de las clases medias relativamente cultas de la sociedad argentina, y  que fueron reavivados por difusores de distinta condición  que en algunos casos se devinieron en epígonos con distintas credenciales culturales: desde  un par de agentes prestigiados del mundo cultural y académico, hasta algún viejo pensador que atormentado por la tragedia y por su posible lugar de mínimo constructor en ella se reencontró con una renacida tradición humanista, hasta el periodista oportunista que por reflejos educados en un sensacionalismo políticamente correcto fue a buscar el gérmen del demonio en el fusilamiento por parte de sus compañeros de un guerrillero del Ejército Guerrillero del pueblo promovido por Ernesto Guevara  en el monte salteño en 1963.

El núcleo de este sentido común posee una gran fuerza descalificatoria. Porque en realidad la clásica crítica de cuestionamiento de los medios que se utilizan para alcanzar fines benévolos, deja a los protagonistas en la posibilidad de ser jóvenes confundidos por el fluir de un momento pasional, en el lugar de bien intencionados equivocados. En el papel de aquellos que compelidos por lograr un bien se arrebatan y toman caminos erróneos para llegar a él. En ese caso, la posibilidad de resarcirlos está a mano porque la abundante experiencia histórica permite mostrar caminos por lo menos similares que cuentan con alto grado de legitimación. En los mismos años en que se comenzaba a leer el libro de Giusanni, la universidad de Buenos Aires creaba una instancia por la que debían atravesar los estudiantes de todas las carreras de grado llamada Ciclo básico común, y se convertiría, por el espacio en sí, pero además por las expectativas que generaba la reabierta universidad democrática, en punto privilegiado de difusión de visiones del mundo. Allí miles de estudiantes de una universidad masiva, se enfrentaban a una formación que confluiría en lo específico de su carrera, pero también a lo que se podría llamar formación ciudadana.  Entonces los estudiantes podían encontrarse con la cátedra de Problemas filosóficos, a cargo del profesor Tomas Abraham que con gran popularidad entre los estudiantes expresaba el espíritu de los tiempos. Un espíritu libertario que levantaba como ícono la figura de Michel Foucault, que celebraba la libertad del individuo contra las instituciones sociales que lo sojuzgaban ( y allí el Estado, los sindicatos, los partidos, la familia, y quizás también los sistemas educativos y de salud) expandiendo sensibilidades que veían a las formas arcaicas de las izquierdas como elementos que conducían irremediablemente a la tentación totalitaria. También ese mismo ámbito habilitaba, remitiendo a hechos no contemporáneos, la legitimación de viejas formas de luchas insurreccionales. La cátedra Estado y sociedad, a cargo del sociólogo Torcuato Di Tella, portador de una identidad política moderada, había adoptado una forma en la que se analizaban hechos y personajes de las luchas por la emancipación en América latina. La experiencia educativa de Simón Bolivar de la mano de su maestro Simón Rodriguez que lo convertiría en un revolucionario, convivía con la lucha doblemente emancipatoria de Toussaint-Louverture en Haití. Algunas de las herramientas centrales para acercarse a esos hechos podían ser las miradas dependentistas y anticoloniales como la del gran sociólogo peruano Anibal Quijano, contemporáneo a Di Tella. En este contexto y con estas lecturas, no resulta irreal imaginar que los estudiantes que se apropiaban vitalmente de esas herramientas y de la propuesta pedagógica del profesor Di Tella- y quizás el mismo profesor Di Tella- pudiesen relacionarlas con las experiencias insurreccionales de los años sesenta setenta, y aun mirarlas con alguna simpatía, si el cuestionamiento a ellas estuviese sostenido en la discusión medios fines, y la crítica dirigida a la equivocación de los medios. Probablemente y sensibilizados por las acciones y consecuencias de la guerra contrainseurgente, distintas franjas de la población podrían esbozar también algo parecido a esas simpatías, o al menos desplegar sentimientos de comprensión de sus acciones.

Por supuesto, una crítica de esas características, por más descalificadora que fuera en términos políticos, no habilitaba la demonización. Y por ello quizás creaba condiciones, obviamente no ya para reeditar esas acciones insurreccionales, pero si para actualizar con alguna legitimidad cultural miradas herederas de esas experiencias cuestionadoras de las formas estructurales de organización del sistema económico y del mundo social. No se trataba entonces de entablar un debate por más agresivo que este fuere, con los equivocados, lo que implicaba subirlos al estrado. La tarea debía consistir en aniquilarlos simbólicamente. La crítica, así planteadas las cosas, debía ser radical, decididamente destructiva.

Giusanni lo hace bien explícito cuando menciona el recuerdo de una conversación con Ernesto Sábato, “quién formuló a propósito del comportamiento montonero un juicio de rechazo planteado precisamente en términos de aversión a la idea de que el fin pudiera justificar los medios.” (Giusanni, 1987)” Le dije”, escibirá Giusanni, “que, a mi parecer, este juicio no se adecuaba a la naturaleza de la cosa juzgada, ya que en el caso de los montoneros estábamos en presencia de algo mucho más terrible: una conducta en la que el medio justifica el fin.” (Giusanni, 1987). Lo ejemplifica sosteniendo que “si se les dijese ( a los montoneros) que hay una vía pacífica posible al socialismo, el efecto de la demostración “ no habría sido el de alejarlos de la violencia, sino el de desprestigiar ante ellos al socialismo” y rematará: “ La conducta montonera, en este sentido, no se define por la elección de un medio “ malo” para alcanzar un fin “bueno”, sino por la idolatría del medio elegido” . En una sociedad hipersensibilizada por publicitación de la violencia desatada por los encargados de llevar adelante la guerra contrainsurgente que se llamó terrorismo de estado, y que precisa de recursos para enfrentarse a la mostración del horror, se le ofrece algo que parece tener un estatus superior a un grupo de profesionales de las armas descontrolados como las fuerzas armadas, que son la expresión de la violencia legítima del estado y que cumplida su función de restauración del orden y condenados los que cometieron actos condenables, sigue con su función de armas de la república. No hay esencialidades aquí. Hay momentos de salida del cauce y entonces hechos y sujetos condenables. El demonio construido, en cambio, parece ser una expresión pura de la violencia irracional. Se trata de idolatradores de la violencia que en cualquiera de sus acciones políticas tienen un camino marcado: todos terminan en la Camboya de Pol Pot. Y, por supuesto, que en términos de decoración del discurso, las citas más recurrentes y, desde ya el mismo título, refieren a una organización ligada al movimiento peronista porque logra más efecto en aquellos que el autor presupone como lectores más fácilmente conmovibles: distintas franjas del mundo cultural y académico- aunque no solamente ellos-, que solo esperan que se presente algún mínimo indicador que les permita confirmar la asociación peronismo facismo. Hay que reconocer, no obstante, que, sin tanta pompa ornamental, esta atribución por parte de Giusanni, se extiende a todos los movimientos guerrilleros desde Cuba en adelante.

El demonio superior terminará portando, al fin, una identidad facista casi esencial que será descrita por una cita de autoridad. La cita corresponde a un artículo de Umberto Eco en el diario La repubblica en 1981: “Hablo aquí de la muerte como un valor que se afirma por sí mismo….Me refiero a la muerte sentida como “urgente”, como fuente de júbilo, verdad, justicia, purificación, orgullo, sea la causa a otros, sea la causada a uno mismo”.[1] (Giusanni, 1987)

Lo relevante es que para explicar este facismo primitivo, claramente en la arbitrariedad de Giusanni, aunque se recurra a la historia, se trata centralmente del uso de nociones que parecen remitir a propensiones, a tendencias de una naturaleza humana. Variables, en fin, de tipo psicológico-emocional,  que, de algún modo, parecerían explicar lo que son hechos sociales. Para decirlo con Durkheim, hay en estos acercamientos el riesgo de confundir la causa con el efecto, en el hecho de no tratar a esas tendencias como naturaleza cultivada, como producto de la vida social. Por supuesto que  no es difícil refutar estas afirmaciones. Se podría explicar el suicido  que la sociología de Durkheim llama altruista en como parte de situaciones de confrontación en que el individuo queda subsumido en el grupo por lealtades socialmente construidas, y , sin lugar a dudas, se podría ejemplificar mencionando grupos consolidados de las ideologías más opuestas y de religiones más diferentes; por supuesto que es posible atender analíticamente diversas formas de actos llamados heroicos como producto de situaciones de lo que Durkheim llama efervescencia social. El ser humano que las experimenta, dirá Durkheim, “ tiene la impresión de que está dominado por fuerzas que no reconoce como suyas, que lo conducen, de las cuales no es dueño, y todo el medio en el que está unido le parece surcado por fuerzas del mismo género. Se siente como transportado a un mundo diferente de aquel en que transcurre su existencia privada. Allí la vida no solamente es intensa; es cualitativamente diferente. Arrastrado por la colectividad, el individuo se desinteresa de sí mismo, se olvida, se consagra enteramente a los fines comunes. El polo de su conducta cambia de lugar y sale fuera de él. Al mismo tiempo, las fuerzas que así se provocan, precisamente porque son téoricas, no se dejan fácilmente canalizar, acompasar, ajustar a fines estrechamente determinados; experimentan la necesidad de expandirse por el hecho de expandirse,  por juego, sin objeto, aquí en forma de violencias estúpidamente destructoras, allí, de locuras heroicas. Es ésta una actividad de lujo, en un sentido, porque es una actividad muy rica. Por todas esas razones, se opone a la vida que llevamos cotidianamente, como lo superior se opone a lo inferior, y lo ideal a la realidad.” (Durkheim, 2000) Esto ocurre en distintos momentos históricos,  en distintas sociedades humanas, y  en un mismo tiempo corto se puede corroborar su condición de producto social, porque “ la ilusión nunca es durable porque esta misma exaltación no puede durar: es demasiado agotadora. Una vez pasado el momento crítico, la trama social se relaja, el intercambio intelectual y sentimental disminuye, los individuos retornan a su nivel ordinario. Entonces, todo lo que se ha dicho, hecho, pensado y sentido durante el período de tormenta fecunda no sobrevive ya sino en forma de recuerdo, de recuerdo prestigioso, sin duda, lo mismo que la realidad que evoca, pero con la cual ha dejado de confundirse.” (Durkheim, 2000).  Claro, sobrevive como recuerdo prestigioso si como resultado de esa efervescencia revolucionaria hay un movimiento exitoso que prestigia lo actuado. Si ese movimiento emerge de la efervescencia derrotado, aquellos recuerdos podrán conformar una genealogía alternativa, o ser meramente indicadores de un mundo estigmatizado. Pero lo que interesa es que las situaciones de intensidad que esencializa acciones  nombradas como culto a la muerte, son resultado de esa efervescencia, que se presenta en distintas sociedaders en diferentes momentos históricos con identidades culturales y políticas bien distintas, y no componentes casi escenciales de una cultura que se pretende utilizar como variable explicativa.

Por supuesto que es posible ver este relato  de Giusanni no como los intentos siempre parciales de decir algo sobre algo, sino como un producto implicado decididamente por las razones que fueren, en una lucha cultural que intenta y logra desequilibrar produciendo sentidos comunes fuertes, la versión más ingenua de lo que se conoció como la teoría de los dos demonios Construye un demonio superior, poseedor de características casi esenciales, que necesita para su sobrevivencia de la persistencia de la violencia. Y así, como figura amenazadora, se convierte en el garante cultural de la democracia aquietada.

III

En junio de 1986 un grupo de estudios y debate coordinado Tomás Abraham[2], invito a Juan Carlos Marín[3], sociólogo, protagonista en su juventud de los movimientos que resultaron en la fundación de la moderna carrera de sociología de la UBA en 1957, y  figura relevante en el campo cultural de la conformación de lo que se llamó nueva izquierda en los sesenta, a un debate sobre la forma en que este incorporaba a Foucault, debatiendo sobre su trabajo “Los hechos armados un ejercicio posible”(Marín,2007). Se trató de una ocasión singular, porque  implicaba intentar un debate teórico- en este caso favorecido por una apropiación seguramente diferente de la obra compleja de un  mismo autor- entre intelectuales que expresaban dos miradas opuestas sobre la manera de mirar el mundo social. Una que en esos años retrocedía hasta la marginalización,  pero que había sido predominante (admitiendo que se expresaba a través de distintas formas) en el bullente campo de las ciencias sociales de América latina de la larga década del sesenta, ligada a las transformaciones de las izquierdas, y con empatías con los movimientos insurreccionales. La otra, una perspectiva que desde la enseñanza de la filosofía era una expresión de un clima predominante en el campo cultural de la apertura democrática, marcado por un espíritu libertario cuestionador de las categorías que remitían a grandes cuestiones estructurales, que desechaban la noción de lucha de clases, y veían además a las formas organizativas que se habían dado las izquierdas para diseñar sus caminos hacia el cambio, como instituciones opresivas. El encuentro era singular entonces, porque no era fácil el diálogo entre estas miradas que en el marco de los sentimientos circulantes productos de una situación posterior a un conflicto violento, hacía que sus grandes diferencias teóricas se expresaran en distancias todavía más grandes en el sentido político cultural. La complejidad de la obra de Foucault, en distintos sentidos habilitaba la reunión

No obstante, el encuentro no podía no ser tenso, y de distintos modos, problemático. Porque en verdad, más allá de la voluntad de los protagonistas, y sin que esto suponga una relación literal, la posición de Marín en el debate, para los habituales concurrentes a los encuentros promovidos por Tomás Abraham, resultaba casi la personificación del mismísimo demonio superior diseñado por Giusanni. Efectivamente la de Marín era la manifestación cruda, sin ambigüedades de lo que ese mundo cultural alternativo, identificaba- con los reduccionismos de las miradas culturales que disfrutan de su triunfo- como visiones setentistas. Ese reduccionismo refería en verdad, a una heterogénea y compleja cantidad de producciones de los años sesenta y primeros setenta, cuyas herramientas teóricas en términos generales coincidían en otorgarle un lugar protagónico a la noción de conflicto social ligada a categorías estructurales que intentaban enmarcar en una lucha de clases, y que veían a sus objetos de conocimiento como claramente implicados en esa lucha. La noción de amigo-enemigo estaba implícita en la preocupación por diagnosticar situaciones que contribuyeran a beneficiar a uno de los bandos en lucha, entendido esto en términos estructurales. Y la posibilidad del recurso del pueblo en armas como momento posible y decisivo en esa lucha, acompañaba, sino explícitamente, el espíritu vitalizador de esos trabajos.

En el trabajo de Marín para que no quedasen dudas, la noción de amigo-enemigo aparece explícitamente como parte del análisis en el que se da cuenta de una situación que caracteriza como guerra civil, ya en los años previos al golpe de estado de 1976. (“ Guerra como expresión que asume la búsqueda de una situación límite: la destrucción de una fuerza social… La guerra es la forma que toma, mediante sus enfrentamientos, la realización del poder de las clases” ) Y confronta con las visiones que cuestionan la utilización del concepto. “El enemigo”, dirá Marín, “ intenta sacramentalizar el acto y para ello propone la inversión más grotesca de los personajes. La ‘vida’ está representada por lo que monopolizan los instrumentos de aniquilamiento: las fuerzas armadas; la ‘muerte’ por los hambreados de vida: los desposeídos. La ‘violencia’, ‘los hechos armados’ encuentran en su personificación y en sus territorios un sentido que quiebra el fetichismo de una presentación demoníaca” (Marín,2007).

 El anfitrión, sin lugar a dudas compartía con sus estudiantes y discípulos los sentimientos anti izquierdistas, que la cultura de época incluía en el clima más abarcativo de sensibilidades antiautoritarias, y que el libro de Giusanni había acotado a la realidad argentina reforzándolo con una simplificación productiva. El Foucault de Abraham, o por lo menos el que sostenía su sensibilidad cultural, era el que abandonaba el concepto de clase y emprendía una lucha contra las formas de normalización de las conductas y contra las identidades impuestas, así como también contra el marxismo cada vez más incompatible con ese espíritu libertario cuestionador de las grandes estructuras institucionales y los grandes relatos. Se trataba del Foucault con el que simpatizaba el filósofo español Fernando Savater, quien era un crítico demonizador, al estilo Giusanni, de la organización guerrillera vasca ETA, a la que nombraba con contundencia como organización terrorista, y que era un convidado habitual a las masivas clases magistrales de Tomás Abraham.

 No obstante, en el marco de estas diferencias que eran teóricas, pero, más abarcativamente, culturales, se realiza el encuentro, quizás porque en el marco de lo políticamente correcto se estaba haciendo lo que hay que hacer en un seminario de estas características: estaba el texto de Marín como recurso de esa discusión, y fundamentalmente, el debate debería apuntar a indagar en “los usos de Foucault”.  Pero en esta realización, en verdad, intervinieron dos hechos significativos que, aunque parezcan detalles, son indicadores de la convulsionada historia y de los cambios más contemporáneos a la época, del campo cultural. Dicen algo de la circulación de sensibilidades en un contexto en que el demonio, por más cercano a los ambientes culturales, actúa quizás con más fuerza.   En principio Abraham no tenía pasado político, y aun contando con 40 años en el momento, era-por decirlo exageradamente- un joven que nacía con el nuevo clima cultural. Y por eso quizás podía atenuar sus pasiones agresivas frente al demonio cercano, a diferencia de aquellos que reprocesaban su implicación anterior por diversos motivos, todos ellos ligados a una situación de derrotados.

Por otro lado, quien acompañó y probablemente gestionó el encuentro, era un discípulo de Marín, Roberto Jacoby, sociólogo y artista. Jacoby había escrito durante la dictadura un trabajo que analizaba  la acumulación de conocimiento sobre la experiencia revolucionaria en el período que va de la comuna de París a la revolución rusa, y que llevaba por título “El asalto al cielo”. Por lo tanto, era conformado por, y conformador de, la cultura demonizada; pero además, era un protagonista central de la nueva movida cultural de la que seguramente participaban los estudiantes jóvenes de Abraham. Jacoby era el letrista del grupo Virus, que con su sonido new wawe y su escenografía extraña al mundo del rock aparecía como una vanguardia en la nueva movida cultural, y desplegaba elementos en gérmen para las futuras luchas por la diversidad sexual. Jacoby se integraba activamente a ese clima, pero con elementos que recuperaba de su maestro. Su preocupación apuntaba a que luego del desastre había que imaginar distintos medios que permitieran reforzar el lazo social fragmentado por la dictadura, y lo hacía a través de lo que llamó la estrategia de la alegría. Probablemente este encuentro era también un intento por tejer redes entre los distintos micromundos de la cultura.

 El encuentro comenzó con la presentación de Abraham que dijo algo acerca de cómo produjo el libro Marín en México, y aclaró que, con poco tiempo, estuvo tratando de leer y que no hubo tiempo para repartir el libro entre quienes iban a asistir, pero que algo había leído, y que tenía algunas preguntas para hacerle.  Aclaró, antes de darle la palabra, que Marín había estado trabajando en los últimos años con el tema del poder y los cuerpos de un modo que ellos no lo habían hecho, o por lo menos lo habían hecho de un modo diferente.

La exposición de Marín fue la clara y argumentada exposición de un profesor y polemista experimentado. Con un lenguaje clásico y austero, advirtió sobre su adscripción a la tradición marxista de la que obtenía los recursos fundamentales para construir sus objetos analíticos. Luego hizo una presentación de los elementos de Foucault que incorporaba, y explicó porque podían ser compatibles con su perspectiva marxista.  Se interrogó retóricamente sobre cuáles habían sido sus temas de investigación en los últimos veinte años, y afirmó que se ocupaban “fundamentalmente las formas que asumen las luchas sociales y políticas” se trata de trabajos que “refieren a lo que en la convencionalidad de nuestro cuerpo teórico llamaríamos la forma en que se expresa, se ejecuta, la lucha de clases” (Marín, 1987 ). Hubo preguntas luego de la exposición que fue breve, y seguramente se vivía un clima de incomodidad, no porque la exposición no fuese sólida, ya que el invitado argumentó con solvencia explicando porque se valía de los recursos teóricos de los que se valía, y tampoco porque para ese conjunto de universitarios y seguramente buenos lectores, resultase difícil de entender. No obstante, una de las intervenciones de lo que era ese público acotado, sostuvo que no entendía nada, y que nadie entendía. Que había gente bostezando, y una más larga descalificación. Alguien con voluntad mediadora dijo que probablemente se debía a que en la cátedra de Tomás no manejaban los códigos de Marín. El indignado asintió, pidió disculpas y continuaron.

En un momento de sus respuestas, Marín abandonó por unos instante su lenguaje profesoral, y al referirse a las consecuencias del disciplinamiento producido por la matanza y el terror afirmó que ”cualquiera que analice cuál ha sido la reestructuración del ámbito de lo académico en la Argentina, habrá notado que el gran procesamiento ya fue hecho. ¿Por qué ya fue hecho? Bueno, porque la casi
totalidad del ámbito académico universitario comió la mierda necesaria. ¿Y cuál era la mierda que había que comer? Compartir el espacio con aquellos que habían incidido directamente y habían participado y
colaborado directamente en el procesamiento del período de la dictadura.” (Marin, 1987).

 El título de un libro en el que Marín reprodujo este debate refiere a una de sus respuestas a otra de las intervenciones de uno de los que pasaba del nivel de la molestia a la indignación. La argumentación que sostenía la pregunta se basaba en afirmar que el proletariado argentino había conseguido sus logros no precisamente gracias a un marxismo militante Y culminaba preguntando: “¿Usted no cree- y lo digo con todo respeto- que los marxistas también han comido mierda?”. Marín se levantó de su silla y mirando fijamente a quien había formulado la pregunta dijo:” Perdón,¿ Ud, se refiere a mi?”, a lo que el interpelado contestó: “No, no, en general”. Y allí Marín, confirmando los sentimientos demonizadores de sus escuchas le dijo:” Porque si se refería a mí le parto una silla en la cabeza.” (Marín, 1987). Y luego elaboró con tranquilidad una respuesta.

En verdad no se trataba de códigos diferentes que impidieran una comprensión, lo que sí había era una hipersensibilidad negativa, ya no frente a conceptos, sino a palabras, que seguramente, más que al desacuerdo con una tradición teórica, remitían a elementos del horror condensado, no ya en el demonio estatal, sino en el más cercano, el que había surgido de un mundo relativamente familiar, y por ello se mostraba más efectivo. Se trata de aquel que el ensayo de Giusanni había ofertado como elemento reparador a la democracia aquietada. Revolución, lucha de clases, amigo-enemigo, guerra de aniquilamiento, habían impedido, seguramente la lectura del texto, y sin lugar a dudas, la escucha de los argumentos sólidos que Marín había desarrollado en su exposición.  No había posibilidad de responder racionalmente a los argumentos desplegados de manera racional, y no se debía a la ausencia de capitales educativos y culturales amplios de cada uno de los participantes de esa reunión. Los obstáculos eran culturales en el sentido profundo, límites que la moral emanada de la derrota indicaba como imprescindibles para la no vuelta al horror, o bien, para no vivir el horror que la sociedad narraba de distintas maneras en este período. Quizás basten para sostener lo anterior una de las intervenciones finales del anfitrión. Culto, hombre de mundo, poseedor de una gran biblioteca, y profesor carismático con alta habilidad oratoria, intervino algo desconcertado y quizás con una molestia que su buena educación no le permitía habilitar en toda su dimensión. Sostuvo de manera algo confusa, lo siguiente: “Hay algunas cosas de Marx que sí, otras cosas que no. Lenin no, no me sirve, no me sirve en este país hoy, porque me parece que forma parte de un discurso (para llamarlo de algún modo también), que reintroduce el terror, que creo es uno de los principales enemigos. Por supuesto que el terror no viene solo, no es una abstracción fantasmal, el terror es provocado por alguien. Pero no sé si por un campo, por un bando y no ha sido sus efectos claros que no ha sido la obra ni de uno, ni de dos, ni de un bando, ni de un bando en particular.” ( Abraham, en Marín, 1987). Y más adelante: “Lo que no me sirve quizá para pensar y para reflexionar es seguir dividiendo místicamente los problemas en campos enemigos, irreconciliables burguesía–proletariado, proletariado–burguesía, en un modelo bélico (que usa Foucault a su modo también), pero un modelo bélico que me parece apocalíptico. Yo creo que de todas maneras es apocalíptico.” ( Abraham, en Marín, 1987)

IV

 El demonio construido eficientemente en el ensayo de Giusanni, produjo, por supuesto, rechazos. Pero indudablemente también, más que lo que podrían llamarse adhesiones, generó sentimientos inhibidores que se manifestaban de manera pre reflexiva frente a indicadores que como algunas de las palabras de la exposición de Marín eran la expresión de un mundo sobre el que se prefiere no hablar. Es posible incluso hacer reivindicaciones fetichistas de algunas experiencias culturales, por ejemplo de las artes visuales, del teatro, del cine, de la literatura y de la teología, asociándola a la palabra radicalización y a los años sesenta, porque efectivamente supusieron rupturas significativas con las convencionalidades existentes, pero se lo hace desligándolas de la carnalidad social que les infundió la extraordinaria vitalidad que tuvieron. Del mismo modo ocurre con la figura de guerrilleros artistas o escritores, muertos en combate o desaparecidos, que serán recuperados, sobre todo, en tanto puedan ser pensados como víctimas indirectas de sus propios grupos. Y allí opera como demonio fuerte, no la brutal guerra de aniquilación llevada adelante por el estado, sino el demonio cercano, el que pudo dibujar con efectividad de creativo publicitario el libro de Giusanni. Esas experiencias y esos artistas fueron rebeldes radicales porque participaban de verdaderos procesos sociales, en los que distintos movimientos cuestionaban el entero orden de la sociedad, y la hacían de la forma más clara, que era alzándose en armas contra ese orden.

Los órdenes injustos que afectan al conjunto de la especie humana en tanto tal, persisten. Y las diversas experiencias que se propusieron superarlos, y entonces combatirlos, están allí, en la historia. Pero las tradiciones rebeldes no se recuperan verdaderamente, como se suele hacer en el marco del predominio de estos sentimientos inhibitorios, produciendo fetiches fragmentados. Porque así, claro, no se posibilita hacer lo que efectivamente hay que hacer con las tradiciones, que es evaluarlas, criticarlas, resignificarlas; es decir, reinventarlas.

Bibliografía

Eco,Umberto, 1981: ¿Ma perche questa voglia di morte?, La Repúbblica, 14 feb. 1981

Durkheim, Emile, 2000: Juicios de valor y juicios de realidad en Sociología y filosofía, Miño y Dávila, Madrid

Giusanni, Pablo, 1987:   Montoneros, la soberbia armada, Sudamericana Planeta 7 edición

Marín, Juan Carlos, 1987: La silla en la cabeza.Michel Foucault en una polémioca acerca del poder y el saber, Editorial Nueva América, Buenos Aires.

Marín, Juan Carlos, 2007: Los hechos armados, Argentina 1973-1976. La acumulación primitiva del genocidio, La Rosa blindada/PICASO, Buenos Aires.

Zamora, Daniel y Behrent, Michael,2017 Foucault y el neoliberalismo, Amorrortu eeitores, Buenos Aires


[1]   Eco persistirá en estas definiciones y en 1995 le dará forma en una conferencia pronunciada en la Universidad Columbia, en abril de 1995, en una celebración de la liberación de Europa. Es interesante la voluntad de Eco para otorgarl, aunque ambigua, una identidad romántica asociada a lo trágico al facismo italiano. Y más alla de que eso aspectos estén sin lugar a dudas presentes, por lo menos en su retórica, no parecen empáticos con muchos comportamientos concretos del facismo cotidiano tendientes al arreglo, a la negociación informal, y, por supuesto, claramente contrastantes con las historias de oficiales y soldados desertando del frente africano y eventualmente siendo capturados por sus aliados alemanes que los obligaban a volver al frente.

[2] Tomás Abraham  vivió a partir de 1966 y hasta 1972 en Francia y también se graduó allí ( una maestría de filosofía y otra de sociología), se convirtió, a partir de la apertura democrática, en una figura relevante en tanto difusor privilegiado de nuevas perspectivas filosóficas, fundamentalmente la de Foucault.

[3] Juan Carlos Marín había sido discípulo y militante juvenil de los mismos espacios que en esos momentos identificaba políticamente al historiador José Luis Romero, cercano a Rolando García, formador de generaciones de estudiantes de sociología. Creador junto a otras referencias de la sociología argentina como Miguel Murmis, de un centro de investigación claramente identificado con las tradiciones marxistas y las nuevos recursos que proporcionaba la sociología (CICSO). Marín fue consultado y dialogó con distintos grupos de izquierda que se radicalizaban, fundamentalmente en Chile donde vivió durante la presidencia de Allende, pero también con los de Argentina y otros lugares de América latina. Su estancia en Chile culminaría con su detención en el estadio nacional en momentos del golpe conducido por Pinochet. Profesor de la Carrera de Sociología Un hombre con la cultura amplia de aquellos formados en los años cincuenta y primeros sesenta, atento a los aggiornamentos y el mismo un innovador teórico en sus investigaciones incorporando a Foucault y a Piagget, pero firmemente identificado con las tradiciones marxistas y simpatizante de las experiencias insurreccionales.

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