Chile. El tiempo detenido

Luis Casado / Resumen Latinoamericano / 28 de febrero de 2020

Leyendo a Alexis de Tocqueville no puedo dejar de recordar a Úrsula Iguarán, ese arquetipo de coraje, amor y generosidad que ilumina Cien Años de Soledad.

Gabriel García Márquez la describe de tal modo que las selfies salen sobrando, para no hablar de las imágenes de alguna cámara de seguridad de esas que hubiesen podido impedir la muerte anunciada de Santiago Nasar, o al menos saber a ciencia cierta quien diablos se garchó a Ángela Vicario, misterio que no tuve la ocasión de dilucidar preguntándole al autor del libro. García Márquez, con una pluma certera, pinta a Úrsula de manera inolvidable:

“Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.”

Úrsula, heroína improbable, feminista a su modo y antes de la hora, se preguntaba:

“…si no era preferible acostarse de una vez en la sepultura y que le echaran tierra encima, y le preguntaba a Dios, sin miedo, si de verdad creía que la gente estaba hecha de fierro para soportar tantas penas y mortificaciones; y preguntando y preguntando iba atizando su propia ofuscación, y sentía unos irreprimibles deseos de soltarse a despotricar como forastero, y de permitirse por fin un instante de rebeldía, el instante tantas veces anhelado y tantas veces aplazado de meterse la resignación por el fundamento, y cagarse de una vez en todo, y sacarse del corazón los infinitos montones de malas palabras que había tenido que atragantarse en todo un siglo de conformidad.”

La épica Úrsula solía decir que en Macondo el tiempo no pasaba, sino que se daba vueltas en redondo. No solo ella. A Pilar Ternera…:

“Un siglo de naipes y de experiencia le había enseñado que la historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad.”

Si Alexis de Tocqueville me recuerda estas reflexiones relativas al tiempo es porque en su libro El Antiguo Régimen y la Revolución (1856) evoca las reivindicaciones del clero, detallándolas de tal modo que parecen cogitadas ayer. Tocqueville pretende que tanto el clero como la nobleza disponían, en pleno absolutismo, de muchas libertades de las cuales se servían con frecuencia y desparpajo:

“Muchos eclesiásticos eran hidalgos de sangre, y transportaban a la Iglesia el orgullo y la indocilidad de las gentes de su condición.”

Tal vez por eso se dio el trabajo de leer los Cahiers des Doléances que el clero garrapateó en 1789, año en que Louis XVI convocó los Estados Generales, asamblea que reunió la nobleza, el clero y el tercer estado (la burguesía y los miserables). Permitiéndose una reflexión que respalda el materialismo de su contemporáneo Karl Marx, Tocqueville afirma:

“Si uno quiere hacerse una idea justa de las revoluciones que puede sufrir el espíritu de los hombres como consecuencia de los cambios que intervienen en su condición, hay que releer los cuadernos de dolencias del clero en 1789.”

“El clero se muestra a menudo intolerante y a veces testarudamente apegado a varios de sus antiguos privilegios; pero por lo demás, –tan enemigo del despotismo, tan favorable a la libertad civil y tan amante de la libertad política como el tercer estado o la nobleza–, proclama que la libertad individual debe estar garantizada no con promesas sino con un procedimiento análogo al habeas corpus.”

Dos siglos más tarde, nuestro amigo Roberto Garretón presentó miles de demandas de habeas corpus, todos rechazados sin miramiento alguno por una Justicia arrodillada ante la dictadura cívico-militar chilena, esa que ahora alaba e intenta poner de moda un pazguato llamado Bolsonaro.

En 1789 las reivindicaciones de la curia iban aun más lejos. Según los cuadernos de la época el clero:

“Exige la destrucción de las prisiones del Estado, la abolición de los tribunales de excepción, pide la publicidad de todos los debates, la inamovilidad de todos los jueces, la admisibilidad de todos los ciudadanos a todos los empleos, que deben estar abiertos solo al mérito; un reclutamiento militar menos opresivo y menos humillante para el pueblo y del cual nadie pueda exceptuarse; el fin de los derechos señoriales que, surgidos del régimen feudal son contrarios a la libertad; la libertad ilimitada del trabajo, la destrucción de las aduanas internas (peajes, N .del T); la multiplicación de las escuelas privadas (independientes de la Iglesia, N del T): habrá una –dicen los cuadernos– en cada parroquia, y será gratuita; habrá establecimientos de beneficencia pública en el campo, como las oficinas y talleres de caridad; así como toda suerte de estímulos a la agricultura.”

Todo esto es de una candente actualidad, particularmente en Chile, en donde la escuela es un ‘bien de consumo’, los jueces y la Justicia una variable de ajuste y los peajes un impuesto venido directamente de la Edad Media. La cuestión de fondo, no resuelta, sigue siendo la Constitución de la dictadura que perpetúa el secuestro de los derechos ciudadanos. En 1789 el clero tenía claro que la Carta Fundamental era la clave:

“En la política propiamente dicha, (el clero) proclama más alto que nadie que la nación tiene el derecho imprescriptible e inalienable de reunirse para hacer las leyes y votar los impuestos.”

La soberanía reposa en el pueblo y no en un monarca o un grupito de oligarcas incrustados en el Parlamento. De ahí que no fuese una sorpresa que los Estados Generales decidiesen transformarse en Asamblea Constituyente y le diesen a Francia su primera Constitución republicana. En el Chile del 2019 esa hazaña figura entre las tareas pendientes.

Observador agudo, Tocqueville –conocido como uno de los más preclaros ideólogos del liberalismo– previene y aconseja:

“Hay que estudiar en sus detalles la historia administrativa y financiera del antiguo régimen para comprender a qué prácticas violentas o deshonestas la necesidad de dinero puede reducir a un gobierno (…) una vez que el tiempo consagró su poder y lo liberó del temor a las revoluciones, esa última defensa de los pueblos”.

Como te decía, leyendo a Tocqueville no puedo dejar de pensar en Úrsula Iguarán. En Chile el tiempo da vueltas en redondo. Parece que es hora de preguntarle a Dios, sin miedo, si de verdad cree que la gente está hecha de fierro para soportar tantas penas y mortificaciones. Si no ha venido ya el tiempo de permitirnos por fin un instante de rebeldía, el instante tantas veces anhelado y tantas veces aplazado de meternos la resignación por el fundamento, y cagarnos de una vez en todo.

No lo digo yo, lo dice Tocqueville: al pueblo siempre le queda la última defensa de las revoluciones. Hay una imprescindible, imprescriptible, inalienable e impostergable, que consiste en devolverle al país su calidad de República y a la nación el beneficio de la democracia.

Para que el tiempo no siga detenido. En ambos sentidos de la palabra.

Politika*

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