Presión estética: Una vil alianza entre el patriarcado y el capital

Resumen Latinoamericano / Laia Estrada, Kaos en la Red / 25 de julio de 2017

La cosificación de las mujeres y la presión estética son dos herramientas sexistas plenamente vigentes al servicio de la perpetuación del patriarcado capitalista, a pesar de que haya quien se emperre al negar tanto su poder como su vigencia.

El hecho que las mujeres no seamos consideradas sujetas, sino objetos o apéndices del sujeto masculino es algo fácilmente identificable en las sociedades en las cuales opera un patriarcado coercitivo. Es decir, aquellas que establecen normas claras y estrictas en relación a los roles y funciones de las mujeres y los hombres, la desobediencia de las cuales puede llegar a comportar incluso la muerte.

Ahora bien, la cosificación de las mujeres no es tan visible en las sociedades en que encontramos un patriarcado de consentimiento, como la nuestra, donde no nos matarán para no desarrollar el rol de género que nos corresponda, sino que lo cumpliremos con el objetivo de recibir el “premio” de la aceptación social. En este caso, la socialización de género y la normatividad son las “manos invisibles” que amoldan nuestras personalidades de forma que nos adecuamos a los roles y estereotipos que corresponden al sexo con el cual nacemos. Nadie nos encarcelará hoy en día por no cumplir con esta normatividad, pero sí que recibiremos la estigmatización, el rechazo social, seremos víctimas de la violencia simbólica y en algunos casos, especialmente las personas LGBTI, de agresiones verbales y físicas.

En las sociedades donde predomina un patriarcado de consentimiento y que se rigen por la falacia de la igualdad formal, no es tan sencillo reconocer que las mujeres seguimos siendo ciudadanas de segunda clase. Los asesinatos por violencia machista a manos de ex-parejas sentimentales que no aceptan las rupturas (“la maté porque era mía”) son la demostración más cruda de que se nos sigue considerando objetos. Pero el acoso en la calle, invisibilizado en la cotidianidad hasta su normalización, la cosificación a la que se nos reduce con trabajos subalternos incluso promovidos por la administración pública, y la presión estética que impera en los medios de comunicación y que inunda nuestras calles, también nos recuerdan que en la esfera pública no participamos en igualdad de condiciones, sino que como mucho somos unas invitadas.

Concretamente, la relación entre el patriarcado y la presión estética sobre las mujeres es muy evidente en cuanto que, todavía hoy, se nos define como el “sexo bello” no sólo en los círculos más reaccionarios, sino que incluso es como nos califica una entrada que aparece en el Diccionari de l’Institut d’Estudis Catalans  del Instituto de Estudios Catalanes cuando se busca la palabra “sexo”. Pero, desgraciadamente, ahora que el capitalismo aprovecha la presión estética sobre los hombres para engordar sus beneficios, a la vez que ha transformado la belleza en una cuestión meritocrática, corremos el peligro de olvidar que también es violencia de género.

Hoy en día nuestra sociedad identifica el esfuerzo para mantener una imagen que se adecúe a los cánones de belleza y a la moda como un valor positivo que demuestra capacidad de conseguir hitos que requieren autodisciplina, de la misma forma que el caso contrario se asocia a la carencia de voluntad y tenacidad. Pero a pesar de que este pensamiento se extiende al conjunto de la sociedad, en ningún caso es equiparable a la implicación que tiene sobre las mujeres y los hombres, pues entra en juego la vil alianza entre el patriarcado y el capital: mientras el esfuerzo para ser y mantenerse atractiva está asociado a la feminidad, no es así en el caso de la masculinidad; es más, en algunos entornos es diametralmente contrario a ella.

Lo más perverso de todo es que, dado que se trata de un suculento negocio, actualmente la presión estética tiene más impacto que nunca y esto se traslada a dos hechos claramente observables. Por un lado, se ha extendido a todas las clases sociales, no sólo son las mujeres que forman parte de las élites quienes se ven obligadas a cumplir con este imperativo. Por otro lado, lejos de lo que podríamos pensar, las conquistas feministas han permitido muchos avances pero no en este aspecto, hasta el punto de que el hecho que las mujeres accedan a cuotas de poder no nos libera de la presión estética, más bien al contrario. Cuanto mayor es la posición de poder que ocupa una mujer, más se le exige que se preocupe por su apariencia física, y más útil es la presión estética como herramienta de desautorización y descrédito hacia ella.

Finalmente, las mujeres tenemos que sufrir a lo largo de nuestras vidas, seamos más jóvenes (niñas incluidas) o más viejas, los efectos del bombardeo constante y despiadado de la presión estética. Las consecuencias psíquicas y físicas que tiene la obsesión para cumplir unos cánones de belleza imposibles van mucho más allá de los trastornos alimentarios que recogen las estadísticas, la mayoría de los cuales nunca se llegarán a diagnosticar: dietas no saludables, automedicación, intervenciones quirúrgicas de riesgo… La fobia al envejecimiento, a la acumulación de grasa y a la flaccidez, así como el tiempo y el dinero que destinamos a combatirlo, se normalizan a la vez que la inseguridad que nos genera mina nuestra capacidad de empoderamiento y de liberación.

Hoy, más que nunca, la belleza se ha convertido en una conducta impuesta a las mujeres y la presión estética no sólo es una herramienta para cosificarnos, sino que también es una reacción violenta del patriarcado para evitar que nos transformemos en un sujeto político con potencial revolucionario. Y mientras tanto, el capitalismo va tirando tirando del negocio, inventando e imponiendo nuevos requisitos, aprovechando la creencia que con todos los recursos que “nos ponen al alcance”, desde los cosméticos hasta la cirugía, pasando por los productos dietéticos y las prendas de ropa que realzan y disimulan nuestros “defectos”, quienes no es atractiva es porque no quiere.

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