Chile. El incierto porvenir de los 65 temporeros bolivianos refugiados en una iglesia en Estación Central

Resumen Latinoamericano* / 26 de abril de 2020

Se conocieron en el terminal de buses San Borja: identificaron rasgos, preguntaron la nacionalidad y coincidieron en el impedimento de la venta de pasajes. Durmieron afuera del Hogar de Cristo de Estación Central, sin certeza alguna de la disposición de su gobierno para dejarlos entrar. Temen que los últimos brotes de COVID-19 en cités promuevan la estigmatización; también temen que en la frontera no les reconozcan los aislamientos. Así viven varados en otro país, sin certezas de nada.

Era la primera vez de Nabeiba Torres en Chile. Su idea era conocer, visitar a los parientes en Calama, dar unas vueltas por el país quizás, y en el mejor de los casos, si la cosa se alargaba y andaba todo tranquilo, tantear las ofertas laborales. Fue, en efecto, ese el camino que tomó: llegó en 17 de enero, y ya en marzo entró subcontratada a trabajar en el packing de uva de un fundo en Huelqué, sector de Paine, en la zona rural de la Región Metropolitana.

“No creí que el dinero que traía fuera muy poco. Por eso fue que buscamos trabajo también –yo y la persona con la que viajaba. A fines de marzo, llegó el jefe de turno y nos dijo: ‘chicos, le pago hoy, se cancela todo’”, recuerda la temporera. Entremedio supo, según le contaban los connacionales con los que trabajaba, las medidas que el Ejecutivo boliviano estaba tomando para enfrentar el COVID-19.

El viernes 20 de marzo se anunció el cierre paulatino de fronteras del país altiplánico, al menos hasta el 15 de abril. La medida no distinguía el ingreso de residentes que volvían del extranjero.

La pieza que arrendaba Nabeiba en el sector de Tránsito, cerca del mismo fundo, le costaba $45 mil al mes. Decidió pagar por ella por unos días, considerando dos cosas: el 15 de abril como fecha en la que el gobierno boliviano podría considerar la opción de apertura de fronteras; y que la pandemia podría llegar a pasar y las exportaciones retornarían y con ellas, el trabajo mismo en el packing. Nada de eso pasó.

“No quería ir a la cuarentena (en Pisiga, el sector que funciona como una suerte de control sanitario boliviano) porque el frío te pesca fuertísimo. Pero entonces me decidí: sí o sí tenía que hacerlo. Tengo una hija en Bolivia, la extraño, así que me dije que volvía como sea”, declara Torres.

El lunes 20 de abril llegó hasta el terminar de buses San Borja a buscar alguna opción de ir a Iquique, cumplir con las cuarentenas chilenas y bolivianas, y regresar a Santa Cruz de la Sierra. “Busqué pasajes –recuerda‑ y no me querían vender. Me decían: ‘usted no tiene residencia ni está viajando por el trabajo, por lo que no le podemos vender’”.

Acompañada de la persona con la que estaba, empezaron a buscar rostros con rasgos bolivianos, creyendo en que tendrían ellos alguna solución, una alternativa. Así vio a Miguel Illanes.

Nebeiba y Miguel.

“Yo llegué el 8 de enero, vine a trabajar de temporero. Trabajé en el sector de San Felipe, en la uva también. Entré por tierra, por Iquique. En cuando llegué, a los dos días encontré ese trabajo”, recuerda Illanes.

Lo suyo era un trabajo más informal: su paga era semanal. Los gastos de arriendo de la pieza cerca del fundo eran los mismos que su compatriota. El viernes 27 de marzo le dijeron que no iba a haber más trabajo: “Nos dicen que por el tema de la pandemia no iban a haber más exportaciones, ni más empaque. Así que decidí devolverme a Bolivia”, cuenta Miguel.

Desde Iquique, su hermano le contó de los albergues, de los tiempos de cuarentena. Sin embargo, también quiso esperar al 16, cuando se levantara el cierre de fronteras de Bolivia (o se abriera siquiera esa posibilidad).

“El mismo 16 llegué a la terminal y cuando llegué, no nos dejaron pasar. Tuvimos que pagar alojamiento unos días, pero era carísimo, súmele la comida. Eso, hasta que con un grupo de seis nos fuimos a dormir a los alrededores del terminal”, relata Illanes.

Fue él, con quienes lo acompañaban, que comenzaron a acercarse poco a poco a quienes veían con rasgos parecidos a los suyos, que eran rechazados de cualquier acceso a movilización al norte, y que se veían tan desorientados como estuvieron ellos en el primer y fallido intento.

“Los de control sanitario nos mandaban a la comisaría a pedir salvoconducto. Cuando llegamos, nos dijeron que eso no existía. Entonces volvía a la terminal y les contaba a los de sanidad y a los militares lo que nos habían dicho en la comisaría y se enojaban. No sabía adónde más ir”, dice Miguel. Incluso fue más allá del perímetro que había recorrido en alojamientos y sueños a la intemperie: se trasladó hasta el consulado boliviano, pero estaba cerrado.

El lunes, cuando en esa simulada pesca de compatriotas varados en el terminal de buses se encontró con Nabeiba, al final del día lograron reunir un grupo de 35 bolivianos con historias idénticas: temporeros a quienes les avisaron que las exportaciones se habían terminado, que no habría más trabajo en la tierra, que eso era todo.

Por voces, el grupo supo del albergue del Hogar de Cristo, a unos cuantos minutos del terminal de buses. Así que emprendieron rumbo a ese espacio de refugio y cuidados. Pero como todos los inmuebles de ese tipo en el país, también estaba funcionando con un estricto régimen sanitario: ingresos y salidas restringidas, higienización constante, como también control de temperatura. Además, con capacidad de camas completa.

La noche del lunes, después de algunos tentempiés y líquidos calientes, los 35 bolivianos durmieron a la intemperie, en la plaza frente al Hogar de Cristo, en Estación Central.

“Recibimos una llamada que nos dio cuenta del grupo que estaba ahí, entonces nos movilizamos rápidamente con el Hogar de Cristo y el Servicio Jesuita Migrantes”, cuenta Pedro Labrín, párroco de la iglesia Santa Cruz, también en Estación Central.

Parroquia Santa Cruz, de la población Los Nogales, en Estación Central.

La municipalidad dispuso de buses y camas para los varados; la parroquia puso el techo y los espacios para comida y ocio. El traslado ocurrió el martes. A las 19:00 ya estaba instalado el primer grupo: hombres en el salón principal, en camarotes bajo un enorme Jesús crucificado; las mujeres en una sala que bien podría ser usada para ensayar coreografías por el muro con espejo que tiene. En el patio, una mesa de ping-pong; la cocina y el comedor responden a grandes cantidades de gente.

A las 09:00 se desayuna; a las 13:30 es el almuerzo; y a las 18:30, la cena. Las luces se apagan cuando el último deja de usar el patio. “La parroquia ha estado siempre disponible para esto, tiene una vocación social muy fuerte. Hemos recibido a los grupos de haitianos que se quedaron abajo de los aviones que cumplían fines humanitarios; en invierno se aloja la gente en situación de calle. Todos los días hay almuerzos sociales para unas 100 personas, pero ahora, con la pandemia, los hacemos en modalidad colaciones, para que se los lleven”, cuenta el párroco Labrín.

Durante el miércoles llegó otro grupo, también de bolivianos, en la misma situación de trabajos de temporada terminados abruptamente, sin posibilidad de traslado al norte o al país de origen.

Hoy en día el grupo total es de 65 bolivianos: cuatro de ellos son adultos mayores, y hay también un niño de 3 años con su madre, quienes acompañaron al padre a probar suerte.

El dormitorio de hombres de la capilla.

Por lo pronto, no existe certeza sobre lo que ocurrirá en el corto plazo: “Por lo que tengo entendido, y sin ser un experto en el tema, en Iquique, entre las personas que están haciendo cuarentena, no hay capacidad para más acogida. Nuestra esperanza es que se abra la capacidad de albergue y estas personas puedan viajar”, cuenta Labrín.

Durante las últimas semanas, ciudadanos bolivianos de distintos puntos del país, particularmente de norte, han sido trasladados a Iquique para cumplir una cuarentena previa a la impuesto por el gobierno boliviano, una vez que crucen la frontera. Por lo pronto, los 65 de la capilla Santa Cruz no saben qué será de ellos en el futuro: si los enviarán al norte, o si tendrán que ir por cuenta de ellos. Aunque, dice Miguel Illanes, considerando los tiempos de cuarentena y el sistema de funcionamiento de la misma parroquia (sanitización municipal, sin personas sintomáticas, con restricción de ingreso y salida), aspira a que este tiempo en la capital sea reconocido como una cuarentena.

“Lo que pedimos es que las autoridades nos den autorización para ir a nuestro país, con un certificado, no a medio camino”, cuenta el temporero.

Labrín adelanta: “Con la subsecretaría de desarrollo social estamos trabajando, aunque también estamos buscando como traer al Ministerio de Salud o al Servicio de Salud, para que hagan los test, para poder verificar. La temperatura la controlamos todos los días”.

Con los recientes brotes en cités, vinculados mayoritariamente a grupos migrantes, la preocupación del encargado de la iglesia es otra: “Sin duda veo con atención el despertar del nacionalista y xenófobo, que no es solo propio de ciertas elites intelectuales, sino que está muy arraigado en el pueblo sencillo. En las redes sociales, sobre todo las del sector de Lo Nogales (nombre de esa zona de Estación Central), ha habido una reacción negativa, desinformada, chaquetera, que no comprende y no se informa”.

La llegada de los ciudadanos bolivianos fue una noticia que corrió rápido por las calles del lugar. De hecho, el día del ingreso a la parroquia, una vecina entró e increpó al padre Labrín: “’Cura, tengo que hacerte una pregunta –recuerda Labrín que le dijeron‑: ¿Por qué tienes a gente durmiendo en la calle, que son extranjeros, y a los chilenos nada de ayuda?’. Ha habido intervenciones de ese tipo. Es una enfermedad que, dada la precariedad, va a permanecer aún después de la pandemia”.

Hay una frase que resume el sentir del religioso: “El director del Servicio Jesuita Migrante dijo algo que comparto mucho y que le salió del corazón: nos hemos esforzado tanto en lavarnos las manos, pero lo que tenemos que lavarnos es la cabeza y el corazón”.

El Desconcierto*

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