Argentina. Tercer tiempo asesino: sobre crueldades y privilegios

Por Alfredo Grande */ Resumen Latinoamericano/ 24 de enero 2020 .-

Las lógicas represoras operan colocando siempre los efectos como si fueran causas. Y niega que los efectos en realidad sean causas que nunca se analizaron en profundidad. Es lo que hemos denominado la “Lógica Cromañón”. La consigna “ni la bengala, ni el rock and roll, a nuestros chicos los mató la corrupción” escuchada nuevamente a los 15 años de la masacre, pone en evidencia esta situación. Entonces vale la pena y a veces vale la alegría, pero siempre vale el pensamiento, que es realmente la corrupción.

Asociado siempre a cuestiones económicas y monetarias, me interesa remarcar la dimensión cultural y política de la corrupción. Marca indeleble de la guerra cultural perdida, en múltiples batallas que desde hace siglos los pobres y empobrecidos de la tierra vienen sosteniendo. Botón de muestra: el voto secreto, universal y obligatorio legaliza y por lo tanto, pensamiento de derecha mediante, legitima al saqueo, la estafa, y varios robos del siglo. Por eso la respuesta fue tan débil y el arco opositor siempre dispuesto a hablar y con muy poca disposición a luchar.

La corrupción es una degradación no reversible que logró el pasaje del paraíso hippie al infierno rugbier. Y no se trata, obviamente, del deporte rugby. Pero sí se trata, obviamente, de la lógica en la cual ese deporte se sostiene. La cultura represora siempre ha ponderado la condición de amateur. O sea: de no profesional. A pesar de ser un deporte de alta competencia internacional, con un seleccionado idealizado como los Pumas, con íconos de valor, coraje, fuerza comparables al Mío Cid o al invencible Aquiles, la condición de amateur lo colocaba en el sagrado lugar de los deportistas puros. Donde el motivador era el puro amor, la pura pasión, la pura nobleza. Pero el amateurismo no es una causa: es un efecto. Porque la competencia nacional e internacional está subsidiada desde sectores de poder económico y político que pueden “bancar” los enormes gastos. O sea: la élite. Lo que denomino “cotos de privilegio”.

En un trabajo escrito para esta agencia, hice un detalle de la declaración universal de los privilegios humanos. Por cada derecho, se organizan mil privilegios. Por lo tanto la distribución de la riqueza, o sea, la vulneración de los privilegios, no será posible. Las “elites” heredan los títulos de nobleza que la asamblea del año XIII había abolido. Lamentablemente, abolieron la abolición y hoy tenemos al mundo dividido en castas. Los pocos ricos muy famosos y los muchos empobrecidos que no tendrán ni fama ni comida, ni techo, ni salud, ni vivienda. Son amateurs de la vida sin financiación alguna. Estos “cotos de privilegio” tienen prebendas de las cuales los mortales carecemos.

El rugby es una de las marcas registradas en que se organizan esos privilegios. No es la única. Todas las mal llamadas fuerzas de seguridad, las jerarquías clericales, lo gran familia mafiosa judicial, las castas partidocráticas, las burocracias obreras y empresarias. Lo interesante es que en todos los cotos de privilegio hay una obsesión: condenar la violencia. Y viene a mi mente el concepto de Freud: “cuando el estado se opone a la violencia no es para suprimirla, sino para monopolizarla”. Y no sólo es el Estado. Todos los cotos de privilegio actúan exactamente igual. Simultáneamente, condena la violencia pero organiza la crueldad. Entendida como la planificación sistemática del sufrimiento.

El asesinato en Gesell podría ser caratulado como actos de tortura seguida de muerte. Golpear a un indefenso hasta matarlo, no difiere del proceder de otros cotos de privilegio como eran (¿eran?) los denominados grupos de tareas. Pero Milani absuelto y entonces pasa la posta a otros actores sociales. La cultura de castas debe ser mantenida.

En estos tiempos, donde no hay captura revolucionaria de la violencia, opera la captura reaccionaria de la violencia, que es la crueldad. El fundante del anatema de la violencia es impedir que los atacados se defiendan. La violencia siempre estuvo al lado de la supervivencia. Desde conseguir alimentos, defenderse de tribus hostiles, sostener el territorio vital, cuidar a las crías, enfrentar a predadores de todo tipo. Las idealizadas guerras de la independencia, las revoluciones, siempre fueron violentas. En esos tiempos, que no son estos, la historia tenía su partera. Lo que en el posmodernismo tardío queda es la crueldad. Real y simbólica. Que no activa la vergüenza de haber sido, pero sí activa el dolor de ya no ser.

La lógica fundante de gendarmes persiguiendo y asesinando a Santiago Maldonado es la misma, la misma, la misma, de una manada de rugbiers persiguiendo y asesinando a un joven. Querían asesinar a Santiago, querían asesinar a Fernando.

La impunidad se encargará de que el asesinato sea permanente. Todos los cotos de privilegio garantizan la producción de crueldad. Y el extremo límite del sufrimiento que la crueldad implica es el asesinato. Los asesinatos. Que podemos llamar masacres, pero nunca tragedias y menos accidentes.

La cultura represora no solamente es incapaz de prevenir la catástrofe. La cultura represora provoca la catástrofe y de esa manera piensa mantener los privilegios de casta. El mayor problema, el gravísimo problema, es no poder actuar nuestra propia violencia para enfrentar la crueldad del enemigo. Por eso, parafraseando una vez a José Martí, diré que “para el cruel que me arranca el corazón con que vivo, cardo y ortiga cultivo, nunca más la rosa blanca”.

*Fuente. APe

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