Cultura. Hombre en venta

Resumen Latinoamericano / 4 de enero de 2019 / Daniel Pizarro, Politika

Desde el fin de la esclavitud el hombre está en venta. El Papa Pío Nono, -convenientemente homenajeado por el puente que lleva su nombre y la calle homónima-, consagró el derecho de los cristianos a poseer, a comprar y a vender esclavos. Pero alguien se dio cuenta de que no era negocio. Y los hombres fueron libres, o sea se pusieron en venta. Como quiera que sea, lo importante, como cuenta brillantemente Daniel Pizarro, es “Qué cosa quiere el perro”.

El perro se resiste a dar un paso. Con un traje de viejo pascuero, cinturón negro con hebilla, una capucha y su ridículo pompón, no quiere moverse. Yo mismo le puse el disfraz, para reírme un rato. Para no ponerme a llorar. Pues a veces me digo que sólo existen esas dos opciones en la vida, siempre a la mano. Digo que el perro, aquí en el parque, se ve ridículo, y que la gente se sonríe al mirarlo y más de alguno de seguro piensa que el idiota soy yo, el hombre que al ridiculizar al perro se ridiculiza a sí mismo. Y tienen toda la razón, pienso. Los animales son nuestro espejo. La naturaleza es nuestro espejo y eso me hace pensar en los movimientos animalistas y ecológicos, condenados a proyectar lo humano en lo perruno, y a nunca traspasar sus propios límites. Dios es lo más humano que conozco.

Digo que el perro viste un traje de viejo pascuero, y que el idiota soy yo. Su libertad tiene un radio de cuatro metros y cuando la correa está tensa y él siente esa resistencia en el arnés que le impide ir más allá a su pleno arbitrio, entonces se sienta y me mira. Mira hacia lo humano, desde lo perruno. Y yo sé que ese tránsito es imposible y no vale la pena colocar palabras que expliquen su mente o su mirada, ni mucho menos pedir auxilio al Encantador de Perros, ese personaje de la televisión que al hablarnos de canes no hace sino excavar más y más hondo en la naturaleza humana, ese pozo sin fondo.

Digo que por mi parte voy paseando con un perro disfrazado de Santa Claus o Papá Noel. Pero no sé qué hace este perro, atado a una correa para evitar los peligros de la calle o morir ahogado en el canal que corre junto al parque. ¿Cómo ponernos en el pellejo del otro, me pregunto, sobre todo si es un perro? Su libertad tiene un largo de cuatro metros, ya se dijo. Y aquí en el parque me pregunto cuál es el largo de mi cadena, en qué momento sentiré que la correa se tensa y no consigo avanzar más allá. Y hacia quién miraré suplicante. Soy un hombre en venta, resuelvo entonces.

Mientras más me vendo, más libre me siento. Lo que se compra por un lado se pierde por el otro. El hombre solo está perdido, me digo. El hombre solo es un esclavo o un facineroso; no hay más opciones. El perro quiere avanzar otro tanto y yo lo acompaño; cuatro metros mide el largo de su libertad, insisto. Venderse es hacer algo contra la voluntad propia; un perro no lo haría, un humano sí, y muy seguido. El humano cede por voluntad propia, el perro cede a la fuerza. El humano incluso se convence de aquello que no va consigo. Pero bueno. El ser humano soporta yugos invisibles y de plomo. El perro es capaz de comer pájaros muertos y putrefactos. Es su naturaleza, supongo.

Mientras me alejo por el parque al paso del perro, pienso en mí y en mi niñez. Pienso en un hábito profundo que se arraigó en mi niñez y que consiste en anclar la vida a los años calendario. Como recurso nemotécnico es excelente, uno se convierte en un archivador ambulante y es capaz de encontrar las fichas más recónditas organizadas por año y a veces hasta por mes. Los recuerdos yacen ordenados en sus nichos. Gracias a este recurso poseo una memoria de elefante. ¿De qué me sirve? De nada, lo más probable. La memoria del perro es olfativa, no cabe duda. Avanza con memoria precisa hacia el sitio donde encontró el pájaro muerto, que hace unos días desapareció dentro de su estómago. Lo que para mí es un asco para él es alimento. Me mira, y yo no entiendo qué querrá decirme. Que pase el Encantador de Perros, por favor.

Mi memoria es un mausoleo. Tal vez si la vuelco en forma de palabras consiga escribir un buen libro. ¿Valdrá la pena? No sé por qué me acuerdo de 1978, aquí en el parque. Tenía siete años y repasaba los acontecimientos personales de aquel año. Un niño en la cama esperando la caída de sus párpados. Me decía, como si hubiese recorrido la hoja entera del balance, que había sido un buen año para mí, el niño de entonces. Pero 1978 fue un año espantoso, la verdad, como los anteriores y también como los que vendrían. Las policías secretas perseguían, torturaban, asesinaban. No se podía hablar en voz alta, te ponían la bota encima, te humillaban a gusto. El sadismo era la moda nacional. El radio de libertad se extendía hasta el perímetro de la casa, y muchas veces ni eso. Del año 90 en adelante la correa se alargó, es cierto. Necesidades del mercado. Pero no voy a hablar ahora de política, no. Estoy hablando —pensando, más bien— acerca de mi memoria y mi forma de entender la vida, o dicho de otro modo, del cuento humano que me cuento.

Con su pompón ridículo, el perro me mira a cuatro metros de distancia. ¿Qué cosa quiere el perro?

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