Entrevista con Ariel Petrucelli sobre Ciencia y utopía. En Marx y en la tradición marxista: “No hay ningún vínculo necesario entre clase obrera y socialismo”

Resumen Latinoamericano / 15 de junio de 2018 / Salvador López Arnal, Rebelión

Profesor de Historia de Europa y de Teoría de la Historia en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Comahue (Argentina), Ariel Petruccelli ha publicado numerosos ensayos y artículos de marxismo, política y teoría de la historia. Es miembro del consejo asesor de la revista Herramienta. En esta conversación nos centramos en su libro Ciencia y utopía, Buenos Aires, Ediciones Herramienta y Editorial El Colectivo, 2016. Se define como “marxista libertario con una amplia participación política en el movimiento estudiantil (en tiempos ya lejanos) y sindical docente”. Ha cultivado el humor político en un colectivo de agitadores culturales (El Fracaso) que editó a lo largo de más de una década dos publicaciones satírico-revolucionarias: La Poronguita y El Cascotazo.

Nos habíamos quedado en este punto. Y a día de hoy, le preguntaba, ¿tiene sentido un gobierno obrero y campesino? Incluso más: ¿es posible un gobierno obrero o popular, formado íntegramente por gentes con esos orígenes sociales, teniendo en cuenta la complejidad de la gestión y manejo de la máquina Estado? No parece que las ideas de Lenin sobre el manejo fácil estatal de El Estado y la revolución se hayan contrastado positivamente con el transcurso de la historia. Usted comentaba que la pregunta era muy compleja y que cualquier respuesta debía ser muy tentativa. Añadía: “Estamos ante una incógnita histórica, si me permite la expresión”. Le pedía un intento y usted me respondía que se trataba, en realidad, “de varias problemáticas entrelazadas: a) la naturaleza social o socio-económica del Estado; b) la relación del Estado con las clases; c) el vínculo entre gobierno y Estado; d) la posibilidad de un tipo diferente de gobierno que construya un tipo distinto de Estado en el marco de un proceso de transformación social profunda. Si me lo permite, voy a abordar todo esto dando un largo rodeo; pero prometo llegar al punto requerido”. Adelante, pues, con el largo rodeo.

Los marxistas acostumbramos sostener que los Estados contemporáneos poseen un carácter capitalista porque el abanico de sus formas y de las políticas posibles está limitado por los requerimientos estructurales de las relaciones capitalistas de producción. De tal cuenta, todos los gobiernos deben satisfacer, de buena o de mala gana, más amplia o más restringidamente, las necesidades de la acumulación del capital. Deben generar quizá no necesariamente un clima exultante para los “negocios”; pero sí cuando menos un clima que no haga que las inversiones se desplomen. Los Estados y los gobiernos están estrechamente “atados” a la acumulación de capital. Y esto da, obviamente, un poder enorme a la clase de los capitalistas, sin necesidad de que ninguno de ellos ocupe directamente puestos políticos relevantes. De esto se deduce que el carácter social de un Estado o de un gobierno no depende esencialmente de los agentes concretos que se hallan a su cabeza. Pero esta tesis general, cuyo contenido acepto, presenta peculiaridades y problemas específicos cuando se trata de un Estado o un gobierno “proletario” (o póngale el nombre que guste). Veamos por qué.

Adelante con ese por qué.

Hoy en día, la idea de unas revoluciones burguesas (concebidas como hechas por un actor de clase perfectamente organizado y autoconsciente) está hondamente desacreditada, incluso entre los marxistas. La única vía para defender en algo la idea de una revolución burguesa es por sus resultados, y no por quiénes las hicieron o por las intenciones que perseguían (pocos burgueses apoyaron, por ejemplo, a la revolución francesa, muchísimos se le opusieron, y Robespierre no quería establecer el capitalismo, sino una república igualitaria de pequeños propietarios). Sin embargo, fueran cuales fuesen sus diferencias sectoriales y regionales o sus disímiles convicciones políticas o religiosas, todos los capitalistas actuaban y actúan en su vida práctica y cotidiana sobre la misma base y en virtud del mismo principio: la propiedad privada y la ganancia. Y esto era así desde mucho antes de que se constituyeran lo que podríamos considerar Estados capitalistas. Es decir que, con independencia de las creencias y acciones específicas de cada burgués particular y de cada burguesía específica, esta clase tendía a reproducir (y muchas veces expandir) ciertas pautas comunes, se lo propusiera conscientemente o no. No sucede lo mismo con el proletariado, al menos en lo tocante a la propiedad colectiva o el socialismo. (Es obvio que sí reproduce ciertas pautas comunes, aunque rara vez de un carácter tan absoluto como la propiedad privada y la ganancia de los capitalistas: la organización sindical obrera, siendo una fuerte tendencia general, no posee la universalidad de la propiedad y la ganancia de los capitalistas). La base material de la clase obrera no es la propiedad colectiva sino la carencia de propiedad (sobre los medios de producción), y el principio que la mueve y preocupa cotidianamente no es la auto-actividad libre sino el trabajo asalariado, el monto del salario, fundamentalmente (fíjate incluso que la reducción de la jornada laboral ha ido perdiendo centralidad, y cómo la mayoría de los trabajadores, al igual que las otras clases, priorizan el aumento de los ingresos que permiten un mayor consumo, antes que el aumento del tiempo libre para dedicarlo a actividades auto-realizativas… incluso entre sectores que objetivamente están en condiciones de hacerlo). Esto quiere decir que la burguesía podía, en cierto modo y hasta cierto punto, constituir su mundo (el capitalismo) simplemente expandiendo lo que ya estaba haciendo (obviamente, el proceso histórico fue mucho más complejo, siendo quizá el problema fundamental el hecho de que la burguesía medieval no tendía tanto a transformar el mundo feudal como a adaptarse a él; además del pasaje del capital mercantil al industrial). Pero la situación del proletariado es completamente diferente…

¿Completamente diferente? ¿Por qué?

Una nueva sociedad “proletaria” no podría surgir nunca simplemente expandiendo las bases materiales de la clase obrera y el principio en que se guía. Por esa vía sólo se reproduce el capitalismo. De aquí la paradoja de que el objetivo de la clase obrera, para el marxismo, debe ser el de abolirse a sí misma. Pero esto implica una contradicción mucho más grande que en el caso de la burguesía. Aun cuando no se propusiera acabar con la servidumbre o derrocar al absolutismo, el capitalista, en tanto que tal, incentivaba irremediablemente en su vida cotidiana (sin necesidad de ninguna organización específica, sin necesidad de ocuparse o manifestar intenciones políticas) la primacía del valor de cambio sobre el valor de uso, el comercio, la prioridad del beneficio, el fetichismo de la mercancía y la afirmación de la propiedad privada absoluta. Todo esto colisionaba (no totalmente, de ahí las complejidades de la transición) con el orden medieval.

Nada parecido sucede con el proletariado. En su vida cotidiana los miembros de la clase obrera no incentivan “naturalmente”, sin proponérselo conscientemente, ninguna base material, ningún valor, ningún principio alternativo al del capitalismo. Y allí donde lo hacen, el fenómeno se da entre sectores organizados en coaliciones políticas o sindicales, que en general no aglutinan más que a una parte (muchas veces minoritaria) de los trabajadores. Mientras que la propiedad privada y la ganancia forman por así decirlo parte de la “naturaleza” social de cada capitalista individual (y renunciar a ellas implica dejar de serlo), la propiedad colectiva y el trabajo libremente asociado no forman parte de la realidad cotidiana de los trabajadores. De aquí que no se equivocaran Kautsky y Lenin cuando decían que por sí misma la clase trabajadora no desarrolla más que sindicalismo. Pero siendo las cosas así, es difícil evitar los males del sustituicionismo y del vanguardismo que los críticos de Lenin le reprochaban: el drama ha residido, a mi juicio, en que tanto Lenin como sus críticos tenían razón. Lenin en la descripción de la realidad, sus críticos en las consecuencias que derivaban de ello.

El socialismo, pues, no es ni la vida práctica de los trabajadores, ni su objetivo ineludible, ni su “verdadera” ideología, que es lo que piensa la casi totalidad de las corrientes marxistas militantes.

¿Qué es entonces?

El socialismo es un sistema alternativo de valores, un objetivo político, una posibilidad social, una alternativa histórica, que seguramente no podrá triunfar sin el apoyo y la acción de la mayoría de los trabajadores, pero que en modo alguno es la tendencia “natural” hacia la que se encamina objetivamente el proletariado.

Todo lo dicho hace que la relación de la clase obrera con el socialismo sea mucho más ambigua que la de la clase capitalista con el capitalismo (entendido como una sociedad en la que el capital domina la producción y se ha convertido en el núcleo económico fundamental). Un empresario puede vivir en una sociedad que no es fundamentalmente capitalista y/o que se halla gobernada por una nobleza hereditaria de carácter no capitalista, pero su día a día se basa en la propiedad privada y en la ganancia, no pudiendo repudiarlas sin suicidarse como actor social. Así pues, un burgués puede ser liberal, monárquico o republicano, católico, ateo o protestante, fascista, demócrata o (incluso) “socialista”, partidario o adversario del Estado benefactor, racista y machista empedernido o partidario de la igualdad entre géneros y etnias. Puede ser cualquiera de estas cosas, porque ninguna de ellas lo define como capitalista. Lo único que no puede hacer es repudiar a la propiedad privada y la ganancia. Es decir, repudiarlas de hecho, y no de palabra. Un burgués puede ser sincera y realmente anti racista y anti patriarcal. Puede votar realmente a una lista de izquierda o entregar grandes sumas a un partido revolucionario. Puede sentir honda y verdadera pena por los pobres del mundo. Todo esto puede hacerlo sin dejar de ser capitalista. Lo único que no puede hacer es renunciar a la propiedad privada o no respetar el imperativo de la ganancia: en el primer caso se quedaría sin los medios de producción que lo hacen capitalista; en el segundo no tardaría en fundirse. Ganancia y propiedad son sagradas e inherentes al capitalista: simplemente, no puede renunciar a ellas sin dejar de serlo. Por consiguiente hay un mínimo ideológico inherente a la burguesía: el respeto de la propiedad privada y el objetivo de la ganancia. Esto es consustancial a todos y cada uno de los burgueses.

Sin excepción.

Todo lo demás no es necesario, y puede darse un amplio margen de variación histórica: fascismo, liberalismo, monarquismo, Estado benefactor, neo-liberalismo, populismo, individualismo libertarista, responsabilidad social empresaria y muchas cosas más son opciones posibles para un capitalista. Puede optar por una u otra variante. Pero no puede optar en lo que hace a la propiedad privada y la ganancia. Allí donde alguien propusiera abolirlas el burgués se sentiría, con razón, amenazado. No hay, pues, una ideología que sea la ideología capitalista. Hay varias ideologías compatibles con el capitalismo. Pero sí hay, como mínimo, dos principios irrenunciablemente capitalistas, que ninguna ideología o política capitalistas podría negar o ignorar. Y esto es objetivamente así. A la misma conclusión llegamos tanto por medio del análisis lógico como por medio de la indagación empírica: la inmensa mayoría de los capitalistas defiende teóricamente estos principios y todos los respetan en la práctica.

No sucede lo mismo con lo que podríamos considerar principios socialistas rivales: propiedad colectiva y actividad libre auto-realizativa. Ninguno de ellos define al proletario: al contrario, su negación es más bien lo que lo define. Y empíricamente podremos hallar las respuestas más diversas. Lo único que define a los trabajadores como tales, la venta de su fuerza de trabajo, carece de contenido socialista alguno. Por consiguiente, los principios socialistas carecen del arraigo que los principios capitalistas de propiedad y ganancia en todos y cada uno de los sujetos en cuestión. La defensa de la propiedad colectiva y de la auto-realización no es consustancial a los trabajadores, como lo es la defensa de la propiedad privada y de la ganancia para los capitalistas.

Es muy interesante lo que dice y no es frecuente recordarlo.

El caso de los campesinos es también ilustrativo.

¿Por qué, de qué?

Hay un mínimo ideológico de todos los campesinados existentes: el acceso a la tierra. Incluso los campesinos siervos rusos, que aceptaban la servidumbre, siempre reclamaron su derecho a la tierra. Se podría decir que hay un equivalente en la clase trabajadora: el derecho al trabajo. Lo acepto, pero el derecho al trabajo no es el socialismo. 

Como comprenderás, si los análisis precedentes son correctos, se impone extraer la conclusión de que no hay ningún vínculo necesario entre clase obrera y socialismo (como lo hay entre burguesía y propiedad privada o entre campesino y derecho a la tierra). Y creo que esto explica muy bien por qué los obreros reales han profesado las creencias más diversas en este terreno, y por qué rara vez han sido mayoritariamente revolucionarios. Nada de esto significa, sin embargo, que no haya vínculo alguno entre clase obrera y socialismo.

Alguna explicación sobre esto último.

Yo acepto que el socialismo es inviable si no lo asume al menos la mayoría de los trabajadores, y que el socialismo es incompatible con la burguesía. Pero no creo que se pueda presentar al socialismo como el objetivo que todo obrero debería tener si no estuviera alienado, engañado por la ideología burguesa o manipulado quien sabe por quién. Hay muy buenas razones, por ejemplo, para que un obrero sea socialdemócrata o peronista. Y estas razones se tornan tanto o más claras ni bien comprendemos que quizá esos obreros persigan objetivos y tengan anhelos diferentes a los nuestros, socialistas. Esto ayuda a entender por qué casi nunca los trabajadores reales se desengañan con sus dirigencias reformistas o conservadoras, como esperan y vaticinan los revolucionarios. Simplemente, no perseguían los objetivos de revolucionar la sociedad, y acaso ni siquiera aspiraban a la socialización de la propiedad y a una forma de vida basada en la actividad libre. Esto remite a otro problema fundamental, que quisiera tratar con cuidado para evitar malos entendidos y para diferenciar mis planteos de otros que en apariencia son parecidos, pero que no tienen nada que ver con lo que pienso (por ejemplo los de Laclau, a quien he criticado por extenso en El marxismo en la encrucijada).

Un día le pregunto por esas críticas a Laclau.

La contradicción capital/trabajo no es una contradicción lógica (el tema de las consecuencias perniciosas de la confusión entre lógica y empiria ha sido excelentemente tratado por Manuel Sacristán). Es un antagonismo social, pero de magnitud muy variable. Nada entraña necesaria o lógicamente que el capital no pueda vivir más o menos “armónicamente” con el trabajo, ni que ganancias y salarios no puedan crecer juntos. Me doy perfecta cuenta que decir esto me coloca desmintiendo una arraigada creencia marxista. Pero estoy convencido que esta creencia, o prejuicio, no tiene fundamento empírico. Desde luego que patrones y obreros mantienen una relación asimétrica y basada en la explotación. Esto es indudable. Pero no quiere decir que necesariamente no sea una relación “armónica” (un término vago por lo demás): si ambas partes aceptan sus roles puede ser “armónica”, sin dejar de ser asimétrica y explotadora.

Le interrumpo. ¿Relación armónica?

Al menos “armónica” hasta cierto punto (aunque yo creo que incluso en las más pacíficas y tranquilas condiciones las relaciones de clase entrañan una cuota de antagonismo y generan mecanismos de resistencia), pero lo suficientemente considerable como para alejar por plazo indefinido la perspectiva de una revolución, como ha ocurrido en tantos países.

Prosiga, prosiga, le he interrumpido antes.

A la inversa, puede haber relaciones terriblemente conflictivas que no sean ni asimétricas ni estén basadas en la explotación: por ejemplo la relación entre dos boxeadores; o los vínculos entre dos corporaciones industriales o entre dos Estados capitalistas centrales rivales). El Estado benefactor, de hecho, ha sido una increíble maquinaria que ha priorizado los elementos potencialmente armónicos sobre los conflictivos entre capital y trabajo. Y ha tenido éxito, dado que han desaparecido los movimientos obreros revolucionarios allí donde este tipo de Estado se implantó. El punto, con todo, es que el marxismo tradicional supone que el antagonismo entre capital y trabajo es de una naturaleza tal que necesariamente debe desembocar en la emergencia de otro tipo de sociedad, que además carecerá de antagonismos. Y esto no es algo que se pueda deducir, como se cree, a partir de datos empíricos. Hagamos una analogía.

Adelante con ella.

En cualquier ambiente ecológico hay presas y predadores. Podríamos decir que hay un conflicto entre unas y otros. Sin embargo, el sistema bien puede ser armónico, equilibrado y estar en condiciones de reproducirse indefinidamente. Desde luego que podría suceder que ciertas circunstancias hicieran que se rompiera el equilibrio entre presas y predadores, y que esto condujera a una radical modificación de la situación. Pero esto último no es una consecuencia ineludible del hecho de que unas especies se coman a las otras, ni mucho menos se deduce de ello que la situación ulterior se caracterice por la desaparición de los predadores. (Creo y espero que las sociedades humanas puedan eliminar a los predadores, aunque esto no sea posible en los ambientes naturales).

Yo no rechazo la conciliación de clases porque piense que es algo completamente imposible. La rechazo porque se basa en un tipo de vínculo que me parece totalmente injusto e inaceptable. Es cierto que el aumento conjunto de ganancias y salarios pocas veces ocurre en los capitalismos reales; pero no es una imposibilidad lógica. Es obvio, por lo demás, que el capitalismo ha demostrado capacidad para mejorar sensiblemente las condiciones de vida de los trabajadores. De hecho, ha sido esta mejora más o menos constante (de acuerdo a las propias expectativas de los trabajadores) lo que ha hecho posible el fenómeno inaudito en la historia de una clase explotada con derechos políticos. La clase obrera contemporánea dista mucho de no tener nada que perder más que sus cadenas, que era una descripción bastante acertada en el siglo XIX.

Sí, sí, una descripción que a veces no fechamos y la convertimos en tesis, consigna o creencia transhistórica.

No es, pues, el socialismo, una mera consecuencia de tomar conciencia de la relación antagónica entre capital y trabajo. Para afirmar el socialismo no basta con comprender que capital y trabajo tienen intereses diferentes e incluso antagónicos: es necesario postular la viabilidad de un orden en el que ellos hayan desaparecido. Si aceptamos que los patrones querrán siempre mayores ganancias, por lo que cada vez que puedan reducirán los salarios o incrementarán el tiempo o la intensidad del trabajo, de ello no se deduce que haya que construir el socialismo. Creo que la mayoría de los obreros aceptaría hoy en día lo primero, pero muy pocos lo segundo. Y no porque carezcan de lógica, sino porque la aceptación de que una relación es antagónica no implica necesariamente que se la quiera abolir o se piense que es posible hacerlo. Hay incluso situaciones en que los vínculos antagónicos son defendidos por todos los participantes: en los deportes competitivos, por ejemplo. Desde luego que yo creo que la relación entre capital y trabajo debería ser abolida; pero esto no se debe a que me haya hecho consciente de que es una relación antagónica: se debe a que me guío por una serie de principios éticos que me hacen juzgarla como un tipo de relación condenable; y a que pienso que es posible una sociedad fundada sobre otras relaciones.

Defender al socialismo y defender a la clase obrera, pues, no es la misma cosa.

Creo que ha quedado claro en su exposición.

Y aunque entre los capitalistas y los obreros los socialistas tomamos partido (y sólo podemos tomar partido) por los segundos, no hay por qué pensar que en cualquier huelga obrera habrá necesariamente una potencialidad socialista mayor que en un movimiento campesino o en una acción ecologista. (Tampoco, claro, se podría afirmar lo contrario). Los vínculos entre clase obrera y socialismo carecen de la simplicidad que estábamos habituados a adjudicarle. Esto no significa, desde luego, que el socialismo carezca de vínculo alguno con las clases sociales, que sea un puro principio inmaterial. Es indudable, por ejemplo, que la burguesía no es compatible con el socialismo.

Al llegar a este punto -además de disculparme por esta larga respuesta a una pregunta no formulada- es ineludible regresar al meollo de tu pregunta efectiva, Salvador; que puedo reformular, sin perder sustancia, creo, como el interrogante sobre la posibilidad de una vida política no profesionalizada, no burocratizada. Veamos pues.

Adelante con ella pero su larga digresión, desde mi punto de vista (confío en que los lectores y lectoras opinen lo mismo), es más que interesante. Tomemos un nuevo respiro, los lectores estarán exhaustos probablemente. El lema y advertencia clásico, “De nada en demasía”, no lo hemos cumplido hoy.

Es bueno transgredir las normas de cuando en cuando.

Conviene hacerlo, tiene razón.

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