Argentina. Macri. 3 años

Resumen Latinoamericano / 10 de diciembre de 2018 / Esteban De Gori y Amílcar Salas Oroño, Celag

El macrismo cumplió tres años en el poder. Resistió. Se mantuvo. Después de miles de especulaciones sobre catástrofes, tsunamis y entregas anticipadas del poder, la coalición gobernante se mantiene a flote. Incluso lo hace con el elemento más destacable: malos resultados económicos, pero con encuestas que lo colocan con una adhesión importante y polarizando con una posible candidatura de Cristina Fernández de Kirchner (CFK). Pese a los malos resultados hoy podría competir con el kirchnerismo o con lo que este pueda armar. Y además seguir contribuyendo a algo muy importante: configurar la escena política, dividir el campo y también intervenir colateral o directamente en las tensiones que se expanden al interior del universo peronista.

El macrismo es un buen partisano conservador que ha logrado construir una adhesión contra el kirchnerismo, sus posibles actos de corrupción y, sobre todo, desde una profunda sospecha y rechazo por las políticas universales. Este ha logrado convocar a una individualidad silenciosa construida al costado y en rechazo al kirchnerismo. Todavía, parte de su fortaleza espiritual radica allí. Otra parte reside en la intervención eficiente en la relación que ha mantenido con las gobernaciones peronistas –20 son conducidas por este partido y otras 4 por el oficialista Cambiemos– y con las diversas instituciones del Gobierno nacional (Poder Judicial y Poder Legislativo).

Existen dos momentos importantes en estos tres años de macrismo. Desde su inicio hasta el fin del gradualismo y su acuerdo con el FMI (junio 2018) y a partir de este hasta hoy.

Primer momento: el gradualismo de Estado

El gradualismo consistió en ir desarmando algunas tensiones económicas que el kirchnerismo había dejado, como el subsidio a las tarifas, la no inversión en algunos lugares estratégicos y el tipo de cambio, pero manteniendo cierta inversión pública en diversos ámbitos y, sobre todo, no realizando fuertes devaluaciones. De hecho, la inflación como gran meta político–económica no fue morigerada, sino todo lo contrario. En términos políticos, el macrismo reordenó todo el tablero político. Construyó alianzas con un peronismo que se había enemistado con CFK y sobre todo, con la mayoría de los 20 gobernadores que dejaron de responder al kirchnerismo y pasaron a acordar leyes y gobernabilidad con el macrismo. A su vez, reconfiguró las tensiones que el kirchenismo había formulado y descomprimió la figura presidencial. Macri se presentó con un estilo de liderazgo especularmente distinto al de CFK. Es alguien que, a diferencia del kirchnerismo, desconfía –aunque sea presidente y antes jefe del Gobierno porteño– de la política, que introduce miradas posmodernas sobre ese lugar pomposo y protocolar que el kirchnerismo había otorgado al poder.

En los primeros meses de Gobierno, Cambiemos avanzó sobre algunas cuestiones que intentaron medir el ‘termómetro’ de aquello que había dejado (o no) el kirchnerismo. La disolución de la Ley de Medios, el ‘sinceramiento’ que terminó con el aumento de los servicios públicos y el intento de imposición, por decreto presidencial, de dos jueces para el máximo tribunal dieron cuenta de la fatiga social que dejaba el anterior Gobierno. Incluso mantuvo algunos aspectos que había decidido modificar, como el impuesto a las ganancias para los trabajadores y trabajadoras, reclamado por un sindicalismo que ya se había enfrentado a CFK.

Cambiemos logró un gran triunfo en los tres grandes distritos: la Nación, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y la Provincia de Buenos Aires. Ese poder político y territorial novedoso para una fuerza no peronista –ni exclusivamente de la Unión Cívica Radical, su aliado– logró expandirse en gobernabilidad, logrando un conjunto importante de leyes con el aval de ambas cámaras legislativas. A su vez, se benefició a la provincia de Buenos Aires con fondos históricos adeudados y negoció el presupuesto con los gobernadores.

Cierta pax económica y una gran cintura política que se observó en dirigentes como Emilio Monzó, en la gobernadora María Eugenia Vidal y en la ministra de Desarrollo Social, Carolina Stanley, condujeron a todo el macrismo a una victoria electoral importantísima en 2017 –una elección de medio término– en los distritos más relevantes del país. Allí se pudo observar que la estrategia de la reconciliación y no exacerbación de las tensiones políticas no confería buenos resultados como la reafirmación de la polarización. También se pudo observar que el macrismo, más allá de su discursividad pospolítica, había integrado de otra manera –principalmente en la provincia de Buenos Aires– el territorio de los barrios populares y las organizaciones sociales. No se permitió que todo fuera realizado por el mercado para integrar las expectativas sociales, ni sólo otorgarle presupuesto a los intendentes y gobernadores. Tampoco lo hizo aumentando las políticas universales desde el Estado, sino que redefinió la integración a través de estrategias focalizadas, con organizaciones no gubernamentales, organizaciones sociales y dirigencias territoriales vinculadas a partidos que integran la coalición gobernante. A su vez, el rol de Elisa Carrió fue relevante. Introdujo una oscilación con el poder presidencial que trajo algunos réditos: ser fiscal del poder y aliada del mismo. La imagen de un poder que controla al ‘poder’ recreó los imaginarios liberales que se sienten cómodos con los límites a la política. Y que, además, miran a la política como un ejercicio poco transparente.

Para triunfar en 2017, el macrismo se lanzó a dividir el campo, pero no desde un lugar principalmente ideológico, sino que lo colocó en los logros de la gestión como en dimensiones postpolíticas.  El laboratorio del ’17 será puesto en marcha en el ’19 sin una economía con buenos resultados. Las diferencias con el kirchnerismo, primero con la ‘pesada herencia’ y luego sobre la corrupción fueron organizando un campo político móvil. Mientras el kirchnerismo apostó a construir una barrera o frontera desde lo ‘ideológico’, las fronteras del macrismo son móviles, van avanzando y retrocediendo ante las adhesiones o rechazos de la sociedad.

Segundo momento: postgradualismo, de Cristina a Christine

El macrismo hasta hoy mantiene algo de audacia y juego al límite, sobre todo después del fin del gradualismo. La discusión sobre la despenalización del aborto fue un hecho clave en un país que no había podido discutir tal normativa con el Gobierno de CFK. Cierto guiño a los gobernadores y a que, dentro del propio macrismo, un sector importante afirmaba continuar con la penalización del aborto; la ley no salió pero el Gobierno, en parte, capitalizó esa audacia.

A principios de 2018 el escenario cambió. Los problemas pendientes se agravaron. La ampliación de la deuda y la posibilidad de reducir las reservas para pagar los intereses de la misma motivaron el inicio de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI), un ajuste importante del gasto público y una devaluación severa que motivó una desestabilización económica, sobre todo vinculada al empleo público y a las empresas y oficios vinculados al mercado interno. La tasa de desempleo comenzó a crecer levemente, el consumo cayó –principalmente de sectores populares y medios–, al igual que la producción industrial. Pese a ello, la inflación no mermó y no se produjeron conflictos sociales importantes, ya que la política del Ministerio de Desarrollo Social y de la gobernadora de la provincia de Buenos Aires permitió entablar acuerdos con organizaciones sociales y otros actores garantizando cierta paz social.

Por ahora el macrismo, pese a los resultados económicos preocupantes, mantiene una interesante adhesión electoral. Sus tres metas: pobreza cero, inversiones y bajar la inflación, no se han logrado. Sólo el flujo del préstamo del Fondo y algunas inversiones parecen constituir una especie de salvavidas para ‘surfear’ lo que vendrá del 2019. Además le queda su aceitada cintura política. Por ahora, la fragmentación del universo peronista permite al macrismo llegar con cierta perfomance a las próximas elecciones. Los gobernadores de las provincias más importantes están cerca de un peronismo alternativo que del kirchnerismo, cosa que puede cambiar si el Gobierno de Macri agudiza la crisis de su propio electorado. Por ahora, cierto peronismo espera, negocia y espera, viendo cómo se agudiza o conduce la economía. Pero no sólo verán cómo se desarrolla lo económico, sino también cómo se planteará la próxima campaña electoral, qué elementos la integrarán, cómo se organizaran en una estrategia polarizada y cómo en ella quedan cerca o lejos gobernadores e intendentes. El macrismo, en su polarización, tensiona a cierto peronismo al vincularlo a un Gobierno anterior con funcionarios presos por corrupción. La llamada “causa de los cuadernos” puede integrar parte de la visualidad de una campaña que tendrá otros elementos importantes sobre lo propiamente económico que, como indicamos, es muy pobre en sus resultados.

El aval político del FMI y de países como Estados Unidos, Alemania y China permite nuevas posibilidades de sortear el próximo año electoral con algo de dinero para repartir o para ejecutar. Ello es un handicap con que el Gobierno cuenta, como también cuenta con una sociedad que empieza a movilizar sus expectativas y a resentirse frente a la situación económica. Una movilización que todavía no sirve para perder las próximas elecciones pero que, si no es tomada en cuenta, puede ocasionar graves problemas para el oficialismo.

La gobernabilidad parlamentaria de Cambiemos y las articulaciones políticas

La (originaria) correlación de fuerzas parlamentarias

Cambiemos, el frente político–electoral que terminó consagrando a Mauricio Macri como presidente en el 2015, es una fuerza política construida ese mismo año, en base a dos grandes socios: el Pro (Propuesta Republicana, el partido propio de Macri) y la Unión Cívica Radical (UCR, el mas antiguo de los partidos políticos argentinos, con 6 presidentes a lo largo de la historia del país). La alianza de Gobierno, además, contó con la adhesión de ciertos liderazgos políticos más o menos expresivos, y dirigentes provinciales que, incluso provenientes del peronismo, se sumaron en sus distritos a la candidatura de quien, por entonces, era jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Una vez pasadas las elecciones del 2015, con una victoria presidencial por estrecho margen, era evidente que los recursos políticos con los que contaría el Pro–Cambiemos serían bastante reducidos: tan sólo dos gobernaciones propias, más otras cinco que le sumaría el radicalismo y, lo que en su momento despertaba más preocupación, minorías en ambas cámaras legislativas.

Es importante advertir que en los tres años de Gobierno el oficialismo siempre estuvo en condición minoritaria en el Parlamento, lo que es una curiosidad histórica: es el primer Gobierno que en 100 años no tiene mayoría propia en ninguna de las dos cámaras: 1/3 en la Cámara de Diputados y 1/5 en el Senado. Esta correlación de fuerzas políticas despertó inmediatamente dudas respecto de cuál sería la capacidad para poder imponer su agenda y traducir en leyes su propuesta de gobierno. Sin embargo, y tal como había sucedido cuando Mauricio Macri fuera alcalde de la Ciudad de Buenos Aires (2007–2011 y 2011–2015), el Poder Ejecutivo mostró, sobre todo durante el primer año de mandato (2016), un alto porcentaje de votaciones a favor de sus proyectos, llegando a un 73,9% de promedio en ambas cámaras.

Las diez principales leyes impulsadas durante el 2016 por el oficialismo fueron aprobadas, entre ellas: el acuerdo con los ‘fondos buitre’ (acreedores que habían quedado afuera de las anteriores renegociaciones de la deuda pública argentina o holdouts); la devolución del IVA a los jubilados; la ley de acceso a la información pública; la norma que incorpora técnicas especiales para a investigación criminal (con las figuras del agente revelador y encubierto); la ley que abrevia los juicios en delitos de flagrancia; la reparación histórica a los jubilados y blanqueo de capitales; la que incorporara la figura del ‘arrepentido’; el propio presupuesto 2017; la ley que limita el uso de los ‘superpoderes’ presupuestarios; y, finalmente, la ley de fomento a emprendedores.

La ‘secretos’ de esta capacidad de articulación también sorprendieron desde el punto de vista de la propia autoridad presidencial: Macri fue el primer presidente argentino en llegar al Gobierno a través de un balotaje. Aquí es donde debe considerarse un elemento nada secundario: la creación, con posterioridad a los resultados de la elección del 2015, de un ‘clima político’ adverso y persecutorio en relación con el kirchnerismo, profusamente alimentado por los principales medios de comunicación, ampliando las diferencias del kirchnerismo con el ‘massismo’ –grupo parlamentario orientado por Sergio Massa, exfuncionario de Néstor y Cristina Kirchner, pero que desde el 2013 se puso en un lugar de ‘oposición responsable’– que, sumado a algunos diputados electos por el Frente para la Victoria (FPV), terminaron otorgando el principal sustento parlamentario al primer tramo de la gestión macrista.

En la segunda parte del mandato, sobre todo luego de las elecciones legislativas intermedias del 2017, este sector se desdibujaría y fragmentaría, por lo cual el macrismo debió recurrir a otros espacios –un cambio en su ‘política hacia los gobernadores’, incluso del peronismo– y articulaciones políticas más amplias, con diversas fuerzas políticas regionales.

En efecto, esta carencia parlamentaria ya mostraría en el 2017 los límites de aquella supuesta fuerza inicial articuladora. Si bien el Gobierno ese mismo año logró aprobar uno de sus principales proyectos (luego de diversos escándalos tanto dentro como fuera del Congreso Nacional; en la Cámara de Diputados, por ejemplo, fue por un escaso margen), la Ley de Reforma Previsional, es de señalar el menor caudal de aprobaciones de ese año. También destacaron la denominada Ley Brisa -reparatoria para con los menores cuyas madres fueron víctimas de feminicidio, impulsada por la sociedad civil–; la Ley del Cupo Trans; la Ley de electrodependientes; la Ley de Víctimas; y la Ley de Alquileres, entre otras leyes sectoriales o ‘económicas’ en la jerga parlamentaria.

De hecho, no sólo hubo menos aprobaciones sino también menos reuniones de comisiones y sesiones plenarias. En el comparativo histórico, como lo detallaban en su momento los informes del propio Directorio Legislativo, el 2017 fue el tercero con menor cantidad de leyes sancionadas en casi 30 años, con apenas 75. Desde 1991 sólo hubo dos períodos con menor cantidad de iniciativas aprobadas: 65 en 2005 y 70 en 2010, con un promedio para ese segmento temporal de 130; lo mismo puede decirse para las medias sanciones: 169, muy por debajo de la producción de los últimos años.

A esta situación hay que agregar que, durante el 2017, comenzó a quedar más clara la práctica e insistencia, por parte del Poder Ejecutivo, en el uso del veto presidencial como un mecanismo cuya reiterada utilización logró instalarse como un elemento relevante del juego político propuesto por el oficialismo, circunstancia que se evidenció en los casos de los vetos a la Ley de Emergencia Ocupacional, a la Ley de Doble Jubilación Mínima a excombatientes de Malvinas, a la Ley de Trombofilia, a la Ley de Expropiación del Hotel Bauen, entre otros casos. Una práctica que había sido reiterada por Macri como jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, quien llegó a vetar 168 leyes, principalmente en su primer mandato.

El peor ‘trabajo legislativo’ desde la democratización en 1983

Pero si los números del 2017 fueron magros, los del 2018 serían aún peor. De hecho, este año, el tercero de la gestión de Mauricio Macri, es francamente decepcionante respecto de las relaciones entre Poder Ejecutivo y Poder Legislativo, y permite plantear, por lo menos de forma aproximada, alguna caracterización respecto de lo que propone Cambiemos como fórmula de construcción de mayorías democráticas.

Este año el Congreso ha sancionado 36 leyes, donde tan sólo 9 tuvieron origen en proyectos enviados al Congreso por el presidente, lo que representa el 25 % del total. La tasa de participación legislativa del presidente Mauricio Macri en 2018 (25%) experimentó una caída de 3 puntos respecto a 2017 (28%) y del 2016 (27%). Destaca la Ley de Presupuesto, cuyo tratamiento -si bien fue expeditivo- demandó mucha articulación del Ejecutivo.

Con todo lo que supone lo anterior, hay un dato inobjetable como tendencia política: el Congreso argentino tiene cada vez menos protagonismo, funcional para un programa neoliberal que requiere que las fuerzas sociales y políticas opositoras permanezcan desagregadas entre sí y sin capacidad de trabar disputas. En ese sentido, el Congreso es, paradójicamente, un foco de atención primordial (ya no sea para su neutralización) y sobre el que realiza, quizás, una de sus políticas más exitosas: ha logrado controlar su productividad –desarticulando los espacios opositores, chantajeando a legisladores, generando nuevos alineamientos, no dando quórum, suspendiendo reuniones de comisiones de labor parlamentaria, entre otras diversas prácticas– precisamente, para debilitar al Congreso en sus funciones. Se entiende que para esa dinámica, el oficialismo haya colocado y mantenido en el cargo a uno de sus principales articuladores políticos, Emilio Monzó (que en más de una oportunidad ha amenazado con renunciar, despertando todo tipo de alarmas en el macrismo), elegido recientemente por cuarta vez para presidir un año más la Cámara de Diputados.

Se trata, por lo tanto, de una instancia en la que Cambiemos se ha mostrado bastante firme, completando su accionar con con Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU), o bien con Resoluciones Ministeriales, algunas de las cuales en directa colisión con las competencias constitucionales establecidas. Una desvalorización legislativa compatible con las necesidades neoliberales.

La política exterior del Gobierno de Cambiemos

Los lineamientos ideológicos previos a la asunción del Gobierno

En abril de 2015, diplomáticos, especialistas y políticos opositores a Cristina Kirchner elaboraron un documento expuesto en la sede del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI). El Documento se llamó “Seremos afuera lo que seamos adentro” y allí se explicitaban los lineamientos centrales de lo que el próximo Gobierno debiera tener en cuenta para encarar la política exterior.

Este ‘Grupo Consenso’ estaba integrado, entre otros, por Andrés Cisneros (exvicecanciller de Carlos Menem), el analista internacional Jorge Castro, Fernando Petrella (también exvicecanciller de Menem, en su momento procesado por la venta ilegal de armas), Rogelio Pfirter, actual embajador ante la Santa Sede, el hoy ministro de Relaciones Exteriores, Jorge Faurie, y Fulvio Pompeo, en aquel momento subsecretario de Relaciones Internacionales del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, figura central para las relaciones internacionales del PRO, una especie de ‘canciller en las sombras’ desde la asunción del presidente Mauricio Macri, y recientemente nombrado en un nuevo puesto de gran influencia en cuestiones de Política Exterior, Defensa y Seguridad: la Secretaría de Asuntos Estratégicos. Ese era, de haberlo, el Programa de Cambiemos en materia de política Exterior.

Tres puntos destacaban en el Documento: la Argentina debía ‘acoplarse’ al mundo actual como proveedora alimentos y energía, donde “se debe trabajar para fortalecer nuestras tradicionales relaciones con Europa y los Estados Unidos”; establecer un esquema de diálogo “maduro” hacia Londres “evitando confrontaciones estériles”, en referencia a la cuestión Malvinas; y se proponía “una adecuada convergencia entre el Mercosur atlántico y la promisoria Alianza del Pacífico” para  abandonar así el “aislamiento”, en sintonía con una política exterior “en clave económica”, desideologizada (como tres años después repetiría el propio Jair Bolsonaro).

Los primeros pasos de un nuevo rumbo en materia exterior

En el mes de enero de 2016 el presidente Macri asistió al Foro de Davos realizado en Zurich después de trece de años de ausencia de un presidente argentino en dicho ámbito. El encuentro con CEOs de empresas multinacionales y con otros mandatarios fue presentado como ‘fundamental’ para un país al que, de acuerdo con el propio presidente, llegaría una “lluvia de inversiones” ante el cambio de signo político, como consecuencia de una genuina y necesaria ‘apertura al mundo’. Ya en febrero de ese año, el Gobierno presentó un preacuerdo para resolver el litigio con los denominados ‘fondos buitre’; la medida fue aplaudida por el FMI y el secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Jack Lew. Y el Gobierno la enarboló como el fin del aislamiento y la vuelta a los mercados internacionales.

Durante ese primer año de mandato, Mauricio Macri hizo un esfuerzo por mostrar la ‘nueva image’” viajando a trece países y realizando quince reuniones bilaterales. Recibió a Barack Obama a poco de cumplir los 100 días de Gobierno, y también vinieron François Hollande (Francia), Shinzo Abe (Japón), Justin Trudeau (Canadá), Matteo Renzi (Italia), entre los más importantes. Incluso se reunió con Xi Jinping y Vladimir Putin en el contexto del G20, así como con Angela Merkel, Mark Rutte, Mariano Rajoy y Emmanuel Macron. Recién en abril de 2017 se produciría el encuentro con Donald Trump en la Casa Blanca.

En el marco de esta nueva orientación, Argentina se integró como observador de la Alianza Pacífico, en la reunión de Puerto Varas del mes de junio de 2016, en un contexto donde los tipos de integración en marcha en América Latina estaban en disputa. En oportunidad de la crisis política brasileña que derivó en el impeachment contra Dilma Rousseff y su posterior destitución en agosto de 2016, la posición del Gobierno argentino fue la de “respetar el proceso institucional que se está desarrollando en Brasil” –tal como afirmaba el documento de la Cancillería–  lo que en los hechos era avalar un nuevo golpe blando en la región. Respecto de Venezuela, tanto durante la campaña como después de su asunción, Mauricio Macri expresó su posición de apelar a la Carta Democrática del Mercosur contra ese país, y estas intenciones se ratificaron el 2 de diciembre con la suspensión de Venezuela en una situación totalmente irregular. Aún más: en el marco de una visita a Nueva York en noviembre Macri pidió un ’embargo completo’ contra ese país.

A contramano de la vocación política alternativa que significaron la Unasur y la CELAC, organismos en los que Argentina tuvo un rol protagónico, el Gobierno fue confirmando un nuevo alineamiento internacional. Por ejemplo, respecto de Gran Bretaña: por un lado, incluso mediante un ‘paso en falso’ diplomático, cuando el presidente – durante su viaje a la Asamblea General de la ONU del 2016– anunció que la premier británica, Theresa May, había consentido dialogar sobre la soberanía en Malvinas, cuestión que no había ocurrido. Por otro lado, unos meses más tarde, al firmar la Declaración del 13 de septiembre de 2016 en la que el Gobierno argentino, a través de su canciller, se comprometió a “adoptar las medidas apropiadas para remover todos los obstáculos que limitan el crecimiento económico” de las Islas, incluyendo claramente lo referido a “comercio, pesca, navegación e hidrocarburos”, una cuestión completamente contraria a la soberanía y límites de la propia plataforma continental.

Otro lastimoso ejemplo, esta vez hacia Estados Unidos, fue el voto argentino en la Asamblea General de Naciones Unidas respecto del anuncio de la Casa Blanca de trasladar su embajada a Jerusalén. Yemen y Turquía presentaron un Proyecto de Resolución para tratar de detener la ejecución de dicho traslado. A diferencia de Chile y Brasil, la Argentina se abstuvo, diferenciándose de la mayoría de los países del mundo (la moción fue aprobada por 128 votos), y modificando una conducta histórica. En el mismo sentido, debe comprenderse el acuerdo firmado con el estado norteamericano de Georgia para la participación de la Guardia Nacional estadounidense (como parte del Comando Sur) en asuntos de Seguridad y Defensa de Argentina; un acuerdo que es parte del Programa de Asociación Estatal (SPP, por sus siglas en Inglés) del Departamento de Defensa de Estados Unidos.

La consolidación del alineamiento: de Davos a la ‘inserción inteligente’

Desde mediados de 2017 y durante el 2018, la política exterior argentina profundizó la dirección asumida, con la insistencia de profundizar las relaciones comerciales con Europa, en particular el Acuerdo Mercosur–Unión Europea; es allí que cobra atención el reemplazo de cancilleres y la asunción de Jorge Faurie (que se había desempeñado como embajador en Francia). Macri volvió a insistir con la ‘cuestión de Venezuela’, en el marco de una visita a Nueva York en el mes de noviembre de 2017, donde solicitó un “embargo completo” contra ese país, y confirmó, como orientación diplomática, la necesidad de la “lucha contra el terrorismo internacional y del narcotráfico”, un tema por el cual, desde su asunción, ha permitido que la Drug Enforcement Administration (DEA)  instalara dos Task Force en las provincias de Salta y Misiones.

Sin embargo, sea el desplante de Donald Trump frente a las demandas argentinas por el biodiésel este 2018, o la fallida cumbre de la Organización Mundial de Comercio (OMC) en la Argentina en diciembre del año pasado –respecto de las expectativas de avanzar con los acuerdos entre Mercosur y Unión Europea– lo que cada vez ha quedado más en evidencia es la falta de comprensión de la Cancillería respecto de las dinámicas globales. Se trata de un déficit también correspondiente a la falta de una verdadera definición respecto de lo que supone el ‘interés nacional argentino’. Esta indefinición y vaguedad intenta, por momentos, ser contrarrestada con una serie de planteos (conceptuales) que no hacen más que ratificar el ‘realismo periférico’ con el que se encaran las posiciones del país en el ‘concierto de naciones’. La última formulación del canciller Faurie ha sido la de procurar una ‘inserción inteligente’: “Inteligente es para nosotros la inserción que genera oportunidades; una política exterior abierta y centrada en nuestros intereses que (…) consolide la presencia de la Argentina en el mundo, capitalice la relación con cada uno de los países en los que exista una oportunidad, multiplique las alternativas para llevar nuestros productos a nuevos mercados y profundice el acceso a los ya conquistados”.

Ese planteo resume de forma clara la política exterior argentina de Cambiemos: en la práctica, un alineamiento geopolítico a los intereses de EE. UU. que degrada (y cada año que pasa la regresión avanza) toda posición soberana, bajo la retórica de una ‘inserción’ cada vez mayor. La realidad muestra todo lo contrario: la inserción productiva de Argentina en el planeta es del 0,32% del total. Demasiado poco para las grandilocuentes expresiones reiteradas durante la última reunión del G20 en Buenos Aires.

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