Guatemala. El nuevo gobierno continúa militarizando la seguridad pública

Resumen Latinoamericano* / 1 de febrero de 2020

El recién estrenado presidente de Guatemala saca las uñas y busca impresionar con medidas autoritarias y represivas. De paso, nuevamente se ciernen sobre la población las nubes de las restricciones de garantías constitucionales.

Alejandro Giammattei asumió la presidencia del país el martes 14 de enero. En su segundo día de trabajo, mediante decreto gubernativo, estableció un estado de prevención en los municipios de Mixco y San Juan Sacatepéquez, durante seis días.

El viernes 24 de enero entró en vigencia una medida igual, esta vez en jurisdicción del municipio de Villa Nueva, al igual que los dos primeros, del departamento de Guatemala.

La principal acción derivada de estas disposiciones ha sido el despliegue de patrullas combinadas entre policía y ejército. El gobierno las justifica con el fin de combatir la delincuencia, el sicariato, las extorsiones y los grupos organizados en pandillas y maras.

¿Cuál es el propósito real de estas medidas? Si bien entre los estados de excepción, el de prevención es el menos impactante, igual implica restricciones de garantías constitucionales. Está regulado en la obsoleta Ley de Orden Público (1966) que faculta al gobierno a implementar acciones y medidas extraordinarias de control y represión. Jamás un presidente ha impuesto estado de excepción a tan corto tiempo de haber asumido el cargo.

La declaración de un estado de excepción debe ser el último recurso de un Estado, pues es de carácter extraordinario. Además, en primer lugar, debe precederle un proceso de inteligencia civil acerca de estructuras criminales para que la intervención sea exitosa y, en segundo lugar, se implementa después de aceptar que los mecanismos ordinarios contemplados en las leyes para combatir al crimen han fracasado. Obviamente, 48 horas son insuficientes para contar con datos e información certeros que sustenten la implementación de un estado de excepción válido política y socialmente.

Estas medidas son consecuencia lógica de la retórica asumida por Giammattei durante su campaña y el inicio de su presidencia. Autoritario y nacionalista, el presidente ha insistido ante la sociedad en definir al pandillero como el gran enemigo de la nación y presentó ya una iniciativa de ley tendiente a reformar el artículo 391 Bis del Código Penal en función de tipificar a las pandilleras y los pandilleros como terroristas (en la misma ocasión envió las iniciativas de ley para eliminar la SAAS y para regular la legítima defensa con arma de fuego).

El recurso de las clases gobernantes a medidas militaristas y represivas es de larga data y remite sobre todo a la época de la guerra. Así debe entenderse el empleo de la Ley de Orden Público con su lógica contrainsurgente y autoritaria. Existen serias sospechas que el recurso del estado de excepción sea una vía de reafirmación del control social de las clases trabajadoras por parte de las clases dominantes. Esto adquiere mayor connotación al revisar los índices de violencia reportados por la Policía Nacional Civil para el 2019. Resulta que, entre los 17 municipios del departamento de Guatemala, los afectados por estos estados de prevención se ubican en los puestos 9, 10 y 11 respecto a tasas de homicidios, es decir, forman parte de la mitad menos violenta del conjunto.

Pareciera que Giammattei busca aprovechar el ímpetu de la novedad de su gestión para congraciarse, por un lado, con la población en tanto entrar con mano dura contra el «yugo de la delincuencia», y, por el otro, con las cúpulas económica y militar (incluyendo los retirados) con la presunta generación de condiciones de inversión abriendo camino a sus intereses empresariales y criminales y mantener silencio sobre la desigualdad.

De hecho, de acuerdo a las propias declaraciones del gobierno, es previsible que en los siguientes meses se declaren nuevos estados de prevención en otros municipios del país, aun cuando es de sobra conocido que las medidas militaristas de seguridad pública no han tenido efectos positivos relevantes en Guatemala ni en otros países de la región. Estudios indican que un estado de excepción no tiene ningún efecto a mediano y largo plazo, pues la presencia militar y policial concentrada no es sostenible de manera permanente, por lo que, al retirarse, vuelven a aumentar los índices de violencia/delincuencia. Además, hay evidencias de que una fuerte presencia de seguridad en cierta localidad implica el traslado de la criminalidad a lugares vecinos. Asimismo, con hombres armados en determinado sitio aumenta un tipo de delito en particular: el de la violencia sexual contra las mujeres.

Estos ejercicios de fuerza bruta legalizada dejan una serie de interrogantes que evidencian la manera improvisada y falta de sustentación de estos estados de excepción: ¿Qué viene después de finalizado el mismo?, ¿cómo se le da continuidad al interés del Estado por garantizar la paz social? ¿Qué efectos tiene un estado de excepción para el sistema de justicia cuando es sabido que los detenidos sin prueba científica serán absueltos por los jueces, lo que conlleva pérdida de tiempo y recursos para el Ministerio Público y el Organismo Judicial? Y, ¿Cómo se garantiza el cumplimiento de protocolos, leyes y estándares de Derechos Humanos en estos casos?

En todo caso, la problemática de la delincuencia debe ser abordada de una forma integral y desde políticas sociales de largo alcance en vez de la violencia y la imposición del miedo y terror en la sociedad.

CEPPAS GT*

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