Latinoamérica. A desalambrar la lucha popular

Resumen Latinoamericano / 23 de diciembre de 2018 / Aram Aharonian, Clae

Cada fin de año uno se siente compelido a escribir sobre lo que pasó en el año que pasó y lo que supone que va a pasar en el que llega sin invitación. Este fin de año, desde el campo nacional-popular latinoamericano, tenemos poco para festejar y, entonces, nuestras miradas se centran en el 2019, en el que depositamos nuestras expectativas de cambio.

Es noche, la ciudad está en calma, mientras los indigentes vuelven a sus refugios en las recovas y las ollas populares solidarias garantizan al menos una comida caliente para miles de desempleados. Desde los estantes de mi miniblioteca me espían la vieja Underwood de mis inicios periodísticos, la carcaza de una antigua teletipo, varias líneas de linotipo, que son testigos del esfuerzo anual de escribir sobre lo que pasó y lo que vendrá. Hora de análisis y de especulaciones, de recordar algún triunfo y otras derrotas.

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Nos quedamos sin referentes cuando más los necesitamos

Vivimos momentos en los que a nuestra región retornan el neofascismo, la xenofobia, la misoginia, la homofobia, el racismo, de la mano de gobiernos de ultraderecha, mientras a las amodorradas fuerzas populares (¿progresistas, de izquierda?) les cuesta reelaborar el pensamiento crítico y apelan a una nostalgia inmovilizadora y acrítica, mostrando la fragmentación de la lucha, la falta de unidad y también de proyectos.

La sensación de inseguridad respecto del progreso y la estabilidad económica de sus sociedades, además de la corrupción, figuran entre las causas de la pérdida de confianza en la democracia de varios países de la región. El 2018 fue un annus horribilis, con un incremento de opiniones que valoran más la autoridad, el orden y la seguridad, por encima de las libertades y los derechos asociados con la democracia en el mundo.

Es una tendencia hacia los autoritarismos que se da no sólo en Latinoamérica, sino en América como continente, así como en Europa y Asia, y justamente en países donde la democracia se encontraba en pleno avance hace un par de décadas. ¿El fin de la tercera ola de democracias? Sólo el 65% del promedio latinoamericano considera que esa es la mejor forma de gobierno, mientras 14% cree que no vive en una democracia, según Latinobarómetro.

Como vemos, no se trata sólo de derrotas electorales, políticas, sino de una derrota cultural. Ya no se habla –al menos desde el poder- de igualdad, justicia social y de sociedades de derechos, ni del buen vivir, democratización de la comunicación, de democracia participativa. Lo que tienen en común las ultraderechas actuales –americanas, europeas- es haberse librado de los complejos e inhibiciones democráticas posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Ya no hacen falta golpes de Estado, tanques, soldados, bayonetas, muertos y desaparecidos para imponer el modelo, basta el control de los medios masivos de comunicación y las llamadas redes digitales para imponer los imaginarios colectivos, basados en la repetición de mentiras, en golpes blandos gracias a la corrupción de los sistemas judicial, parlamentario, policial que, en el caso de nuestra región, los gobiernos progresistas no lograron cambiar, quizá porque jamás tuvieron realmente el poder.

Hoy, la desobediencia –en las calles- parece ser el arma de los libres. Son los movimientos y los grupos de izquierda los que se proponen, nuevamente, construir la nueva resistencia, la nueva alternativa, conformando espacios más amplios, redes de diálogo y articulación. Y desde allí consensuar una agenda de lucha con propuestas concretas, lejos de la diatriba de talibanes virtuales que solo ayudan al enemigo

Llevamos más de 500 años de resistencia y de desarrollismo subdesarrollado al servicio de las élites, empeñadas en terminar con la política externa independiente de nuestros países y con los procesos de integración, privatizar los recursos naturales, las empresas estatales y los bancos públicos, además de vender las tierras a extranjeros y multinacionales, comprometiendo la producción nacional de alimentos, la soberanía alimenticia y el control sobre las aguas.

Esta pluralidad progresista es la que tiene la misión de hacer un balance sincero, sin sectarismo, de lo actuado en los últimos tres lustros, reivindicando aciertos pero también señalando los límites de un proyecto que no supo y/o pudo realizar los cambios estructurales, las profundas transformaciones, involucrándose, incluso, en escándalos de corrupción, que sirvieron de munición de grueso calibre para el proceso de criminalización de los gobiernos populares.

Cuando el progresismo supere la fragmentación y desorientación política, tendrá la gran responsabilidad de planificar colectivamente otro desenlace. Mientras, habría que ensayar rumbos alternativos para evitar que, una vez más, sean otros quienes recojan los frutos de la lucha. Hoy la insumisión de las mujeres parece estar anunciando el futuro, conmoviendo el presente. Pero es un fragmento del todo.

En el progresismo, cada quien cree que la lucha se limita a su temática: género, defensa del ambiente, derechos laborales, democratización del conocimiento y la educación (y en general busca apoyos de fundaciones u ONG extranjeras, que tienen sus propios intereses). No hay una agenda general que deje en claro que la lucha es contra el sistema capitalista, causa de nuestros males pasados, presentes y futuros.

En realidad la izquierda ha sido incapaz de responder de manera efectiva a los diferentes ciclos de crisis financiera, y estas actitudes generan descontento y desconfianza en los sectores populares, y estimulan de alguna medida la agresividad de la derecha, que se comporta y gobierna de acuerdo a su ideología, asume el desprecio por las clases trabajadoras y a las ventajas concedidas al capital.

En varios países de nuestra región es palpable el malestar y una atmósfera que suele preceder a furiosos estallidos sociales, como el Caracazo de 1989 o aquel “que se vayan todos” del 2001 argentino.

Pero, lamentablemente, también se van apagando los faros, y nos vamos quedando sin referentes como Fidel, el Che, Allende, Chávez, Galeano. Mientras otros se reciclan ahogándose en el pragmatismo del fin de las ideologías y la simbiosis de derecha e izquierda.

“Vivimos tiempos de negación; tiempos de empresarios y de cínicos, de emprendedores exitosos. Tiempos de democracia dolorosa. Vienen a escarmentarnos, a quitarnos la épica. No sólo la contemporánea sino también la más lejana, la de los héroes escolares que habrían tenido culpa de ser revolucionarios”, señalaba recientemente el biólogo molecular argentino Alberto Kornblihtt.

Vivimos tiempos de delación y de banalidad televisiva, de gatopardismo explícito, en que conservadores se reúnen en un partido con nombre de cambio, para no cambiar nada que no sea retroceder. Tiempos que buscan monocordia. Quien no acepte la conciliación de clases es culpable de ahondar una grieta que daña el entusiasmo y el optimismo necesarios para adormecer conciencias”, añade.

¿Habrá una luz al final del túnel? En el año que se nos viene, el 2019, se vislumbra un pequeño haz de luz; con el gobierno del centroizquierdista Andrés Manuel López Obrador en México, con la factible reelección de Evo Morales en Bolivia, con la continuidad de un desdibujado Frente Amplio en Uruguay, con un triunfo antimacrista en Argentina, con las elecciones en El Salvador y Panamá…

Pero para ver esa luz, el progresismo debe desprenderse de su peor atadura, su propio temor a autocriticarse, refugiándose en un conformismo intelectual y político, anclado a escenarios y discursos ya perimidos por la realidad, sin interpelar permanentemente a la derecha. Debe abandonar de una vez por todas, la denunciología y el lloriqueo, y adelantar propuestas sobre una agenda propia de los acuciantes temas actuales.

La derecha intenta cambiar la relación de fuerzas entre las clases y a insertar a nuestros países en la geopolítica estadounidense, abaratando y flexibilizando al máximo la mano de obra, acordando con el FMI, profundizando la exportación de bienes primarios (minería, agro, petróleo) o apenas industrializados. Intenta imponer una transformación educativa y cultural profunda, junto con el desarrollo de un gran aparato represivo adiestrado por “expertos” militares estadounidenses e israelíes, para terminar con la combatividad del pueblo.

Más allá del tema de género y el empoderamiento de las mujeres, un plan de lucha debiera incluir la reforma constitucional y reestructura del Estado, la problemática de seguridad y defensa, la fase actual transnacional, global, virtual, concentrada del capitalismo, la integración regional soberana y las herramientas de la nueva gobernanza global, las nuevas tecnologías y el futuro del trabajo, el neocolonialismo y la dependencia que propone el FMI.

Es necesario volver a la Latinoamérica y el Caribe como territorio de paz, analizar las nuevas formas de trabajo esclavo, la mercantilización del conocimiento y la educación; proyectar un cambio de las estructuras sociales. Y de pensar otra comunicación y otra democracia, participativa, acorde a las necesidad de una mayor organización popular.

Esto significa construir una agenda propia y no quedar atrapados en ser reactivos a la agenda del enemigo. Para eso, hay que comenzar por vernos con nuestros propios ojos y no con los ojos del enemigo (los eternos vendedores de espejitos de colores), de los neocolonizadores, de nuestros verdugos, para poder dar la batalla por los sentidos.

Es mucho más difícil construir que resistir: hay que juntarse, poner hombro con hombro, levantar paredes ladrillo a ladrillo (a veces se caen y hay que volver a levantarlas). Sí, claro, la construcción se hace desde abajo, porque lo único que se construye desde arriba, es un pozo.

La izquierda, el progresismo, debe analizar las causas de las derrotas electorales, pero también de las derrotas culturales: la agenda la sigue imponiendo la derecha, el relato lo sigue escribiendo ellos. La tarea pendiente es el esfuerzo planificado para transformar y revolucionar ininterrumpidamente las pautas del sentido común establecido, y es por ello que muchos ciudadanos que salieron de la pobreza en los gobiernos progresistas, votan por sus verdugos, en contra de los que los beneficiaron.

Álvaro García Linera presentó “el neoliberalismo zombie”, que sólo moviliza odios y resentimientos. El odio al pobre, al sindicato, a la mujer liberada, al trabajador alzado, implica un rechazo emotivo de corto plazo. Repite viejas recetas que fracasaron y mientras hablan de abrir fronteras, desde EE.UU. los liberales cierran sus fronteras.

El extractivismo ideológico-político 

Está desapareciendo la cultura de lo nacional en nuestros países, en virtud del incremento de su dependencia de las grandes potencias industrializadas, la extranjerización de sus economías, la pérdida de sus recursos naturales, la erosión de su soberanía, el bombardeo permanente del terrorismo mediático y el incremento de la injerencia y la intervención foránea.

La avalancha ideológica neoliberal ejerce una influencia determinante en la producción teórica y en la práctica política de diversos sectores de la izquierda, que asumen –quizá por comodidad- que la revolución social es irrealizable, por lo que hay que adaptarse a las reglas del capitalismo y tomar distancia del lenguaje y los programas radicales, de cambios estructurales.

Algunos renunciaron hace ya mucho tiempo al socialismo, mientras que otros diluyen su esencia y lo convierten en una especie de capitalismo idílico, argumentando que a lo que más se puede aspirar es a moderar los excesos de las políticas antipopulares y que los oprimidos deben seguir cediendo, porque corren el riesgo de perderlo todo.

A lo largo de la historia la fragmentación ha sido el objetivo de los imperios sobre los países colonizados –basta recordar nuestra historia- y también la del neoliberalismo sobre los pueblos, en su objetivo de desmontar las construcciones sociales de los estados de bienestar y justicia social, que afectan los intereses de los sectores concentrados del poder, al propender a la distribución de las riquezas.

A desalambrar: la lucha es una sola

En los primeros años del siglo comenzamos la campaña para desalambrar los latifundios mediáticos, indispensable para la democratización de la comunicación y la información. Hoy, intentamos desalambrar los pequeños fundos de las luchas populares para convertirla en una gran lucha, sin desviaciones, contra el enemigo: el capitalismo y sus consecuencias.

La oportunidad y necesidad obliga a la izquierda a repensarse; obliga a miradas autocríticas y debates sinceros, porque gran parte cambió el protagonismo popular por el de los aparatos políticos tradicionales. Cambiaron los actores, pero no se busca politizar la lucha social sino dar la pelea a través de partidos e instituciones, donde también presionan socialdemócratas europeos y el Vaticano para evitar un estallido social.

El capitalismo neoliberal acentuó su carácter colonial y depredador para apropiarse de las riquezas naturales de nuestros países, pero, lamentablemente, no existe confluencia entre los aparatos sindicales y las asambleas ambientalistas que se reproducen desde Oaxaca a Tierra del Fuego. Las respuestas dese el campo popular son fragmentadas, y la lucha se sigue haciendo con viejas y perimidas herramientas, obviamente insuficientes.

En estas guerras de quinta generación, no podemos pelear contra la inteligencia artificial y el big data, con arcos y flechas.

Imagen relacionadaLa izquierda de nuestro continente debe prepararse para volver a tomar el gobierno en los próximos años, reconociendo errores y virtudes, como la incapacidad de gestionar exitosamente la economía y la carencia de proyectos de desarrollo que compatibilicen el crecimiento económico sin desigualdad social, y con el cuidado de la naturaleza.

¿Volver? Hay que tener en claro para qué se quiere retornar al poder, dejando de lado la nostalgia y teniendo conciencia de que el mundo no es igual que a principios del milenio. El retorno debiera ser para poner al ciudadano como sujeto de política, empoderar a los pobres dándoles acceso a la educación, la salud, la alimentación.

Debiera ser para promover la inyección de instancias plebiscitarias de la democracia participativa en los mecanismos de la democracia representativa (lo que supone no cooptar para el gobierno a los referentes de los movimientos sociales que hoy ganan la calle), y disputar la idea de “patria”, de la soberanía nacional, para no dejarla en manos de la derecha. Reinstalar el concepto de “patria grande”, de unidad latinoamericana.

Ya lo decía el premonitorio filósofo rural Martín Fierro: “ Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera, en cualquier tiempo que sea. Porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera”.

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Es medianoche, sentado en mi miniblioteca, mientras los minutos corren por mi reloj del sur (cuyas manecillas se mueven hacia la izquierda), mientras Daniel Viglietti canta su “Milonga de andar lejos”: Yo quiero romper la vida,/ cómo cambiarla quisiera,/ ayúdeme compañero;/ ayúdeme, no demore, /que una gota con ser poco/con otra se hace aguacero. Y en seguida arremete con su A desalambrar, para recordarnos que la tierra (y la lucha) es “mía, tuya y de aquel, de Pedro, María, Juana y José”

Sobre eso, precisamente, estuve tratando de escribir, sobre la necesidad de entender que la lucha es una sola y no se vende ni alquila por pedazos ni en cómodas cuotas, que la lucha es contra el capitalismo y por la defensa de un futuro para la humanidad. La pelea es entonces simultáneamente anticapitalista, anticolonial y antipatriarcal, en todos los ámbitos de la vida colectiva.

Me sirvo otro café, mientras la Negra Mercedes Sosa, con su vozarrón me interpela: “¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón”.

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