Colombia. En recuerdo del periodista Alfredo Molano: La cruz del 3 de mayo

Por Marcel Molano, Resumen Latinoamericano, Agencia de Prensa Rural, 14 mayo 2020

Mi padre, Alfredo Molano, nació un 3 mayo, el Día de la Cruz.

Mi padre, Alfredo Molano, nació un 3 mayo, el Día de la Cruz. Por eso, su segundo nombre era De la cruz. La cruz es un símbolo poderoso, representa los 4 puntos cardinales y el encuentro entre la divinidad y lo mundano. Alguna vez le pregunté qué le producía miedo. Detuvo su mirada y se sumió en lo más profundo de sí mismo. Eran los tiempos en que Carlos Castaño lo quería asesinar. Andaba en un carro Mazda 626 rojo que le había asignado el DAS. Lo vi perderse en sus pensamientos por unos minutos. Luego, me clavó sus ojos con una mirada insondable, porque él sabía mirar así, y me respondió con un tono acompasado y las palabras enredándosele en el bigote: “Hijo, lo que más me produce miedo en la vida es enfrentarme a la página en blanco. Cuando me siento a escribir y encaro la página vacía, me recorre un corrientazo helado por el cuerpo”. Ese miedo lo enfrentaba cada madrugada, día a día, y lo desafiaba para sentirse vivo. Decía que “los miedos” buscaban paralizarlo, dejarlo inmóvil; pero si uno cede al miedo, se está derrotando a uno mismo por anticipado. Mas que a la muerte, Alfredo de la Cruz Molano, le tenía pavor a no poder escribir, que un día las letras no aparecieran y se quedara la página en blanco.

Mi padre siempre tuvo la muerte cerquita y aprendió a hacerle el quite, como el torero valiente: citando de lejos e inmóvil. Muy joven, le llegó la repentina muerte de su padre; después, eludió sus embestidas durante los azarosos días como estudiante de La Nacional; luego falleció su madre, doña Elvira, a la que cariñosamente le decía “Ata” y que fue su amorosa confidente; más adelante tuvo un susto por una masita en un pulmón y dejó de fumar de un día para otro, sin mirar atrás; posteriormente, una Hepatitis C lo llevó a dejar de beber alcohol por varias décadas. Ya con su prestigio respaldándolo, encaró los años de la guerra sucia y con ellos, las amenazas, que llegaban todas las semanas hasta su oficina de la calle 64 con sexta. Esta vez la muerte asomó la cabeza y lo miró de frente. Decidió comprar una escopeta calibre 12 y la puso en su armario. Decía: “Si alguna noche me llegan, tengo con qué responderles”. Fueron tiempos duros. Cada vez que salía, esa despedida, podía ser la última. Hasta el mismísimo Naranjo, cuando comandaba la inteligencia de la Policía Nacional, le recomendó irse de Colombia. Sus enemigos eran muy poderosos dentro los militares y paramilitares. Mataron a Eduardo Umaña, su gran amigo y ya sintió la muerte pisándole los zapatos. Acribillaron a Jaime Garzón y se exilió.

Catalogaba el exilio como una muerte disfrazada de desarraigo, a la que otra vez, capoteó con un lance de chicuelina. Las cosas empeoraron y tuvo que sacarnos, a los hijos menores, para Cuba. El exilio se hacía doble y el tiempo triple, sostenía que vivía: 24 horas en España, 12 en Colombia y 10 en La Habana. Fueron 6 años largos. A su primer nieto, Goyo, lo dejó siendo un bebé y lo encontró ya hecho un niño. Con su regreso, vinieron problemas de coagulación, una hernia y problemas con la tensión. Un interminable ir y venir de médicos y hospitales, y él ahí, fuerte y templado. Cada embestida de la muerte, la recibía con la muleta y la paseaba en redondo con un natural sostenido. Tuvo un infarto cuando pasábamos el Rio Mucó en lo profundo de la Orinoquia, a más de 12 horas de camino del hospital mas cercano. Otro muletazo y la parca siguió derecho. Al final, un cáncer logró disminuirlo. Sin embargo lo afrontó con dignidad y valentía. Sin mostrar el miedo, como los toreros.

Le gustaba leer. Le alegraba la poesía, lo envolvía la historia, lo maravillaba la literatura y se informaba con el periódico. Sus libros están llenos de párrafos subrayados y pequeñas notas al pie. Esas marcas que iba dejando en los libros, las hacía para darle orden a las ideas que desarrollaba. Mientras leía también estaba escribiendo. El primer libro que me regaló fue ‘Los recuerdos de la casa de los muertos’, de Dostoievski. Una novela oscura y llena de recovecos psicológicos en sus personajes, enmarcada en las estepas siberianas de la Rusia zarista. Ese regalo me abrió las puerta al mundo de la lectura. Después vinieron obras como ‘El Quijote’ de Cervantes, ‘El lobo estepario’ de Herman Hesse o ‘Las uvas de la ira’ de Steinbeck, uno de sus autores favoritos. Gozaba secretamente al vernos leer y siempre tenía a mano alguna recomendación para hacernos. El último libro que me dio fue ‘El Hombre que amaba a los perros’, con una risita pícara que le asomaba de las comisuras de los labios y mirándome fijamente me dijo: “Camarada, a ver si con esto replantea sus posturas estalinistas”. Los dogmas nunca fueron lo suyo, por eso me criticaba mi militancia comunista.

Siempre estuvo presente en los momentos felices. Pero también me acompañó en los tristes y dolorosos: Mi primer hijo, aún en el vientre falleció sorpresivamente. Él estaba en Ecuador, aislado y la comunicación era difícil. Cuando se enteró, tomó un vuelo de inmediato y regresó. Mi compañera de vida, Milena, estaba internada en la clínica, así que me acompañó a recibir el cuerpo de Alejandro para llevarlo al cementerio de la 68 con 30, donde fue cremado. En silencio, junto a mi madre, me abrazo mientras el cuerpo era empujado por la puertecita hacia la cámara crematoria. Pocas veces lo vi llorar, pero ese día las lágrimas le pudieron y le brotaron. También fue el primero en llegar, siempre con mi madre, cuando nació mi hijo Thiago. Fue un domingo en la noche y estaba ahí cuando salí de la sala de parto. Con un gesto tierno me abrazó con fuerza y emoción, se le sentía la felicidad. Fuimos a comer algo y me volvió a dejar en la clínica, la misma clínica donde pasó sus últimos días.

El 30 de octubre estuve con él. Fue su ultima noche. Llegué a la habitación en el séptimo piso de la clínica sobre las 8. Él había estado treinta horas en urgencias por falta de camas. Por esos días mostró algo de debilidad por primera vez. Las radioterapias le habían afectado mucho la garganta y casi no hablaba, por eso tenía un cuaderno y un esfero donde nos escribía para comunicarse. Esa noche, pese a su semblante, sacaba fuerzas para hacer algunas bromas. Siempre mantuvo un sentido del humor exquisito. Se quejaba de un dolor abdominal y aseguraba: tener retorcijones como un niño. Me senté en el sofá verde junto a su cama y me pidió que le contara las noticias del día. Pase un buen rato narrándole cada uno de los sucesos. Cuando consideraba que tenia suficiente información de un tema, me miraba y movía su dedito, haciéndolo girar, con esto me pedía la siguiente noticia: una masacre en el Cauca, otro excombatiente asesinado, en Bogotá se aprobaba un pago para evitar el pico y placa para carros particulares, las noticias se fueron acabando. Él, quería saber más y más. Paramos cuando quiso ir al baño. Mientras lo ayudé a pararse de la cama se desvaneció en mis brazos. Me agarró fuerte. Nos miramos fijamente a los ojos y se fue desvaneciendo. Mis gritos de angustia llamaron la atención del personal médico. Entraron y me ayudaron a subirlo a la cama. Los minutos pasaban y la enfermera no encontraba signos vitales. El personal entraba y salía de la habitación con algo de frenesí. Al fin, el pitído del pulso volvió a sonar. Lo estabilizaron y volvió a tener algo de conciencia. La doctora decidió llevarlo a la UCI para tenerlo monitoreado. Todo indicaba un episodio cardíaco. Antes de salir le pregunté que sentía, sacó fuerzas de algún lado para decirme: “Estoy bien, solo tengo mucho frío”. Le puse su ruana para aliviarlo. Se lo llevaron a las carreras. Me quedé unos minutos solo en el cuarto, organizando sus cosas. Me temblaban las piernas y sentía un vacío indescifrable. Cuando terminé me llevé su mochila, que al final, era lo único valioso que tenia en ese cuarto. En la UCI pasó sus últimas horas. Al frente, en un pasillo, nosotros esperando. La UCI tenía una puerta doble que nos permitía verlo cada vez que alguien entraba o salía. Cuando podíamos, alguno de los dos se escabullía adentro para saber cómo estaba. Estas visitas terminaban siempre cuando las enfermeras nos pedían retirarnos. El tiempo en el pasillo se hacía largo y pesado, como queriendo no pasar. De un momento a otro empezó a haber agite adentro. Los médicos y enfermeras entraban y salían apresurados. El jefe médico salió y nos informó que mi padre había entrado en paro e iniciaban protocolo de reanimación por los próximos 20 minutos. Quedamos allí mustios. El reloj corría y el frenesí del personal médico aumentaba. Sentí que el vacío se apoderaba de mí. Fueron los 20 minutos mas largos de la vida. De pronto, todo quedó inmóvil, un silencio largo retumbo en el pasillo. La madrugada del 31 de octubre, la misma madrugada en la que él solía escribir, un episodio cardíaco fulminante se lo llevó. Su vida fue un constante desafiar a la muerte, en las veredas mas lejanas o las calles bulliciosas de algún pueblo se jugaba la vida para escribir. La Cruz de Mayo fue su signo alegre y trágico. Marcó una huella indeleble en cada uno de nosotros. Como los toreros salió triunfante, en hombros y por la puerta grande de la vida

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