Breves reflexiones acerca de los comicios presidenciales en Colombia

Por Sergio Rodríguez Gelfenstein, Resumen Latinoamericano, 23 de junio de 2018.-

El pasado domingo 17 fue un día un tanto extraño en Colombia, aunque la noticia internacional que trascendió fue el de la realización de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, en la misma fecha se conmemoró el Día del Padre, además, las preocupaciones de la mayoría de la población estaban puestas en los juegos de la Copa Mundial de fútbol que se celebra en Rusia.

Sin poder conocer la cantidad de ciudadanos que celebraron el comercial día en que se recuerda al forjador de nuestros días, si se supo que el futbol tiene mayores adeptos que la política, las elecciones y la decisión de aportar con el voto a la definición de quién sería el próximo presidente del país: un poco menos de 23 millones de colombianos presenciaron el juego México-Alemania de ese día, mientras que tan solo 19 millones acudieron a ejercer su derecho a elegir a su mandatario.

Aunque la última cifra, que representa a cerca de un 53% del universo electoral es un nuevo récord para un país tradicionalmente abstencionista, no deja de ser sintomático este fenómeno que tal vez cruce la realidad de la mayoría de los países de América Latina: comienza a haber una situación identitaria que supera a la democracia (tal como está concebida en la actualidad) y que se manifiesta en la búsqueda de nuevas formas de participación, conducentes a una felicidad y a una sensación de placer (transitoria) que no aporta el ejercicio de la política en sociedades cada vez más excluyentes.

En el caso de Colombia, el segundo país más inequitativo de la región tras Honduras y el séptimo en el mundo según el Banco Mundial, resulta interesante estudiar en paralelo las razones del alto abstencionismo al mismo tiempo de tratar de entender que esa cifra haya disminuido en alguna medida en los recientes comicios. En este país que en el período 2006-2014 tuvo un crecimiento económico del 6,6%, es manifiesto que tal auge no significó un mejoramiento de las condiciones de vida de la mayoría de la población, lo cual contradice las opiniones generalizadas de los economistas clásicos que entienden a esta ciencia como una danza de números que solo interesa en términos macroeconómicos. Son estos quienes a través de la historia, han ocupado los puestos en las áreas económicas del gobierno, el banco central y hasta la presidencia de la república.

Hay que recordar que el modelo oligárquico colombiano ha sido el más perdurable de la historia y el más “exitoso” en el logro de sus intereses exclusionistas de clase. El mismo ha permitido el establecimiento de una sociedad conservadora que ha modelado un tipo de democracia muy particular, en la que, a través de la historia, los dirigentes progresistas han sido apartados por cualquier vía, incluyendo la del asesinato, de la posibilidad de llegar al poder. En este sentido, el que Gustavo Petro haya concluido vivo la campaña electoral, es indudablemente un mérito de primer orden: Jorge Eliecer Gaitán en 1948, Jaime Pardo Leal en 1987, Luis Carlos Galán en 1989, Bernardo Jaramillo en 1990 y Carlos Pizarro en este mismo año, no pueden decir los mismo: tienen en común haber sido candidatos progresistas a la presidencia de Colombia que fueron asesinados en el intento. Es la forma tradicional a través de la cual la oligarquía colombiana aparta a quienes aspiran a cambiar la sociedad, en lo que se ha dado en llamar el mayor genocidio político de la izquierda en cualquier tiempo y en cualquier país. He ahí, el primer elemento de importancia a considerar en el análisis de la reciente campaña política de Colombia.

Habrá también que apuntar que si bien es cierto el bipartidismo cotidiano heredado de la colonia, fue defenestrado tras la victoria electoral de Álvaro Uribe Vélez en 2002, fue la propia oligarquía la que decidió que ante el agotamiento del modelo liberal-conservador, se debía recurrir a una nueva oferta para la cual fue seleccionado el hijo de una familia tradicional antioqueña vinculada al narcotráfico, sin que esto mellara un ápice en las supuestas impolutas conciencias de un sector dispuesto a cualquier cosa con tal de sostener el poder. El uso de la violencia como instrumento imbricado al “funcionamiento” de la democracia colombiana llegó a niveles de sofisticación extrema como política de Estado tras el arribo de Uribe al poder y en esa dimensión se ha sostenido, consolidado y ampliado. Sin embargo, una mirada a los resultados electorales en términos estrictamente cuantitativos puede llevar a concluir que, aunque estas políticas continúan teniendo millones de seguidores, desde el punto de vista cualitativo, es evidente que sus fuerzas comienzan a mermar mientras pareciera que la sociedad inicia un despertar tras su extendido letargo de 200 años. Esta es una segunda conclusión.

El sistema de castas aún presente en Colombia como expresión de una sociedad conservadora y cerrada también pareciera estar poniendo fin a su existencia en un parto que no será natural, sino que requerirá necesariamente de la utilización de fórceps que con innumerables dificultades hará nacer a la nueva criatura. No se puede esperar que un sistema tan retrógrado, atrasado y de tan larga duración pueda ser desplazado en cortos plazos de tiempo, sobre todo si hablamos de tiempos políticos. Así se desprende del alto número de jóvenes que optaron por Petro, contrariando la voluntad y la decisión tradicional de sus padres y abuelos. Ello es también la explicación de la disminución (leve) del abstencionismo. De mantenerse esta tendencia, lo cual dialécticamente parece inevitable, nuevas generaciones de jóvenes irrumpirán en la política colombiana, “refrescando” su ambiente al ser portadores de nuevas demandas y protagonista de novedosas luchas sectoriales en espacios que están siendo ganados a pulso, a las huestes conservadoras.

El nuevo presidente es clara expresión de esta sociedad colombiana retrógrada que a través de la historia ha enviado a sus hijos a las mejores universidades, a las academias militares y a las escuelas vaticanas, para que como políticos, militares o curas aseguren la continuidad del poder. En este sentido, la oligarquía colombiana ha resultado mucho más sofisticada que sus pares de la región. Iván Duque, prácticamente no tiene experiencia política, lo cual no impidió que fuera formado para el poder, donde llegó de la tenebrosa mano de Álvaro Uribe Vélez lo cual marcará un antipopular talante represivo y el establecimiento de políticas a favor de las grandes familias del poder en Colombia.

En este marco se inserta la reafirmación (después del triunfo electoral) de la decisión de modificar los Acuerdos de Paz de La Habana, lo cual en la práctica significará el fin de estos y/o el regreso a la guerra. Por otra parte, con el triunfo de Duque vuelve al poder la oligarquía rural terrateniente vinculada con el narcotráfico y el paramilitarismo que en alguna medida había sido desplazada por la oligarquía tradicional bogotana de la cual Santos y su familia son encumbrados representantes. No obstante lo cual, se puede augurar una alianza con la burguesía industrial exportadora, comercial y financiera, es decir aunque se produce un nuevo alineamiento de las fuerzas oligárquicas, el eje del poder fáctico cambia de dueño, lo cual augura un incremento del narcotráfico y de las actividades paramilitares que tendrán un apoyo más desembozado desde el poder, mientras que es de esperar que las medidas represivas contra sectores en pugna se mantendrán y elevarán a fin de asegurar la “estabilidad “ del modelo.

La alianza opositora con Petro a la cabeza obtuvo cuatro veces mayor cantidad de votos que el número más alto conseguida por algún candidato más o menos progresista en la historia. Eso es un buen augurio, sobre todo si se logra consolidar esa unidad, proyectarla al futuro y darle continuidad no sólo electoral, también orgánica y de lucha para dar conducción a las innumerables demandas del pueblo colombiano nunca atendidas por los gobiernos oligárquicos.

Una tarea de primer orden es cumplir con la exigencia multitudinaria de frenar de inmediato los asesinatos selectivos de líderes sociales, campesinos y de derechos humanos, lo cual debe transformarse en bandera de lucha de la oposición de izquierda, sobre todo porque el talante del nuevo presidente presagia que esa política se mantendrá e incluso va a ir en ascenso.

El crecimiento de la superficie sembrada de cultivos de coca con el consiguiente aumento de la producción y exportación de cocaína hacia su mercado principal: el de Estados Unidos, permitirá a este país y al propio gobierno colombiano justificar la militarización de la sociedad, transformando al país en la principal amenaza a la estabilidad de la región, sobre todo ahora que Colombia se ha asociado con la OTAN, accediendo a que la mayor maquinaria bélica del planeta pueda asentarse en la región, intimidando a los vecinos que ahora estarán bajo riesgo de que las armas nucleares puedan hacer su presencia en una zona que había sido declarado de paz por la CELAC y libre de armas nucleares tras el Tratado de Tlatelolco de 1969. Esta política aceptada por Santos y revertida por él mismo tendrá segura continuidad con Duque. La guerra, el chantaje y las amenazas a la paz estarán siempre presentes en el discurso del presidente colombiano, mientras que, siguiendo la política iniciada por el General Santander, torpedeará cualquier inactiva de integración latinoamericana, acogiendo como propia la Doctrina Monroe y la subordinación el país a Estados Unidos, haciendo de este país una nación indigna de su origen bolivariano.

Siguiendo el legado bipartidista estadounidense adoptado por Chile y que ahora – con la nueva correlación de fuerzas- también pareciera estar alcanzando Colombia, las diferencias entre ambas coaliciones se manifiesta en lo interno mientras que en la política exterior Duque y Petro no tenían mayores diferencias: subordinación a Estados Unidos, presencia activa en la Alianza del Pacífico y de manera particular una identidad absoluta en sus ataques contra Venezuela, tema en el que ambos siguen al pie de la letra la política estadounidense de acoso, agresión y amenazas al país vecino.

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