(Especial Rosa Luxemburgo) Actualidad revolucionaria de Rosa

Resumen Latinoamericano / 14 de enero de 2019 / Michael Löwy

Una verdadera refundación del comunismo en el siglo XXI no puede ahorrarse el mensaje revolucionario, marxista y libertario de Rosa Luxemburgo

Si hubiera que destacar el rasgo distintivo de la vida y del pensamiento de Rosa Luxemburgo, tal vez sería el humanismo revolucionario. Tanto en su crítica del capitalismo como sistema inhumano, en su combate contra el militarismo, el colonialismo, el imperialismo, o en su visión de una sociedad emancipada, su utopía de un mundo sin explotación, sin alienación y sin fronteras, este humanismo atraviesa como un hilo rojo el conjunto de sus escritos políticos y también su correspondencia, sus emocionantes cartas desde la prisión, que han sido leídas y releídas por generaciones sucesivas de jóvenes militantes del movimiento obrero.

¿Por qué esta figura de mujer –judía y polaca, marxista y revolucionaria, tierna e intransigente, militante e intelectual– nos sigue fascinando? ¿Cómo permanece tan cercana 90 años después de su muerte? ¿En qué consiste la asombrosa actualidad de su pensamiento, precisamente ahora, en este comienzo de siglo XXI?

Veo al menos tres razones para ello:

En primer lugar, en una época de globalización capitalista, de mundialización neoliberal, de dominación planetaria del gran capital financiero, de internacionalización de la economía al servicio del beneficio, la especulación y la acumulación, la necesidad de una respuesta internacional, de una mundialización de la resistencia, en resumen, de un nuevo internacionalismo está más que nunca a la orden del día. Ahora bien, pocas figuras del movimiento obrero han encarnado, de manera tan radical como Rosa Luxemburgo, la idea internacionalista, el imperativo categórico de la unidad, de la asociación, de la cooperación, de la fraternidad de los explotados y oprimidos de todos los países y continentes.

Como es sabido, ella fue, junto a Karl Liebknecht, uno de los pocos dirigentes del socialismo alemán, en oponerse a la Unión Sagrada y al voto de los créditos de guerra en 1914. Las autoridades imperiales alemanas –con el apoyo de la derecha socialdemócrata– le hicieron pagar caro su oposición internacionalista consecuente a la guerra, encerrándola tras los barrotes durante la mayor parte del conflicto. Confrontada al fracaso dramático de la II Internacional, soñó con la creación de una nueva asociación mundial de trabajadores y sólo la muerte, esto es, su asesinato en enero de 1919 por los “Cuerpos Francos” llamados a Berlín por el ministro social-demócrata Noske para aplastar la revuelta de la Liga Spartakus– le impidió participar, junto a Lenin y a Trotsky, en la fundación de la Internacional Comunista en 1919.

Pocos como ella comprendieron el peligro mortal que representa para los trabajadores el nacionalismo, el chovinismo, el racismo, la xenofobia, el militarismo y el expansionismo colonial o imperial. Se puede criticar tal o cual aspecto de su reflexión sobre la cuestión nacional, pero no se puede dudar de la fuerza profética de sus advertencias. Utilizo el término “profeta” en el sentido bíblico original (bien definido por Daniel Bensaïd en sus recientes escritos), no el de quien pretende “prever el futuro”, sino el de quien enuncia una anticipación condicional, quien advierte al pueblo de las catástrofes que ocurrirán si no toma otro camino.

En segundo lugar, en este siglo XX que fue no sólo el de los “extremos” (según la expresión de Eric Hobsbawn) sino el de las manifestaciones más brutales de la barbarie en la historia de la humanidad, no se puede dejar de admirar un pensamiento revolucionario como el de Rosa Luxemburgo, que supo rechazar la ideología cómoda y conformista del progreso lineal, el fatalismo optimista y el evolucionismo pasivo de la social-democracia, la peligrosa ilusión -a la que se refirió Walter Benjamin en sus “Tesis” de 1940- de que bastaba con “nadar con la corriente” y dejar hacer a las “condiciones objetivas”. Al escribir en 1915, en su folleto “La crisis de la social-democracia” (firmado con el seudónimo Junius), la consigna “socialismo o barbarie”, Rosa Luxemburgo rompía con la concepción –de origen burgués, aunque adoptada por la II Internacional- de la historia como progreso irresistible, inevitable, “garantizado” por las leyes “objetivas” del desarrollo económico o de la evolución social. Una concepción maravillosamente resumida por Gyorgy Valentinovitch Plekhanov, cuando escribía: “La victoria de nuestro programa es tan inevitable como que mañana salga el sol“. La conclusión política de esta ideología “progresista” sólo podía ser la pasividad: nadie habría tenido la descabellada idea de lucha, arriesgar su vida, combatir para asegurar la aparición matinal del sol…

Volvamos por un momento al alcance político y “filosófico” del lema “socialismo o barbarie”. Se encontraba sugerido en algunos textos de Marx o de Engels, pero fue Rosa Luxemburgo quien le dio esta formulación explícita y tajante. Implica una percepción de la historia como proceso abierto, como serie de “bifurcaciones”, donde el “factor subjetivo” de los oprimidos –consciencia, organización, iniciativa– se vuelve decisivo. No se trata de esperar a que el fruto “madure”, según las “leyes naturales” de la economía o de la historia, sino de actuar antes de que sea demasiado tarde.

Porque la otra parte de la alternativa es un siniestro peligro: la barbarie. Con este término, Rosa Luxemburgo no designó una imposible “regresión” a un pasado tribal, primitivo o “salvaje”: se trataba, en su forma de ver, de una barbarie eminentemente moderna, de la cual sería un ejemplo contundente la 1ª Guerra Mundial, mucho peor en su inhumanidad criminal que las prácticas guerreras de los conquistadores “bárbaros” del final del Imperio Romano. Nunca antes en el pasado, semejantes tecnologías –los tanques, el gas, la aviación militar– se habían sido puesto al servicio de una política imperialista de masacre y de agresión a tan inmensa escala.

Desde el punto de vista de la historia del siglo XX, la consigna de Rosa Luxemburgo ha sido profética: la derrota del socialismo en Alemania abrió la vía a la victoria del fascismo hitleriano y, en consecuencia, a la 2ª Guerra mundial y a las formas más monstruosas de barbarie moderna que la humanidad nunca haya conocido, simbolizadas y resumidas con el nombre de “Auschwitz”.

No por casualidad la expresión “socialismo o barbarie” sirvió de bandera y signo de reconocimiento a uno de los grupos más creativos de la izquierda marxista de postguerra en Francia: reunido en torno a la revista del mismo nombre, animada durante los años 50 y 60 por Cornelius Castoriadis y Claude Lefort.

El dilema y la advertencia indicada en la consigna de Rosa Luxemburgo siguen estando a la orden del día en nuestra época. El largo período de repliegue de las fuerzas revolucionarias –del que poco a poco se empieza a salir– ha venido acompañado de la multiplicación de guerras y de masacres de “purificación étnica”, desde los Balcanes hasta África, el ascenso de racismos, chovinismos, integrismos de todo tipo, incluso en el corazón de la Europa “civilizada”.

Pero se presenta un nuevo peligro, no previsto por Rosa Luxemburgo. Ernest Mandel había subrayado en sus últimos escritos que el dilema del siglo XXI para la humanidad ya no sería, como en 1915, “socialismo o barbarie”, sino “socialismo o muerte”. Designaba con ello el riesgo de catástrofe ecológica resultante de la expansión capitalista mundial, con su lógica destructiva del entorno. Si el socialismo no viene a interrumpir esta carrera vertiginosa hacia el abismo –el ascenso de la temperatura del planeta y la destrucción de la capa de ozono son sus signos más visibles–, la supervivencia misma de la especie humana estará amenazada.

En tercer lugar, ante el fracaso histórico de las corrientes dominantes del movimiento obrero, por un lado el poco glorioso derrumbamiento del pretendido “socialismo real” –heredero de los sesenta años de estalinismo–, y por otro lado la sumisión pasiva (¿o se trata de una adhesión activa?) de la social-democracia a las reglas -neoliberales- del juego capitalista mundial, la alternativa que representaba Rosa Luxemburgo, un socialismo a la vez auténticamente revolucionario y radicalmente democrático, aparece más pertinente que nunca.

Como militante del movimiento obrero del Imperio zarista –había fundado el Partido Socialdemócrata de Polonia y Lituania, afiliado al Partido Obrero Socialdemócrata ruso– había criticado las tendencias, en su opinión demasiado autoritarias y centralistas, de las tesis defendidas por Lenin antes de 1905. Su crítica coincidía, en este punto, con la del joven Trotsky en “Nuestras Tareas Políticas” (1904).

Al mismo tiempo, como dirigente del ala izquierda de la socialdemocracia alemana, peleó contra la tendencia de la burocracia sindical y política, o de las representaciones parlamentarias, a monopolizar las decisiones políticas. La huelga general rusa de 1905 le pareció un ejemplo a seguir también en Alemania: tenía más confianza en la iniciativa de las bases obreras que en las “sabias decisiones” de los órganos dirigentes del movimiento obrero alemán.

Al tener noticias en prisión de los acontecimientos de Octubre de 1917, se solidarizó inmediatamente con los revolucionarios rusos. En un folleto sobre la Revolución Rusa, redactado en 1918 en prisión, que no fue publicado hasta 1921, después de su muerte, saludó con entusiasmo este gran acto histórico emancipador y rindió un caluroso homenaje a los dirigentes revolucionarios de Octubre:

Todo el valor, la energía, la perspicacia revolucionaria, la lógica de que puede dar prueba un partido revolucionario en un momento histórico, han sido mostrados por Lenin, Trotsky y sus amigos. Todo el honor y toda la facultad de acción revolucionaria que han faltado a la socialdemocracia occidental, se vuelven a encontrar entre los bolcheviques. La insurrección de octubre no sólo habrá servido para salvar a la revolución rusa, sino también el honor del socialismo internacional.

Esta solidaridad no le impidió criticar lo que le parecía erróneo o peligroso en su política. Si algunas de sus críticas –sobre la autodeterminación nacional o la distribución de tierras- son muy discutibles, y bastante poco realistas, otras en cambio, sobre la cuestión de la democracia, son completamente pertinentes y de una notable actualidad. Aún reconociendo la imposibilidad, para los bolcheviques, en las dramáticas circunstancias de la guerra civil y de la intervención extranjera, de crear “como por arte de magia, la más bella de las democracias”, no por ello Rosa Luxemburgo dejó de llamar la atención sobre el peligro de un deslizamiento autoritario, y reafirmó algunos principios fundamentales de la democracia revolucionaria:

La libertad sólo para los partidarios del gobierno, sólo para los miembros de un partido –por numerosos que sean- no es la libertad. La libertad es siempre la libertad del que piensa de otra manera (…). Sin elecciones generales, sin una ilimitada libertad de prensa y de reunión, sin una libre lucha de opiniones, la vida se debilita en todas las instituciones públicas, vegeta, y queda la burocracia como único elemento activo.

Es difícil dejar de reconocer el alcance profético de esta advertencia. Algunos años más tarde, la burocracia se apoderaba de la totalidad del poder, eliminando progresivamente a los revolucionarios de Octubre de 1917, a la espera de poder exterminarlos despiadadamente en los años 30.

Una verdadera refundación del comunismo en el siglo XXI no puede ahorrarse el mensaje revolucionario, marxista, democrático, socialista y libertario de Rosa Luxemburgo.

 

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