Uruguay: Entrevista al director y actor Eduardo Schinca, “La mediocridad nos asedia”

Resumen Latinoamericano, 14 de septiembre 2018. Eduardo Schinca fue uno de los más importantes directores teatrales de Uruguay. Docente, director, dramaturgo y actor, integró el elenco de la Comedia Nacional desde 1954 hasta 1991. En 1962 debutó como director de la Comedia con El Cardenal de España, que le valió el premio Florencio de la crítica y el de Casa de Teatro.

Hombre de vasta cultura y amplios conocimientos, Eduardo dejó una herencia fecunda para todas las generaciones que participan de las artes escénicas.

Viajó en varios oportunidad al exterior para presentar textos de Shakespeare, Schiller y García Lorca.

En 1986 ocupó la Dirección Artística de la Comedia Nacional, y en el mismo año participó del Primer Congreso de Directores de Teatros Oficiales en Madrid y Sevilla.

Dedicado con emoción a su actividad, falleció en el 2001, momento en el que estaba preparando “El camino a la Meca” en Buenos Aires, con China Zorrilla y Héctor Bidonde.

A continuación reproducimos una entrevista que Fabio Guerra le realizó a Eduardo y que fue publicada el 14 de mayo de 1999.

 

 

¿En qué fecha nació y dónde?

El 11 de diciembre de 1929 en Montevideo, en las inmediaciones de las calles Industria y Cipriano Miró.

Pleno corazón de la Unión.

Fui al liceo Rodó. Recuerdo, sobre todo, lo que tiene que ver con el teatro. El nacimiento de muchos grupos independientes como La Barraca, conducido por Eduardo Malet; las salas —el Artigas, el Sodre, el 18 de Julio—, los ensayos del grupo de teatro del liceo, dirigido por Laura Escalante, a los que asistía por curiosidad, la cantidad de obras que veía, a cargo de compañías locales o extranjeras. Por ejemplo, La anunciación a María, de Claudel, dirigida por Viñoly Barreto, en la que actuaron Celia Calcagno, China Zorrilla, Rafael Salzano, Horacio Prevé. Y en el 46 ó 47, A puertas cerradas, de Sartre, por una compañía francesa. Con unos amigos habíamos leído el texto en francés antes de ir. Me quedaron grabadas ciertas actuaciones, como la de la actriz italiana Emma Grammatica. Pero lo más impactante, quizás, fue la temporada que hizo la compañía de Margarita Xirgú en el teatro 18 de Julio, con La Casa de Bernarda Alba, Yerma, Doña Rosita la soltera, el repertorio lorquiano de todos los tiempos.

¿Cuándo supo que se dedicaría al teatro?

Me encantaba el cine. Tenía uno al lado de mi casa y otro enfrente, y a los dos entraba gratis porque me conocían. Mi padre, a su vez, tenía un pase libre en dos o tres cines más que yo utilizaba, así que imagínate. Él era arquitecto y trabajaba mucho en casa; para acompañarse, escuchaba música clásica en la emisora del SODRE. La música fue una presencia permanente en mi hogar. Además, no había televisión. Los domingos, después del almuerzo, nos reuníamos alrededor del piano a escuchar cantar y tocar a mis hermanas. Venían álbumes de partituras con todo el repertorio universal para dos manos, para cuatro manos y dos voces, en fin, lo que pidieras (Risas). Hasta en las reuniones con amigos siempre había uno que leía poemas, o tocaba un instrumento. Como ves, vivía inmerso en un ambiente propicio al arte.

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A los 19 años “sentí que el teatro era un medio de comunicación formidable, en el que yo quería participar”

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La opción por el teatro, ¿cuándo llegó?

Aunque parezca novelesco, tomé la decisión en el monte Saint Michelle. Tenía diecinueve años y me había deslumbrado, en París, con la temporada de Jean-Louis Barrault en el teatro Marigny. Sentí que el teatro era un medio de comunicación formidable, en el que yo quería participar. No pensaba en ser actor, todavía. Incluso estaba estudiando Ciencias Económicas —fíjate qué absurdo— así que “corregí” el rumbo.

Ingresó entonces a la Escuela Municipal de Arte Dramático.

Al regreso de Europa. Entré al curso de actores en 1950 (Margarita había fundado la Escuela el año anterior). Paralelamente comprobé que lo que a mí me había impactado en el viejo continente, ella lo hacía aquí, con la misma excelencia, al mando de la Comedia Nacional. Un ejemplo fue su puesta de La Celestina.

¿Esa fue la edad de oro de la Comedia?

No adhiero a la idea de que todo tiempo pasado fue mejor. Pero se trabajaba duro. Con mis compañeros de Escuela teníamos clases desde las ocho de la mañana hasta el mediodía. Después, hasta las 17:30 ensayábamos nuestro papeles de actores complementarios en la Comedia y luego venían las funciones, de martes a domingos (los martes, jueves, sábados y domingos eran dobles). En noviembre, el elenco salía de gira por el Interior y en cada lugar se hacían cinco obras distintas. La gira culminaba a fines de diciembre y las licencias se otorgaban sólo hasta el 6 ó 7 de enero, fecha en que comenzaban los ensayos de los espectáculos de verano, destinados a escenarios “alternativos”, que siempre existieron. Supongo que muchos recordarán la puesta de Sueño de una noche de verano en el Parque Rivera, con la orquesta, coro y ballet del SODRE, en un maravilloso escenario al aire libre que todavía está. En aquel momento ir al Parque Rivera representaba una auténtica “excursión”, pero la gente no faltaba. También hicimos espectáculos en el parque Capurro, en el Jagüel de Punta del Este, en los teatros de verano de Parque del Plata y Montevideo… La Comedia tenía un contacto muy estrecho con la sociedad.

¿Ahora no lo tiene?

Se redujo bastante. Influyeron muchos factores en esto.

¿Cuáles?

Es difícil hablar del tema, porque yo renuncié al elenco en 1991 e inicié los tramites jubilatorios. De todos modos es un grupo al que quiero entrañablemente; por algo estuve allí casi toda mi vida. Creo que por un lado hay trabas administrativas, como el problema nunca resuelto de la disponibilidad del Solís, y por otro una pérdida de objetivos comunes. En cualquier colectivo teatral, tan importante como el sentido de pertenencia es el de utilidad social de lo que uno hace. Si el actor, lejos de sentir esto, siente que es una mera pieza en un rompecabezas distorsionado porque hoy está aquí, mañana allá, o pasa tres meses inactivo, bueno, son cosas que desgastan.

¿El desgaste provocó su renuncia?

Te diría que en un cincuenta por ciento. El otro cincuenta correspondió a mi deseo de bucear en el mundo “independiente”, no sólo como director sino como actor.

EL ARTE NO ES NATURAL Muchos opinan que el estilo de actuación de la Comedia es “acartonado” o en el mejor de los casos, antinatural.

—Basta mirar un cuadro de Picasso o una odalisca de Ingres, para darse cuenta de que ningún arte es “natural”. El arte no imita a la realidad, la recrea. Sin mencionar que el naturalismo a ultranza resulta poco interesante, y lo prueban casi todos los teleteatros. Cuando Valle Inclán, en esa obra magnífica y compleja que es Divinas palabras, le hace decir a un personaje: “esas lenguas anabolenas”, ¿qué quiere decir con ese neologismo? Está apuntando a que Ana Bolena tiene un significado para España, otro como esposa de Enrique VIII y otro como sucesora de Catalina de Aragón. Entonces, no podes decir ese parlamento rascándote la oreja o hurgando en tu nariz. Si Alberti, Valle Inclán, T.S. Eliot, Brecht o Heiner Müller escriben obras en verso, hay que convenir en que el verso es una parte esencial de la dramaturgia, y no se puede sacrificar su trascendencia en aras del vapuleado naturalismo. En Bodas de sangre aparece la luna en el escenario y dice: “Cisne redondo en el río, ojo de las catedrales, alba fingida en las hojas soy, no podrán escaparse”, ¿cómo decís eso de un modo realista? ¿Cómo puede ser “natural” el Rey Lear? ¿La ópera o el canto lírico son “naturales”? Entonces, ¿qué diablos importa si Margarita Xirgú, la Comedia Nacional o cualquier actor del mundo no lucen “naturales” al decir esos parlamentos? Están trabajando con materia poética; la forma de expresarlo debe coincidir con esa materia. Para ver a un actor que en escena habla y luce igual que la persona que va sentada a mi lado en el ómnibus, no me molesto en ir al teatro.

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Todos los que no dedicamos a esto somos prescindibles. Podrán quedar fotos, o videos, pero nuestro arte es efímero por naturaleza y se vuelve terriblemente viejo en poco tiempo. Lo demuestran algunas películas de hace veinte años, con actuaciones que en su momento nos impresionaron y ahora les notamos todos los tics. El estilo Actor’s Studio, sin ir más lejos.

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El oficio del actor consiste en hacer creíble cualquier texto. Pero hay algunos especialmente áridos, recargados, o arcaicos.

Por supuesto. Pero la solución no es salir a “modernizar”, en el peor sentido de la palabra, un clásico. El espectador acepta todas las convenciones del teatro. Lo primero que ves en Hamlet es un fantasma que aparece en el escenario y le informa al protagonista que su padre fue asesinado. En Macbeth hay tres brujas que para cada público y cada época representarán cosas distintas, pero nunca pueden ser tres “vecinas”. Pensemos en los escenarios despojados de Shakespeare, donde de pronto aparece una tempestad. O en el tiempo, que se alarga y comprime a voluntad del autor, como Esperando a Godot. La propuesta artística jamás puede ser una fotocopia de la realidad. Es más, la inventa. En cuanto a la Comedia, es un elenco normal. Hace obras buenas, regulares y malas: y sus actores son capaces de seguir las pautas de directores con estilos y personalidades muy distintas. Me viene a la memoria el Kaspar de Peter Handke, dirigido por Nelly Goitiño, el Plauto que dirigió Fernando Toja y El conventillo de la paloma, puesta de Rubén Yáñez. Como contrapartida a las criticas sobre el mentado “acartonamiento”, te puedo decir que he visto espectáculos desorientados en cualquier teatro de Montevideo. En algunos ni siquiera comprendí lo que decían los actores, porque nadie les avisó que los signos de puntuación no están de adorno en un texto, sino que integran el mensaje a trasmitir. Y sirven, entre otras cosas, para respirar donde corresponde y no embarullar el discurso.

Otra crítica frecuente es que los clásicos “duran” mucho. El público uruguayo suele rechazar espectáculos que superen la hora y media.

He visto cometer barbaridades por ese prejuicio. Es decir, actores “apretados” por una versión, intentando dar coherencia a un personaje estupendo pero amputado; desprovisto de los nexos que permiten apreciar su evolución. Y hay algo que me indigna. Alguna gente me ha comentado, después de un viaje, la emoción que experimentaron ante La Orestiada, de Stein, que dura ocho horas, o el Mahabarata de Peter Brook, de igual duración. ¿Por qué los emociona un espectáculo de ocho horas y en otro idioma fuera del Uruguay, y aquí no resisten dos? Bob Wilson montó en la Opera de París una obra de veinticuatro horas, y otra en Irán que duró nueve días. A nadie se le ocurre decir, por ejemplo, que como el “Guernica” de Picasso es muy grande, habría que colgar sólo algunos pedazos del cuadro.

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La certeza de que el público es inteligente y no se deja engañar. Nuestra misión es tener presente eso, constantemente. Elevar la exigencia y el nivel de los repertorios, sean dramas o comedias. Estamos demasiado asediados por la vulgaridad. Me niego a contribuir con ella y esta no es una posición de exquisito, sino de responsabilidad humana.

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LAS CALANDRIAS DE PANDO. —¿Usted y Jorge Triador fueron, en tiempos remotos, “Las calandrias de Pando”?

Sí, y no me arrepiento (Risas). En la época en que, como te comenté, prácticamente vivíamos dentro del teatro, mientras algunos daban cuenta de una viandita y otros hacían tiempo hasta la hora de la función, Triador y yo anunciábamos que en el camarín 14 (compartido con él y bautizado “La boite du crepuscule”), habría un show. El show comprendía varios números: una conferencia sobre danza hindú donde yo explicaba la “simbología” de las piernas, las manos y los ojos en esa danza; el monólogo “Cien vagones cargados de algodón corren barranca abajo”, de Tenesee Sánchez, y “Las calandrias de Pando”, una parodia de una clase de declamación a un grupo de niñas. Triador hacía de todas las niñas: la tímida, la desparpajada, la asmática, la que se olvidaba de la letra o de cuántos eran los Treinta y Tres, etcétera. Yo hacía la profesora. Llegamos a presentar este número en las fiestas de primavera que organizaba la Facultad de Derecho para los estudiantes, y en las famosas “galponeadas” de fin de año. Con Triador teníamos una amistad especial, algo así como la de Alberto Olmedo y Javier Portales. Era un comediante excepcional.

¿Qué le reportó la vida independiente?

La certeza de que el público es inteligente y no se deja engañar. Nuestra misión es tener presente eso, constantemente. Elevar la exigencia y el nivel de los repertorios, sean dramas o comedias. Estamos demasiado asediados por la vulgaridad. Me niego a contribuir con ella y esta no es una posición de exquisito, sino de responsabilidad humana. No podemos permitir que las Infómanas, los Tinelli y los especiales de Punta del Este de la televisión, invadan el teatro. Hay que hacer un frente común contra la barbarie.

¿Cree que la televisión está contagiando al teatro?

Sí.

Tal vez la necesidad de sobrevivir explique algunas cosas.

Estoy llegando al final de mi vida y me quedan ganas de hacer cosas que quizás ya no pueda hacer. Pero me parecería algo muy triste que los que vengan después deban apelar a esas cosas paro sobrevivir. Hasta la buena formación se pierde si uno no frecuenta buenos textos, buenos compañeros de trabajo. No es por un afán esteticista, sino artístico. El medio artístico uruguayo, por su escasez de recursos, siempre trabaja con lo necesario. Aquí no existen los grandes despliegues de producción que pueden permitirse otros. Por eso, nuestra principal riqueza radica en el actor. Hay que cuidarlo, y no despilfarrar sensibilidad y energía en productos ordinarios. La vida es corta y el arte muy difícil.

¿Cómo ve el área de la dramaturgia nacional?

Hay un resurgimiento importante. Durante los dos últimos años participé como jurado en los concursos de dramaturgia del Ministerio de Educación y Cultura. Comparando lo que leí con los dislates que había leído en años anteriores, el avance es notorio. El problema es que las obras que ganan estos concursos después no aparecen en los teatros. Claro, montar una obra no es fácil.

Exceptuando a los dramaturgos vernáculos, un escollo importante es el de los derechos de autor.

Creo que ese aspecto no es tan grave. Me parece más difícil encontrar buenos textos, intérpretes adecuados y valorar la dirección. En el Uruguay muchas veces se piensa que el director teatral es una especie de ordenador del tránsito: tú vas para allá, tú venís, tú no te choques con fulanito… Es mucho más que eso. El verano pasado tuve el placer de dirigir a Levón y a Estela Medina en Cuarteto, de Heiner Müller, en el Circular. Müller pareció una novedad, pero es un autor estrenado hace veinticinco años en todo el mundo.

Según parece. Estela Medina es su actriz fetiche.

(Ríe) Hicimos muchas obras juntos. Es una mujer que, en cada papel, sorprende. Me recuerda a Margarita Xirgú por su profesionalismo, su disciplina. Permanentemente investiga, lee,  prueba. Hemos llegado a un punto en el que prácticamente nos “adivinamos”. Algo similar me sucede con Levón, y me sucedía con Triador y Horacio Prevé. Trabajábamos intuitivamente.

¿ Cuándo decidió ser director?

No fue una decisión mía. Fui “investido” como tal por mis compañeros de la Escuela de Arte Dramático (Risas). Cuando estábamos en la Escuela, en determinado momento comencé a sugerir movimientos y matices de actuación a los demás. Se corrió la voz de que lo hacía bien y los de los cursos superiores venían a pedirme que mirara los ensayos y “marcara” cosas. Mi primera dirección fue la Cásina, de Plauto, con Teatro Libre, un grupo que dirigía Rubén Castillo. Rubén confesó que me invitó a dirigir porque le habían llegado comentarios de que yo daba “buenas indicaciones”.


Parte de su trayectoria:

COMO ACTOR

1956: Don Remigio en El pelo en la dehesa de Bretón de los Herreros; 1958: Coronel Desmond en El amor de los cuatro coroneles de Peter Ustinov; 1967: Desfarguettes en El honor no es cosa de mujeres de Flers y Caillavet; Ojo de Lince y Ojo de Perdiz en Rockefeller y los Pieles Rojas de René de Obaldía; 1968: Mortimer en María Estuardo de Schiller; 1973: Señor Smith en La cantante calva de lonesco; Oronte en El misántropo de Moliere; 1977; Laudisi en Así es, si os parece de Pirandello; Roy en Primera plana de Ben Hecht; Monje en Rashomon de R. Akutagawa; 1979: Víctor en El té de los jueves de Loleh Bellon; 1983: Chebutikin en Tres hermanas de Chéjov; 1984; Médico en Woyzzeck de Büchner (Florencio Actor de Reparto); 1987: Don Martín en Doña Rosita la soltera de García Lorca; Conde en Los gigantes de la montaña de Pirandello; 1988: Maestro en El castillo de Kafka; Putnam en Las brujas de Salem de Arthur Miller; 1995; Sigmund Freud en El visitante de Eric Emmanuel Schmitt.

 

COMO DIRECTOR

1962: El cardenal de España de Monthélart (Florencio a la puesta en escena); 1963: Las sabihondas de Moliere (Florencio a Mejor Espectáculo): Hecube de Jean Martinon (ópera); 1965; María Estuardo de Schiller; 1969; Los demonios de John Whiting; 1972: Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín y La zapatera prodigiosa de García Lorca; 1977: La mujer silenciosa de Ben Jonson; 1980: El burlador de Sevilla y Convidado de piedra de Tirso de Molina; 1983: Tres hermanas de Chéjov: 1985: El balcón de Genet; 1986: La vida es sueño de Calderón de la Barca; 1987: Doña Rosita la soltera de García Lorca; 1988: El álbum familiar de José Luis Alonso de Santos; 1989: La marquesa de Sade de Yukio Mishima; 1990: Todo terminó de Edward Albee; Las troyanas de Eurípides (Florencio a Mejor Espectáculo y Mejor Director); 1996: Rey Lear de Shakespeare; 1997: Cuarteto de Heiner Müller (Florencio a Mejor Director y Mejor Espectáculo); 1998: Gianni Schicchi de G. Puccini (ópera); Así que pasen cinco años de García Lorca; 1999: El camino a la Meca, de Fugard.

En el período 1962-1992, Schinca fue docente de arte escénico en la Escuela Municipal de Arte Dramático. Además, se desempeñó como director interino de la Comedia Nacional en 1986, cuando organizó el repertorio anual.

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