Brasil: La farsa del farsante compulsivo

Por Eric Nepomuceno, 30 mayo 2018

La tensión crece y, con ella, la furia contra el gobierno. También se mantiene, en buena medida, el respaldo de la opinión pública a los camioneros: es que nadie soporta el continuo aumento de los combustibles.

 

Al promediar la tarde de ayer Michel Temer hizo uno más de sus pronunciamientos sin lógica: aseguró que tenía “absoluta convicción” de que el movimiento de los camioneros, iniciado hace una semana como una insólita duplicidad –era un paro, sí, pero mezclado con un lockout patronal–, terminaría hoy y, con eso, habría “mucha tranquilidad”.

Fue lo suficiente para que yo tuviese, en el acto, la más absoluta convicción que el paro proseguiría y que seguiríamos absolutamente intranquilos en medio del caos.

De niño aprendí que es indispensable saber respetar las calidades de los adversarios. Por seguir creyendo en ese principio, declaro aquí que hay que admirar la inmensa capacidad de Michel Temer de superarse a sí mismo en lo que se refiere a reincidir en lo ridículo. Lástima que esa característica de su compleja personalidad sea aplicada de manera incesante mientras él y los bucaneros que lo rodean destrozan impiadosamente el país.

Para empezar, más que nunca su figura se redujo a ser meramente decorativa, y eso, en el mejor de los casos: es que ya casi nadie se da cuenta de su insignificante existencia. Y cuando se da cuenta, es para lamentarse.

El vacío de poder solo no es absoluto porque sigue funcionando el Congreso y porque un general llamado Sergio Etchegoyen está al mando de las supuestas acciones para intentar, sin violencia, liberar rutas y carreteras y convencer a los camioneros autónomos que sigan el ejemplo de las empresas de transporte y levanten el paro.

A la ilegitimidad de Michel Temer se suma ahora su impotencia frente a lo que sea. No supieron, ni él ni su grupo, prever las dimensiones que podría alcanzar –como alcanzó– el movimiento de empresas de carga y camioneros. A propósito, a la ABIN, Agencia Brasileña de Inteligencia, que es comandada por Etchegoyen y tiene la función de evaluar amenazas internas y externas al orden constitucional, no ha sido mínimamente eficaz para advertir lo que se estaba armando y que literalmente paralizó al país. No hay un único antecedente de semejante estrago, y sus agentes no fueron lo suficientemente hábiles –o les faltó precisamente inteligencia– para detectar nada de lo que estaba a la vista de todos.

Lo razonable es prever que, cuando las carreteras sean efectivamente liberadas, demandará al menos tres semanas que se empiece a volver a alguna normalidad. Los supermercados siguen casi vacíos, en muchísimas ciudades faltan garrafas de gas, hay hospitales operando en el límite por falta de insumos básicos, hay panaderías sin pan, las clases han sido suspensas en casi todos los municipios brasileños, falta combustible.

Un solo dato ilustra la extensión del caos: en los ocho primeros días de paralización de transportes, cien millones de aves fueron sacrificadas por falta de ración y al menos trescientos millones de litros de leche fueron tirados al pasto.

La tensión crece y, con ella, la furia contra el gobierno. También se mantiene, en buena medida, el respaldo de la opinión pública a los camioneros: es que nadie soporta el continuo aumento de los combustibles, que solamente entre abril y mayo tuvieron al menos cinco ajustes.

Los pedidos de “intervención militar ya” son rutina cuando se oyen los camioneros parados. Algunos entrevistados por emisoras de radio aseguran que no saldrán de donde están mientras Temer no salga de donde está y lleguen los militares.

Raúl Jungmann, ministro de Seguridad Pública, aseguró al principio de la noche de ayer que “no hay chance de una intervención militar” en Brasil.

Pues si la convicción de Temer alimentó la mía con relación a la extensión del paro y a la intranquilidad, la afirmación de Jungmann, cuya palabra tiene el mismo valor de un billete de tres pesos, sirvió para alarmarme aún más.

Cualquier análisis mínimamente equilibrado conduce a la conclusión de que si antes estaba débil, ahora Temer está liquidado. Le faltan todavía siete infinitos meses de mandato, y faltan cuatro largos meses para las elecciones de octubre.

La gran pregunta de hoy en Brasil se divide en dos partes. La primera: ¿Hasta cuándo seguirá el velatorio de un gobierno moribundo? Y la segunda: ¿Habrá elecciones?

Todo empezó con una farsa –el golpe institucional llevado a cabo por un Congreso plagado de sordidez y que contó con la omisión cobarde de la Corte Suprema– que instaló a un farsante en el palacio presidencial.

¿Hasta cuándo se podrá mantener la farsa y su farsante compulsivo?

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