Palestina. La nueva fase de anexión israelí

por Robert Fisk, Resumen Medio Oriente, 5 julio 2020

Regresemos a Balfour. No se trata de si Israel se anexará Cisjordania
más adelante este mes, o cuánto o cuánto más de ella. Se trata de la
promesa original británica de 1917 –o el pecado original, si uno es
árabe– y lo que expresaba en palabras. Porque, después de la verborrea
acerca de la simpatía británica y las aspiraciones sionistas, la única
oración de la Declaración Balfour sostenía que el gabinete en Londres
veía con ojos favorables el establecimiento en Palestina de una patria
nacional para el pueblo judío. Y las palabras más importantes de esta
oración eran nacional y en Palestina. Podemos olvidar las tonterías
sobre proteger los derechos de las comunidades no judías existentes en
Palestina, porque no teníamos la menor intención de hacer nada por el
estilo. Por eso –y bien harían los lectores en echar una ojeada a ese
malévolo documento– Alfred Balfour prefirió evitar identificar a esas
misteriosas comunidades no judías como árabes, musulmanas o cristianas.

Así pues, primero veamos lo de nacional, adjetivo de nación, que en
lenguaje actual significa un Estado. Al menos es lo que hemos tenido
que aceptar, porque, si Balfour sólo quiso decir nación en el sentido
de comunidad colectiva –es decir, un pueblo–, ¿por qué usaría las
palabras pueblo judío después de haber expresado apoyo a una patria
nacional para él? Pero la segunda expresión, de igual importancia, es
en Palestina. Porque Balfour –que, en efecto, significa el gabinete de
guerra británico de 1917 en pleno– no especificó a qué parte de
Palestina se refería cuando escribió sobre la patria judía.

¿Fue a la sección que se convirtió en Israel más de 30 años después?
¿O una porción mayor? ¿O todo lo que en 1920 se volvió el mandato
británico sobre Palestina, es decir, lo que hoy es Israel, Cisjordania
y la ciudad de Jerusalén (y Gaza, que por el momento, y por obvias
razones, es otra historia). Incluso se podría alegar que la Palestina
a la que Balfour se refirió en 1917 incluía Transjordania: lo que hoy
se conoce como el reino de Jordania, en el otro lado del río Jordán,
más adelante sustraído a Palestina por los británicos.

Entonces, cuando Benjamin Netanyahu les dijo hace dos meses a los
israelíes que la extensión de la soberanía de Israel hacia Cisjordania
sería otro glorioso capítulo en la historia del sionismo, su
predecesor sionista, Chaim Weizmann –quien tuvo extensa participación
en la redacción y semántica de la Declaración Balfour– sin duda habría
afirmado que ese objetivo ya se había alcanzado.

¿Acaso los británicos no habían hablado de Palestina sin hacer la
menor delimitación geográfica de la patria nacional que los judíos
establecerían dentro del futuro mandato? En otras palabras, en 1917
los judíos bien pudieron haber creído que los británicos les ofrecían
una Palestina mucho más grande –de hecho, toda Palestina– de la que al
final se puso en el camino de Israel en 1948. En esos días, por
supuesto, Cisjordania no existía en la nomenclatura de judíos o árabes.

Las comunidades no judías (los árabes cristianos y musulmanes) en
Palestina –a quienes Balfour no ofreció una patria nacional– vivían en
todo ese territorio. Sin embargo –y esta es la expresión estremecedora
de la declaración–, no se mencionaba que esos pueblos vivieran allí.
Meramente existían allí (como en los derechos de las comunidades no
judías existentes en Palestina). Eran una mayoría de los pobladores de
Palestina, pero en definitiva no eran definidos según su identidad,
sino según la identidad de quienes crearían su patria allí. Eran no judíos.

Todo esto se remonta, desde luego, a las fronteras. Si los británicos
creyeron que habían prometido –o si los judíos pensaban que les habían
prometido– toda Palestina, entonces, ¿qué tonterías son estas acerca
de una anexión? ¿Acaso los sionistas han olvidado el objetivo original
de la Declaración Balfour? Así pues, ahora viene la verdadera amenaza
a la noción misma de la anexión.

Porque, si en efecto declara la soberanía israelí sobre el resto del
antiguo mandato británico, ¿qué ha sido Cisjordania desde que fue
ocupada por Israel en la guerra árabe-israelí de 1967? Esa conquista
territorial –en un conflicto que los árabes empezaron– convirtió a
Israel en potencia ocupante, con todas las obligaciones que entonces
deben recaer sobre ella. Pero el argumento de Israel, todo este
tiempo, fue y es que es un territorio en disputa –a menos que sea
anexado, supongo–, puesto que no era un territorio soberano de nadie
que pudiera ser ocupado cuando los israelíes se adentraron en
Cisjordania hace 53 años. Por consiguiente, la noción misma de una
Palestina árabe, de acuerdo con los israelíes, no existe porque no
tiene todos los atributos de un Estado. Hagamos a un lado por el
momento la aceptación de Naciones Unidas de su calidad de Estado: es
la definición de esa calidad la que ha sido el fundamento de la
negativa israelí a aceptar la existencia de una Palestina árabe.

Aquí volvemos a la ironía final de todo el proyecto colonial israelí
en Cisjordania. Porque, si la lastimera versión de Palestina que tiene
el presidente Abbas –Gaza y Cisjordania– carece de los atributos
vitales de un Estado, tampoco Israel los tiene. En efecto, ¿qué país
de la Tierra es incapaz de decir a su propio pueblo –ya no digamos al
resto del mundo– dónde está su frontera este? ¿Corre por el centro de
Jerusalén? ¿Alrededor del este de Jerusalén? ¿Alrededor del borde de
los mayores desarrollos coloniales de Cisjordania, construidos, como
siempre nos lo recordamos, casi por completo sobre la tierra de otro
pueblo (los árabes)? ¿Irá a ser esta la nueva frontera este de Israel,
sobre la que Netanyahu ha estado amenazando a los palestinos –alentado
por Donald Trump y Jared Kushner– en meses recientes?

Pero si esta anexión se dará ahora en etapas –puede consumir un
asentamiento aquí, un puesto ilegal en otra parte (fenómeno este
último que es una de las excusas más risibles de Israel para engullir
tierra ajena) –, de todos modos no define la ubicación de la frontera
este israelí. La nueva anexión de Netanyahu, si va a ser poco a poco,
tamaño salami, bocado a bocado, solo será otra frontera temporal, una
frontera desangelada esperando la creación de una demarcación soberana
más, que también será provisional.

En otras palabras, si Israel quiere una frontera este, tendrá que
decir al mundo dónde va a estar la frontera final. Entonces tendrá
todos los atributos de un Estado. Y no puede hacerlo –y Netanyahu no
puede– porque de inmediato cobraría existencia el Estado de apartheid
que los críticos de Israel afirman que es. En el momento en que Israel
nos diga que toda la línea del río Jordán (no solo la parte norte) es
la frontera de Israel, entonces los árabes de Cisjordania estarían
viviendo sin derechos o votos dentro del Gran Israel.

Es interesante en qué terminos se han expresado en las semanas pasadas
las objeciones a los planes de Netanyahu, si vamos a tomarlos en
serio, así como consideramos lunático al gobierno de Trump. La Unión
Europea ha resaltado la ilegalidad de tal despojo de tierra. Boris
Johnson –quien ha elogiado y condenado la Declaración Balfour en el
curso de pocos años, dependiendo de si buscaba nuevos acuerdos
comerciales con Israel– ahora ha dicho en su artículo en un diario
israelí que está inmensamente orgulloso de la contribución británica
al nacimiento de Israel en la Declaración Balfour de 1917.

Sin embargo, salvo dos tibias referencias a la justicia –tanto para
israelíes como para palestinos, claro–, toda su tesis se basa en la
idea de que las propuestas de anexión fallarán en el objetivo de
asegurar las fronteras israelíes (sic) y serán contrarias a los
intereses israelíes a largo plazo. Sería, escribió, una violación al
derecho internacional. Y sería un regalo a los antisemitas (esos que
quieren perpetuar las viejas consejas acerca de Israel).

Sin embargo, ni una sola vez señala Johnson que la razón principal de
oponerse a la anexión de Cisjordania es que es incorrecta e inmoral,
un acto criminal de robo masivo de tierras que dejará a todo un pueblo
–o a las comunidades no judías, como hubiera dicho Balfour– sin los
hogares y la tierra que en derecho les pertenece. Esta –que no es
ninguna minucia de legislación internacional– es la razón principal
por la que millones de personas en todo el mundo están atónitas ante
la determinación israelí de adueñarse de ese territorio.

Y hasta que las potencias occidentales civilizadas impidan que Israel
cometa esa inmoralidad –esa crueldad–, Netanyahu puede soplar y
resoplar acerca de la anexión para contento de su corazón, e incluso
poner la nueva, pero temporal alambrada fronteriza israelí sin sentir
el menor temor.

Así pues, en vez de ponderar por qué Netanyahu y Gantz podrían estar
divididos con respecto a su proyecto colonial –o cuánto temen una
victoria de Joe Biden y, por tanto, tienen que empujar hacia delante,
o cuánto temen una derrota de Trump y por tanto tienen que poner en
suspenso sus nuevos planes coloniales, o qué contramedidas puede
imponer la Unión Europea a la economía israelí, o qué tanto preocupa a
Johnson su seguridad–, recordemos que todo esto se refiere a la
existencia de Israel como Estado.

Para tener un Estado, debe tener fronteras. Pero sostener su reclamo
de una frontera que abarque toda Cisjordania socava la moralidad sobre
la cual existirá el Estado que vaya a crearse al final, con todos los
atributos necesarios. Ese es el meollo del asunto. Quizá lo
demostremos cuando los periodistas, comentaristas y analistas gastemos
tanto tiempo en reportar y examinar los cargos de presunta corrupción
contra Netanyahu –que él niega– como lo hacemos con respecto al crimen
masivo e inminente de robar para siempre la tierra y propiedad de otro pueblo.

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