Colombia. El diario desfile de los féretros

Resumen Latinoamericano / 11 de julio de 2018 / Luz Marina López Espinosa, Pacocol

El triste desfile  casi diario de  acongojados dolientes tras un humilde féretro por polvorientos o enfangados caminos de pueblos lejanos  y perdidos caseríos, es la más palmaria muestra de la impostura que en Colombia siempre fue el alegato gubernamental con saña pregonado por los medios, de que la  violencia, el terrorismo  y su más degradada forma, el sicariato, por décadas enseñoreado del país, tenía un solo y único nombre: “las Farc”.

Y fiel a aquel discurso, se prometía que si se lograba que la organización insurgente depusiera las armas, ello sería no sólo garantía sino fuente propicia de paz para “todos  los colombianos”. Se acabaría la que, unas veces sí y otras no, llamaban “guerra” con su secuela de muerte y dolor. Y ello se traduciría en justicia, progreso y paz para la población. Se doblaría de una buena vez y para siempre la oscura página de las masacres, y los activistas sociales, defensores de derechos humanos y reclamantes de las tierras despojadas, ya no serían asesinados. Ese era el discurso del establecimiento en la voz de su máximo y  más preclaro portavoz, el Premio Nobel de la Paz,  Presidente Juan Manuel Santos.

Pues bien, las Farc silenciaron sus fusiles hace ya un par de años. Y aunque el gobierno no tiene reparos en reconocer la honradez con que la histórica guerrilla ha honrado su compromiso, sí tiene  una salvedad, oportuno comodín que ha mostrado serle útil a la hora de justificar su proverbial burla a todos los pactos de paz que suscribe: la disidencia. Esa pequeña parte de las Farc que no reconoció el Acuerdo suscrito por su Secretariado, y bajo la comandancia del guerrillero conocido como “Guacho”, continúa alzado en armas en nombre de la legendaria insurgencia.

Y silenciados los fusiles de las antiguas Farc, no vino la paz.  Mermaron significativamente hasta niveles casi inexistentes,  la muerte, las heridas, los sabotajes  y otro tipo de afectaciones  que tocaban al Estado – militares- y las exacciones a los empresarios del campo y la ciudad. Sin embargo, paradoja inexplicable, no ocurrió lo mismo con las violencias que sufrían los sectores populares, en particular las víctimas del conflicto, esas  de las que el presidente Santos parece burlarse al mencionarlas en cada uno de sus discursos como el motivo mayor de sus desvelos, quienes ahora sí, gracias a él, ya no volverían jamás a ser perseguidas por su verdugo, las Farc. Violencia pos-paz que fue llegando primero disimulada y anónima, hasta  manifestarse desembozada en la primera masacre posterior al Acuerdo: siete campesinos cultivadores de hoja de coca, que se manifestaban reclamando la erradicación concertada y programas de sustitución, fueron  asesinados en el corregimiento de Llorente del municipio de Tumaco al sur del país el 5 de octubre de 2017. Más de veinte resultaron heridos, todos con tiros de fusil.

El Premio Nobel de la Paz  no dijo nada de la masacre. Esas víctimas, al aparecer nos eran aquellas de sus desvelos. Sí lo dijo en cambio su más autorizado vocero, el Ministro de la Defensa, representante del gran empresariado, Luis Carlos Villegas: con pelos y señales –como decimos en Colombia-, y cual si hubiera estado en el sitio de los hechos, contó como “Guacho”, el comandante de la disidencia de las Farc, lanzó un  cilindro cargado de explosivos y metralla contra los pobres labriegos, con el resultado conocido. La tropa que estaba allí según él no para reprimir el reclamo campesino sino para protegerlos, no puedo hacer nada para impedir el aleve ataque. Tal la maldad de “Guacho”.

Los medios cubrieron amplísimamente la noticia  de la primera “masacre de la paz” como sarcásticamente se la empezó a llamar, acogiendo como verdad axiomática la versión de Villegas y celebrando su llamado apremiante a dar de baja al criminal que tal cosa hacía. Santos, naturalmente ahí sí, haciendo gala de su condición de Premio Nobel, rompió su mutismo, lamentó las nuevas víctimas, hizo nueva declaración de amor incondicional a ellas, y dijo lo de siempre, lo que inmemorialmente han dicho todos los gobernantes desde los primeros brotes insurreccionales en el país: hay que fortalecer el ejército para derrotar la amenaza terrorista, hay que dar de  baja a “Guacho”. El oportuno comodín comenzaba a ser, como siempre hubo uno, feliz ocasión para enmascarar el terrorismo de Estado.

Los campesinos cocaleros de Tumaco que sobrevivieron a la masacre –y eran muchos-, al unísono dijeron que quien los asesinó fue un ataque combinado de ejército y policía. Que no había por ahí ningún Guacho, ninguna disidencia, ni menos un explosivo artesanal que les hubiera sido lanzado cuando discutían con la policía su derecho a movilizarse y protestar. Los medios de prensa llegados al lugar así como las organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos que se hicieron presentes –incluidos veedores del cumplimiento del Acuerdo de Paz-, recogieron y dieron difusión a la voz indignada de las víctimas. Entonces tuvo que actuar la Fiscalía General con su cuerpo técnico especializado. Y claro, a las primeras de cambio fue evidente, incontestable, que la masacre la habían cometido las tropas oficiales. Al mando mediato y último del Ministro Villegas y del Presidente Santos.

La Fiscalía General abrió investigación formal y llamó a audiencia de imputación de cargos criminales contra los oficiales del ejército y de la policía comandantes de sus respectivas patrullas en la zona. Y hasta ahí el escándalo. Villegas no renunció, gesto elementalísimo de dignidad que habría mostrado un mínimo de vergüenza. Santos volvió de nuevo  a callar. Ni una palabra de reproche a los homicidas. Ahora, tampoco una de solidaridad con las víctimas. La justicia para éstas ya no era no el motivo mayor  de sus angustias. Los medios unánimemente desaparecieron el hecho de sus radares y ninguno ha mencionado nombre o rango de los imputados, ni se  ha servido mostrar su fotografía ni  indagarlos sobre el crimen que habría cometido la disidencia de las Farc.

¿Y a qué viene lo anterior? ¿Qué pertinencia tiene ello en este momento cuando de esa parte a hoy ha habido un número quince ¿veinte?- veces mayor de asesinados, líderes de restitución de tierras, de derechos humanos, de causas comunitarias, uno a uno, muy selectiva y sistemáticamente, muertos por “fuerzas oscuras” dice el gobierno?

El exterminio del movimiento político Unión Patriótica, nacido de un generoso y  plausible proceso de paz intentado por el presidente Belisario Betancur en el año 1985, fracasado por el sabotaje abierto del más hirsuto militarismo aunado a los gremios del capital y el todopoderoso diario El Tiempo de la familia Santos, es referente  fidelísimo para juzgar la conducta del  Nobel de Paz en esta materia. Porque él era voz colegiada principal en la política editorial de El Tiempo que con saña atacó a Betancur por su proceso de paz con las Farc, haciéndolo fracasar. Fracaso que por esas paradojas insólitas de la Historia, lo llevó a obtener el altísimo galardón, al adelantar y culminar ese mismo proceso, aunque muy mezquino, equívoco e imperfecto como se evidencia cada día que pasa. Y después de treinta años de muertos, terrorismo estatal, despojos, cárcel y torturas, que van por cuenta de quienes no permitieron se alcanzara la paz justa en ese entonces. Y la aniquilación a sangre y fuego de ese movimiento político, ya se sabe, fue obra del  aparato militar del Estado utilizando la estrategia contrainsurgente del paramilitarismo. Y a nada de esto pudo ser ajeno el hoy Presidente Santos. Demasiado influyente y poderoso, demasiado vinculado con los gobiernos del exterminio y más con la casta militar, como para poder reclamarse ajeno al hecho. Para protestar inocencia.

Y hoy, en esta oleada de crímenes de gentes humildes cuyo pecado ha sido ser voz que asume la justa causa de sus comunidades, ese silencio de Santos, sus anodinos saludos e inanes lugares comunes, esas manifestaciones de impotencia e ignorancia sobre el qué y el por qué de lo que ocurre, son además de una inconsciente confesión  de culpabilidad. Un baldón que se lanza  sobre esos féretros que suben y bajan trabajosamente por las trochas ya polvorientas, ya fangosas de la Colombia profunda. Y sobre los que van en ellos sorprendidos de tanto bullicio a su alrededor, de tanto fulgor de sus  nombres en la televisión, ellos que siempre fueron y se sintieron anónimos ignorados. Baldón sobre los hombres y mujeres fatigados que los cargan y lloran. Unos y otras ya curtidos de muchas muertes, veteranos de muchas versiones oficiales como para no saber de dónde viene la mano que  dispara.

El Ministro Luis Carlos Villegas volvió a hablar a propósito del escándalo nacional e internacional por la avalancha de asesinatos de líderes populares. ¿Y qué dijo? Dijo que muchas de esas muertes han sido por problemas de faldas. Y en el caso de uno de los últimos crímenes, el de Ana María Cortés en el municipio de Cáceres en el Bajo Cauca antioqueño, la vinculó con un grupo criminal por lo cual estaría siendo investigada. No dijo que las llamadas amenazantes que recibiera poco antes de su muerte, eran del comandante de policía de la localidad. El escritor suizo  Joel Dicker  acababa de afirmar en su novela best seller mundial: “Los buenos policías no se concentran en el asesino, sino en la víctima.” Aunque la realidad es que el escritor se refería a una investigación seria, no en el  sentido avieso en que lo hizo el ministro. El Premio Nobel fiel a su reconocida insensibilidad, respalda esas declaraciones que colmaron la copa de la indignación de las  víctimas y de la sociedad sana solidarizada con ellas, que se movilizó masivamente en cincuenta municipios del país la noche del 6 de Julio.

Hombres y mujeres de hierro y de sol, de barro y de luna, las velas encendidas la noche del 6 de Julio no sólo alumbran la memoria de los asesinados: realzan  la oscuridad de los asesinos.

Alianza de Medios por la Paz
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