Uruguay: Memorias de Atahualpa del Cioppo

Resumen Latinoamericano*, 21 de septiembre 2018.

Por Jorge Pignataro Calero.-

POCO le faltó, apenas una década, para haber vivido un siglo. Aunque si “veinte años no es nada” según reza el verso tanguero de Alfredo Le Pera, mucho menos son los diez que le faltaron a Atahualpa del Cioppo para alcanzar la centuria de vida. Pero su jerarquía intelectual, su ardor de infatigable luchador, su profundo concepto de la cultura, y su proyección en el ámbito teatral no solo uruguayo sino también latinoamericano son de tal envergadura y alcance, que para muchos todavía está vivo y ha sobrepasado el centenario.

Nacido como Américo Celestino Del Cioppo Fogliacco el 23 de febrero de 1904 en la ciudad de Canelones, la difundida y malentendida incompatibilidad entre la condición de destacado jugador de fútbol y la natural inclinación a la poesía y el arte le llevaron desde su adolescencia a adoptar el nombre artístico de Atahualpa para firmar sus precoces poemas, nombre que ya no abandonaría y con el que se le ha conocido en todos los medios artísticos que frecuentó. Pero desde muy niño concurría al teatro; en su adolescencia integró un elenco parroquial; y muy tempranamente llegó a intentar la crítica teatral. Para entonces (1930) ya había escrito una obra nunca representada (El gaucho) con música de Vicente Ascone, y publicado su poemario Rumor que el Ministerio de Instrucción Pública le premió en el Concurso del Centenario de la Constitución. Ya mayor cursó estudios de derecho (inconclusos) y obtuvo un empleo bancario que años más tarde perdería por motivos políticos.

Dispuesto a poner en práctica y llevar adelante la concepción teórica del teatro que poco a poco y a la luz de sucesivas experiencias y profusas lecturas se iba conformando en su fuero íntimo, y junto con su primera esposa Ofelia Naveira que tenía un programa radial llamado “La Isla de los Niños”, Del Cioppo creó en 1936 el grupo teatral del mismo nombre como forma de “empezar por el principio”. Es decir, aproximarse a la sensibilidad infantil con la necesaria y prudente cautela y, a la vez, atender a la formación de futuros espectadores adultos, recorriendo todas las instancias etarias previas (adolescencia y edad liceal, juventud a nivel universitario), en una forma de política cultural que aun hoy se sigue aplicando, por ejemplo, en los planes de extensión de El Galpón.

Allí estrenó en 1946 La negra Jesusa, su única pieza conservada, aunque hubo otras (Lo que enseña la vida en la sala de clase, El casamiento de Agapito, Llegaron los Reyes Magos, todas para niños, obviamente), que se alternaron con obras de Juan José Severino y Montiel Ballesteros, reconocidos especialistas del género en esa época. 

Ese mismo año el grupo pasó a llamarse simplemente “La Isla” estrenando en el SODRE Mirandolina, de Goldoni, y El regreso de Ulises, de nuestro Carlos Denis Molina, títulos que ampliaron el alcance de su labor escénica al público adulto y a la promoción del autor nacional. Tres años más tarde la fusión de “La Isla” con una parte escindida del Teatro del Pueblo (pionero del teatro independiente uruguayo fundado en 1937 por Manuel Domínguez Santamaría y otros), dio nacimiento el 2 de setiembre de 1949 a la Institución Teatral El Galpón.

A partir de entonces la labor de Atahualpa como director, docente, teórico y viajero infatigable se intensificó y multiplicó dentro y fuera de Uruguay. Aquí dirigió a la Comedia Nacional (1957, El jardín de los cerezos, de Chejov) y a Club de Teatro (1964, Diario de un pillastre, de Ostrovski), además de sus no muy abundantes pero siempre memorables puestas con El Galpón que incluyeron a grandes nombres del teatro universal (Así en la tierra como en el cielo, de Fritz Hochwalder: Las brujas de Salem, de Miller; Las tres hermanas, de Chejov; Los bajos fondos, de Gorki; El enemigo del pueblo, de Ibsen/Miller; Andorra, de Mar Frisch; Así es si os parece, de Pirandello; Los testimonios, de Peter Weiss; y Julio César, de Shakespeare); difundieron y revisaron autores nacionales (Confusión, de Julio Barreiro; Barranca abajo, de F. Sánchez; El león ciego, de Herrera; Pedro y el capitán, de Benedetti); y divulgaron autores iberoamericanos (La isla desierta, de R. Arlt; Ellos no usan smoking, de G. Guarnieri; Juan Moreira, de E. Gutiérrez; El gesticulador, de R.Usigli); y casi al final de su vida (1991), en La Gaviota, El santo de fuego, del guatemalteco Mario Monteforte Toledo. Pero sobre todo, porque introdujo y difundió masivamente a Bertolt Brecht, que junto con Walter Benjamin, Romain Rolland, Michel Vinaver y otros autores, pensadores y teóricos constituyeron para él las luces del siglo xx.

Fuera de fronteras. Mientras tanto, al par que sus concepciones teóricas se iban consolidando, su prestigio continental crecía sostenidamente. Si la lista de obras dirigidas por Atahualpa en Uruguay no fue tan abundante como podía suponerse en tan dilatada carrera, se debió a que era constantemente requerido desde otros países, ya invitado a festivales (Cuba, Manizales, Bogotá, Caracas, Berlín), o contratado para dirigir y enseñar (Lima, Perú; y Concepción, Chile, donde pasó largos períodos; la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid: y los teatros La Máscara e IFT de Buenos Aires). Sin olvidar el prolongado exilio mexicano que había iniciado en Costa Rica (donde dirigió a la Compañía Nacional), y extendió a Nicaragua y Quito. En Colombia trabó amistad con Enrique Buenaventura, otro teórico teatral gran impulsor de la técnica dramatúrgica de creación colectiva, a cuyas propuestas adhirió entusiastamente dirigiendo allí sus obras La orgía y La maestra.

Paralelamente se multiplicaban las distinciones y los reconocimientos. Ya en 1959 su versión de El círculo de tiza caucasiano, de Brecht recibió en Buenos Aires el premio “Talía” que otorgaba anualmente el semanario del mismo nombre que emitían por Radio Municipal un grupo de exigentes críticos argentinos dirigidos por Emilio Stevanovich e integrado entre otros pon Luis Ordaz y Antonio Rodríguez de Anca. En 1967, el entonces Círculo de la Crítica de Montevideo que cinco años antes había instituido los premios “Florencio” anuales, creó el Gran Premio Nacional “Cyro Scoseria”, trienal, con el propósito de distinguir a destacadas personalidades del teatro nacional, y cuyos primeros adjudicatarios ese año fueron Del Cioppo y Antonio Larreta. En 1978, el Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral (CELCIT), le otorgó el premio “Ollantay” “por su labor permanente y su contribución al desarrollo del arte escénico en América Latina“.

En 1984, con motivo de su octogésimo cumpleaños, la ciudad de La Habana le dedicó su Festival y la medalla “Haydée Santamaría”; y en 1991 el gobierno de Chile le otorgó la medalla Gabriela Mistral “por su tesón en la conjunción de la belleza, la justicia y la verdad“. Convocado a menudo para integrar jurados, en el Festival Universitario de Manizales (Colombia) compartió esa responsabilidad con Pablo Neruda y Miguel Ángel Asturias, entre otros. En 1994, los teatros El Galpón y Circular celebraron sus respectivos 45 y 40 aniversarios organizando conjuntamente un concurso de obras teatrales para niños al que dieron su nombre en reconocimiento a su temprana preocupación por los niños y los jóvenes. El 26 de octubre de 1995 El Galpón inauguró una segunda sala en su sede, a la que denominó Atahualpa, estando en trámite darle su nombre al teatro Politeama de su natal Canelones. Y desde poco tiempo atrás el Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz (España), ha establecido un premio anual con su nombre.

Pero como suele ocurrir con las figuras relevantes, no faltó el costado ingrato cuando en 1992 la fundación Memorial de América Latina (San Pablo, Brasil) le otorgó un suculento premio que levantó controversias cuyos ecos aún perduran; él siguió pidiendo primero la comprensión exhaustiva y luego la encarnación del personaje. Para lograr que un actor “entrara” en ese mundo tan difícil que es “lo que el autor quiso decir”, Del Cioppo no titubeó en pasar horas con él en una mesa de café uniendo sus manos, su cuerpo, su cabeza patriarcal en un solo movimiento que pintara a ese personaje mientras su voz lo expresaba. “Hubo una continuidad“, sigue explicando Ruegger, “entre la necesidad sociológica que se propuso Atahualpa desde sus comienzos con “La Isla de los Niños” de acercar el arte al niño, hacerlo soñar y divertirse con el teatro manteniendo pura el alma infantil al final de la experiencia, y la posterior puesta en escena de obras para adultos que le otorgaban la posibilidad de dejar en su público ocasional algo más que un par de horas de entretenimiento, ayudando a los actores para que se produzca en el público la meditación posterior que perseguía el autor.”

Sentido histórico. En todos estos sentidos y a mayor abundamiento, es ilustrativo el relato de Walter Acosta -autor y director de Meyerhold. En el fondo de un pozo vacío, reciente estreno de la Comedia Nacional-, quien evocaba un ensayo de El círculo de tiza caucasiano de Brecht, en 1959, con El Galpón dirigido por Atahualpa: “Este es uno de los momentos más importantes de la obra, me decía, por mi pequeña escena del viejo lechero, un personaje por el cual yo sentía mucha simpatía. Tarde o temprano el maestro siempre nos decía a todos la misma cosa y a nosotros como actores nos hacía mucho bien creerle. Es usted quien debe mostrarnos a ese patético personaje convertido en lobo por la guerra y la miseria. Usted no puede ser demasiado bueno con la fregona que le pide leche para el niño ajeno. Ni tampoco puede ser demasiado generoso con su mercadería porque de ella depende su propia vida, ¿no le parece? Y aunque la fregona termine por darle un par de monedas de cobre… usted tiene que morderlas -¡morderlas bien, me entiende!- para asegurarse de que son de buen metal antes de darle una escasa medida de leche y cometer así usted mismo una pequeña y vergonzosa estafa. Es usted quien tiene que hacernos comprender que su personaje es tan víctima de de La guerra como la pobre fregona, porque si creyéramos que se trata simplemente de un vulgar Harpagón, de un miserable explotador estaríamos cayendo en un grave error sobre la condición humana sometida a las circunstancias históricas que modifican su conducta, ¿me entiende, Acosta? Ni blanco ni negro sino una mezcla de ambas cosas. El viejo Lechero y la fregona obligada a actuar como madre viven en tiempos donde la caridad y la solidaridad no existen. ¡Y pasará mucho tiempo antes de que las víctimas se unan para defenderse juntos contra el enemigo común! Para eso también estamos haciendo la obra de Brecht en El Galpón, ¿me entiende, Acosta?

El relato se ubica en las postrimerías de la década del ’50, cuando arreciaba la ola vanguardista del teatro del absurdo, pero Atahualpa veía el absurdo instalado en la vida y la necesidad de cambiarla para que no pervierta la condición humana, lo cual no constituye solo un problema de forma -que es lo que distingue al arte de otro tipo de manifestación intelectual- sino de esencia. Para abordar la cuidadosa y fina tarea de dar a la forma un tratamiento que la integre al contenido, invocaba a Brecht y lanzaba sus “Propuestas estéticas para cambios históricos” en una sucinta nota publicada en la Revista del Sur en 1988. Partiendo del postulado brechtiano de que “la Lucha contra el formalismo debe dirigirse tanto contra el predominio de la forma como contra su liquidación “, Atahualpa proponía “recurrir a la sensibilidad para compartir las emociones humanas, y a la ideología como factor de conocimiento y de coraje para descubrir la verdad, aceptarla, y pugnar por revelársela a aquellos que aun permanecen temerosos y alienados.” Es decir, aclara, “encarar un teatro que haga su propuesta estética para un cambio histórico de liberación“, que creyó advertir en los grupos más evolucionados del movimiento teatral uruguayo.
Se extraña, en una figura tan brechtiana como Atahualpa Del Cioppo, un equivalente al “Pequeño Organon” de su mentor germano. Las citas sustitutivas podrían multiplicarse, pero tal vez baste con una que a modo de síntesis de su pensamiento le arrancó María Esther Gilio en la edición de Brecha del 27 de setiembre de 1991: “Hay tres principios que son los que tuve en cuenta y que son en realidad los que tuvo y tiene aún hoy en cuenta el teatro independiente. Primero la más rica forma artística, o sea la de mayor y mejor calidad posible. El pueblo merece el mejor alimento espiritual y eso hay que darle. Segundo, que su contenido sea humanista, y tercero, que lo ofrecido tenga un claro sentido histórico y de manera clara proponga la justicia “.

Pero su metodología y estilo de trabajo, rigurosamente congruente con sus propuestas escénicas que arrojan miradas sobre la problemática latinoamericana o que profundizan su visión humana en general con variables dosis de humor, ternura, dolor o sentido protestatario, son, esencialmente, de cuño brechtiano; y forman legión quienes se reconocen discípulos de Atahualpa Del Cioppo, aún aquellos que no hayan pasado por El Galpón. Quiso el destino que el Maestro falleciera un 2 de octubre, aniversario de la Comedia Nacional; hacía diez años que soportaba un cáncer de próstata al que -según él mismo decía tocándose la frente- combatía con el pensamiento. Fue en 1993 en La Habana, adonde había viajado especialmente invitado; y sus restos fueron velados en el Teatro Solís.

 Así en la tierra como en el cielo – Rafael Salzano

El enemigo del pueblo, de Ibsen. Villanueva Cosse, Amelia Lons, Olga Cerviño, Juna Gentile

Origen de una expresión feliz – por Ugo Ulive

NO ESTOY seguro, tiene que haber ocurrido en el 57 o en el 58. El elenco teatral argentino Fray Mocho, que mantenía relaciones fraternales y estrechas con nosotros, la gente de El Galpón, llegó a Montevideo para presentarse por unos días en el Teatro Victoria. Los Mochos, como los llamábamos con cariño, habían presentado en el pasado, siempre bajo la égida carismática del gran Oscar Ferrigno, espectáculos bastante memorables. Yo recordaba con especial admiración sus Tres Historias para ser Contadas, estrenadas años antes en el Festival de Teatro de Atlántida, un prodigio de inventiva y convicción resuelto con increíble economía de medios, un acontecimiento teatral casi perfecto. Ahora había pasado el tiempo, Dragún ya no estaba con el grupo y también se habían producido otras deserciones importantes. Lo que traían esta vez era una versión libre del George Dandin de Molière firmada por quien había pasado a ser el dramaturgo residente del grupo, el “vasco” Andrés Lizarraga. Atahualpa y yo estábamos presentes la noche del estreno, algo así como una delegación semi-oflcial. Apenas nos sentamos, a punto de comenzar el espectáculo, comprobamos contrariados que el público era más bien escaso y de inmediato comenzó la función. No pasó mucho tiempo para que comprendiéramos cuál era la intención y el fracaso de aquel montaje: se trataba de “popularizar” a un autor popular como Molière presentándolo de una manera muy basta y muy directa, afianzándose en la búsqueda del chiste, el gag forzado y la risa fácil. Dentro de la tendencia peculiar del Fray Mocho, la puesta en escena era de una absoluta escuetez y el término “teatro pobre”, que aún no había sido inventado, le hubiera venido como anillo al dedo. Recuerdo un telón corto, a la manera del Berliner, que figuraba la casa de Dandin y recuerdo también que la protagonista dialogaba con otro personaje asomada por encima de esa cortina; momentos más tarde la tela era corrida hacia un costado dejando expuesta una modesta escalera de tijera donde la actriz había tenido que treparse para resolver aquella escena, un alarde de sinceridad y de rechazo del ilusionismo que en nada contribuía a la eficacia de aquel montaje no logrado.

Ni Atahualpa ni yo cruzamos un solo comentario quizás porque nos dolía como si fuera nuestro el error general del espectáculo. Tal vez yo suspiré más de una vez de manera excesiva o no hallaba acomodo en la butaca, mientras que él, como de costumbre, mantuvo una inmovilidad atenta y concentrada, sin perder detalle de lo que ocurría sobre el escenario. Al final, los aplausos estuvieron lejos de sonar entusiastas y el público se fue yendo como con prisa, pero a nosotros, irremediablemente, nos esperaba el ritual de saludar al elenco. Mi acompañante, con su paso ágil de entonces, se internó por un pasillo lateral del teatro y yo hice lo que pude por seguirlo, sopesando y descartando opiniones y palabras de aliento, sin la menor idea de lo que finalmente les diría a los Mochos. Al abrir la puerta que daba al escenario nos topamos con Lizarraga, que parecía estar esperando. Tenía una mirada interrogativa y desconfiada, aunque la fría reacción del público ya era un indicio de lo que podía esperar. Atahualpa avanzó, le estrechó la mano mientras le palmeaba el hombro con la otra y enunció con una convicción irreprochable:

-Una experiencia interesante.

Después se alejó hacia los camarines. Yo farfullé que opinaba lo mismo que él, pero no pude evitar sentirme impresionado. Del Cioppo era un hombre de una descomunal delicadeza, incapaz de un juicio drásticamente negativo sobre todo si se trataba de juzgar lo que habían hecho unos amigos. Al unir esas dos palabras, “experiencia” (¿pero con qué intención, quería decir que el espectáculo era un experimento o se refería a la experiencia que como espectadores habíamos vivido?) y el adjetivo “interesante”, que no indica entusiasmo ni desagrado, no es un juicio de valor sino una estimación esencialmente subjetiva, lograba colocarse en una zona que el interlocutor podía interpretar de diversas maneras, ninguna totalmente reprobatoria. La expresión se hizo prontamente muy famosa, se cargó de intenciones muy variadas, a veces como manera de evitar comprometerse, a ratos como ironía e incluso como juicio muy adverso. Prevaleció durante años, hasta que el desgaste decretó su desuso.

Fuente: Letras Uruguay

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