Caos sistémico: De la crisis de hegemonía global al momento populista

Resumen Latinoamericano / 25 de abril de 2018 / Juan Vázquez Rojo, Viento Sur

Para entender la sucesión de cisnes negros que se suceden en los últimos años: desde la victoria de Trump al Brexit, pasando por la guerra comercial entre China y EEUU o por los giros en la guerra de Siria, es necesario levantar la mirada y tomar perspectiva, más allá de las explicaciones particulares que se centran en el supuesto carácter convulso de dirigentes o poblaciones. De esta forma, partiendo de un enfoque holístico es posible afirmar que en el año 2008 el sistema-mundo ha iniciado una etapa de caos sistémico, esto es, el modelo hegemónico global liderado por EEUU después de la II Guerra Mundial ha entrado en una profunda crisis que afecta de forma directa a toda la estructura económica, política, social y cultural del planeta. Para entender esto, es necesario analizar la etapa de liderazgo estadounidense (1945-2007) y las crisis que se derivan desde ese momento.

En esta línea, siguiendo el enfoque planteado por Giovanni Arrighi (1994, 2001, 2005, 2007), desde hace unos quinientos años el sistema-mundo moderno alterna ciclos sistémicos de acumulación, esto es, ciclos económicos dirigidos por una potencia hegemónica. En dichos ciclos, existen dos etapas, una inicial de expansión material y una final de expansión financiera. La primera se centra fundamentalmente en la inversión en la esfera productiva, en la que se crea la riqueza realmente existente. Esta etapa llega a sus límites en el momento en el que el capital acumulado no se pude reinvertir con una rentabilidad suficiente, esto es, cuando nos encontramos ante una crisis de sobreacumulación. En ese contexto, el capital, que se caracteriza fundamentalmente por perseguir siempre espacios de rentabilidad, se canaliza hacia los canales financieros, dando lugar a una enorme expansión de los mismos. Como se ha afirmado, la riqueza realmente existente se crea en el ámbito productivo, por lo que la esfera financiera está intrínsecamente relacionada con la productiva y cualquier deslindamiento entre ambas tiene que ser necesariamente temporal. De este modo, las etapas de expansión financiera suelen ser mucho más caóticas, inestables y con recesiones recurrentes.

Asimismo, todo ciclo sistémico de acumulación está enmarcado en una estructura hegemónica, esto es, una determinada correlación de fuerzas congelada en una amalgama de instituciones, una determinada cultura y una forma de ver el mundo que impera y dirige a la sociedad en una dirección determinada, todo ello bajo la batuta de una potencia que actúa como hegemón. Aquí, la hegemonía se entiende del mismo modo que la entendía el filósofo sardo Antonio Gramsci (1970), es decir, esta sería el poder adicional del que goza un bloque dominante para hacer pasar su propio interés particular por el interés universal de la sociedad. Aunque el filósofo sardo planteó su concepto para las relaciones intraestatales, autores neogramscianos como Stephen Gill, (2011) o Robert Cox (1983, 2004) lo han desarrollado y aplicado al análisis de las relaciones internacionales. En este sentido, siguiendo el hilo argumental del párrafo anterior, la decadencia de las hegemonías está relacionada con las etapas de expansión financiera, en la que se alcanzan los límites de poder geoeconómicos y geopolíticos, aunque también culturales e ideológicos (Vázquez, 2016a).

La hegemonía estadounidense

Durante 1945-2007 se desarrolló el ciclo sistémico de acumulación estadounidense. Después de la II Guerra Mundial, EEUU se convirtió en el motor principal de la acumulación de capital a nivel mundial, así como el director de las reglas de dicho proceso, liderando el ámbito económico, tecnológico, comercial, financiero, militar y cultural (Arrighi, 1994). La configuración del nuevo orden hegemónico, que precisa de una congelación de estructuras institucionales de la nueva correlación de fuerzas y dominio a nivel mundial, fue cimentada en los acuerdos de Bretton Woods, en la creación de las Naciones Unidas, la OTAN e instituciones como el Banco Mundial (BM) o el Fondo Monetario Internacional (FMI). Con los acuerdos de Bretton Woods se configuraba un orden financiero mundial con el dólar como moneda de reserva internacional mediante un sistema de tipos de cambio fijo y de convertibilidad en oro.

De esta forma, siguiendo a Iseri (2007, p. 6), los Estados Unidos impulsaban “un consenso cultural dentro del bloque capitalista y un papel hegemónico en el mundo occidental, basada en instituciones multilaterales internacionales”, algo que apuntalaba su legitimidad como potencia hegemónica emergente ganando así el rol de líder moral e intelectual, fundamental en cualquier orden hegemónico que genere consenso. Además, en el aspecto socioeconómico, esta etapa se caracterizó por la consagración del modelo laboral fordista, la estabilidad financiera mediante un cierto control de capitales a nivel mundial, el auge de las políticas keynesianas, Estados proteccionistas, salarios relativamente elevados y la creación de estados del bienestar más o menos fuertes (Harvey, 2007). En resumen, podemos señalar que le hegemonía de EEUU se sustentó en base a los acuerdos de Bretton Woods, liderando la economía mundial con la moneda de reserva internacional, dibujando las líneas del Plan Marshall, el cual sirvió de impulso para dirigir la reconstrucción europea desde EEUU, y estableciendo las instituciones que garantizarían la estabilidad a nivel mundial.

Durante los años setenta, después de casi tres décadas de expansión económica y cierta estabilidad, la creciente competitividad de Alemania y Japón y el gasto de la guerra de Vietnam hacían mella en el valor del dólar y, por tanto, en la convertibilidad fijada en Bretton Woods. Además, las dos claves fundamentales que explican los límites de la expansión de posguerra y la consecuente crisis de la década de los setenta es la caída de la productividad del capital, es decir, la menor eficiencia de las inversiones empresariales debido a la saturación de los mercados en los países desarrollados, dando lugar a una caída de la ratio PIB/stock de capital de un 25% en Europa y más de un 30% en EEUU entre 1966 y 1980 (Álvarez, 2013). Este hecho se acelera con la crisis del petróleo en el año 1973, dando lugar a la ruptura del patrón oro-dólar (Vázquez, 2016a).

Así pues, en la década de los 70 se gestaban las bases de la expansión que se viviría durante la globalización financiera (1980-2007), que como señala Wolfgang Streeck (2017), daría lugar a que los Estados se localizaran en los mercados, y no los mercados en los Estados. Esta etapa se cimentaba en tres pilares: El primero, era la libre flotación del dólar, que proporcionaba a EEUU un poder adicional que le permitía evitar restricciones macroeconómicas tales como el déficit público o el déficit en la balanza por cuenta corriente. El segundo, las políticas neoliberales caracterizadas por los ajustes salariales, el control estricto de la inflación y del gasto público, así como por la privatización del sector público y la liberalización de los sectores comerciales y financieros. El tercer pilar es la financiarización de la economía, que venía empujada por los dos elementos anteriores y que facilitaba una vía de escape a la crisis de sobreacumulación de capital (Vázquez, 2016a).

En consecuencia, en las últimas tres décadas hemos vivido una expansión de los canales financieros de la economía a nivel global. Según los datos de la OCDE, atendiendo a la economía estadounidense, si el crédito al sector privado como porcentaje del PIB representaba un 87 % en 1970, en el año 2007 significaba el 206% del PIB; la capitalización bursátil pasó de un 41 % del PIB en 1975 a un 137 % en 2007; la participación en los beneficios totales del sector financiero pasó del 20% al 40 % entre la década de los ochenta y la de los dos mil (Vázquez, 2016a). A nivel mundial, los activos financieros (sin incluir los derivados) crecieron anualmente más del doble de la inversión no financiera o del PIB per cápita entre 1982 y el 2004 (Bustelo, 2007). En este contexto, en los países de la OCDE, el paro estructural y la deuda de las familias aumentaba mientras la participación de los salarios en el PIB caía 10 puntos entre la década de los ochenta y la de los dos mil (Vázquez, 2016a), de forma que el estancamiento de las rentas se compensaba con endeudamiento. En efecto, todos los sectores de la economía estaban directa o indirectamente afectados por la progresiva financiarización de la economía.

Este proceso de globalización financiera, iniciado por EEUU, se institucionalizó de forma radical en Europa a través del Tratado de Maastritch y el euro (Vázquez, 2016b), llevando hasta sus últimas consecuencias la desregulación financiera, el control de la inflación y del déficit, la privatización del sector público y la pérdida de soberanía estatal en favor de la integración financiera europea. Concretamente, con la creación del Banco Central Europeo, la soberanía económica y financiera quedaba supeditaba al dictamen de las instituciones de la eurozona, lideradas de facto por Alemania.

Caos sistémico

La globalización financiera alcanza sus límites en el año 2007, momento en el que da comienzo la crisis económica más grande desde la acontecida en la década de los treinta del siglo XX. Además de una crisis económica, los años posteriores al 2008 reflejan una pérdida de la capacidad estadounidense de liderar el orden global, algo que se muestra en gran medida con la aparición de nuevos actores contrahegemónicos en el tablero geopolítico, destacando por encima de todos China y Rusia. En este sentido, el surgimiento de estas potencias no es nuevo ni repentino, pues se larva fundamentalmente en la expansión financiera del ciclo (sobre todo el caso de China) y tiene que ver fundamentalmente con las contradicciones que asume la potencia hegemónica al liderar el proceso de globalización financiera, que permite y provoca el desplazamiento del centro económico mundial del Atlántico al Pacífico, teniendo como centro principal el país chino (Vázquez, 2016a).

Por consiguiente, desde el año 2008 el sistema-mundo ha entrado en un momento de crisis de hegemonía y del orden mundial que está tornando en un colapso del mismo, situación que se puede denominar de caos sistémico. Concretamente, por caos sistémico “(…) entendemos una situación de grave y aparentemente irremediable desorganización sistémica. Cuando la competencia y los conflictos desbordan la capacidad reguladora de las estructuras existentes, surgen intersticialmente nuevas estructuras que desestabilizan aún más la configuración de poder dominante. El desorden tiende a autorreforzarse, amenazando con provocar un resquebrajamiento completo de la organización sistémica” (Arrighi, 2001, p.40).

Así pues, la alianza entre China y Rusia ha supuesto la formación de un bloque contrahegemónico que ha comenzado a impugnar la estructura hegemónica estadounidense. En esta línea, la creación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (BAII), la Nueva Ruta de la Seda o el Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS (NBD), son instituciones que giran en torno a China y pretenden formar una alternativa al BM o al FMI. En contraposición, las autoridades estadounidenses han comenzado una contraofensiva a sabiendas de lo que significa el peligro de China y Rusia, principalmente afianzando sus lazos con aliados clásicos. Esta ofensiva, a diferencia de lo que suele plantear, empezó con la administración Obama, pues la nueva estrategia estadounidense se materializa en tratados comerciales como los fallidos TTIP o el TTP, tratados de libre comercio que por un lado tenían como objetivo retomar las características del ciclo 1980-2007 y por otro pretendían afianzar las alianzas comerciales en América, Asia y en Europa, como freno a la expansión de la influencia china. De la misma forma, la administración Trump persigue frenar a China y a Rusia, aunque la estrategia sea distinta en lo referente a las medidas proteccionistas, algo que manifiesta la imposibilidad de revertir el ciclo finalizado en el 2007.

En medio de esta disputa, una de las claves del poder de Estados Unidos es el dólar. La divisa norteamericana continúa siendo la referencia del sistema monetario internacional, mediante la que se realizan la mayor parte de los intercambios comerciales en el mundo, por lo que todos los países están obligados a tener reservas de esta divisa para participar en los intercambios comerciales. Además, de forma paradójica, las crisis financieras en EEUU refuerzan el dólar como valor refugio, ya que en momentos de tensión los capitales huyen hacia esta divisa y hacia los valores del Tesoro de Estados Unidos dada su liquidez. El ejemplo paradigmático es el de China, el mayor tenedor de dólares y de valores del Tesoro estadounidenses, que afianza y apuntala el sistema financiero internacional (Vázquez, 2016a).

Así, a diferencia de cualquier país, Estados Unidos no tiene que preocuparse de tener reservas de divisas o de controlar el déficit público o por cuenta corriente, ya que posee la emisión de la moneda central en el sistema monetario internacional. Teniendo en cuenta la importancia del dólar para EEUU y los problemas que genera en el resto de países, cualquier potencia que quiera hacer frente al poder estadounidense debe empezar por debilitar la fuerza del dólar. En esta línea, la clave de la potencia de dicha divisa es su aceptación y su posterior circulación, por lo que para que ambos aspectos se debiliten es necesaria una alternativa. En la actualidad, China y Rusia empiezan a tejer canales que permitan comerciar entre ellos en sus propias monedas, algo que se puede acelerar en instituciones como el BAII, el NBD o los planes del país asiático de comprar petróleo en su propia moneda. Sin embargo, por el momento estas iniciativas están lejos de ser una alternativa al dólar, por lo menos en un periodo de corto plazo.

Además, en el ámbito geopolítico, no se puede entender conflictos como el de la guerra de Ucrania y, sobre todo, el de Medio Oriente sin atender a lo descrito en los párrafos anteriores. En esta batalla por cambiar la correlación de fuerzas, el control de los recursos energéticos, tanto las fuentes como las zonas de tránsito, resulta fundamental. Así, Oriente Medio es la zona con las mayores reservas de petróleo del mundo, por lo que, en la guerra fría que viven Irán y Arabia Saudí, las potencias mundiales tienen que realzar sus alianzas para afianzar sus intereses regionales. No obstante, Estados Unidos está desplazando su mirada hacia el Pacífico, intentando crear alianzas y dispositivos militares que frenen la expansión de China en la región.

Momento populista

La ruptura de las instituciones hegemónicas a nivel global y la propia salida de la crisis, que ha acelerado la tendencia de aumento de la precariedad y desigualdad del ciclo 1980-2007, ha dejado fuera a una parte importante de la población, lo que ha provocado una grave crisis social a nivel mundial a finales del 2010. Esta crisis social, comienza con las manifestaciones de las revueltas árabes, el 15M en España y posteriormente el Occupy Wall Street, entre otras. En efecto, la fractura social se transforma en una crisis política, al materializar el hecho de que una parte importante de la población ya no confía en el bloque dominante, ya que este último ha perdido su condición hegemónica: ya no gobierna con legitimidad. Dicho de otra forma, la crisis de hegemonía interestatal se manifiesta de forma particular en distintas crisis de hegemonía intraestatal.

En consecuencia, en el ámbito propiamente intraestatal ha surgido un contexto o “momento populista”. De forma sintética, la mayor parte de herederos del pensamiento de Laclau y Mouffe (1987, 2005) caracterizan este momento como un resquebrajamiento de la legitimidad de los bloques dominantes, basado en la imposibilidad de integrar demandas sociales latentes. Así, una parte importante de la población pierde su confianza en el sistema de gobierno, por lo que dejan de operar las certezas y los relatos que sostenían e integraban el consenso entre gobernantes y gobernados. Para matizar correctamente este momento populista y no fragmentar los hechos sociales, políticos y económicos, es preciso enmarcarlo en lo que Karl Polanyi denominaba fase b (Polanyi, 2016). En esta línea, la pérdida de legitimidad se relaciona fundamentalmente con la respuesta social ante los límites de lo que el propio autor polaco llamaba “utopía de libre mercado”, esto es, el proceso de globalización financiera entre 1980 y 2007.

De esta forma, el caldo de cultivo social propicia el surgimiento de movimientos que articulen las demandas insatisfechas en un sentido concreto, fundamentalmente partidos populistas en el sentido laclauniano del término. En efecto, no es casualidad que la mayor parte de respuestas políticas en occidente sean soberanistas/nacionalistas/proteccionistas, pues son la respuesta de la sociedad que decide buscar protección y seguridad ante la ofensiva de libre mercado de los últimos 40 años. Concretamente, en el surgimiento de la figura de Trump se materializa de forma clara está doble crisis de hegemonía (intra e interestatal) pues es consecuencia del momento populista interno y de la pérdida de liderazgo global de EEUU.

Este proceso se reproduce de manera más evidente en la UE y en la eurozona. La pérdida de soberanía estatal a favor de la estructura supranacional (integración financiera europea), en última instancia implica el dominio de la potencia hegemónica interna (Alemania), conformado una división europea del trabajo, con un centro y una periferia diferenciados (Vázquez, 2016b). La propia configuración de la eurozona resulta la propuesta más radical de financiarización, en la que la dinámica del libre mercado acentúa la jerarquía entre países. Además, se produce la unificación de los mercados europeos en medio de un relato de pertenencia europea entre países con un sentimiento europeísta muy limitado. Las reacciones se materializan en movimientos populistas de distinta ideología que reclaman más soberanía, nación y/o protección, como el Brexit, Syriza o M5E, pero también Alternativa por Alemania, el Procès, el Frente Nacional, Amancer Dorado, Liga Norte, etc.

Conclusión

En el momento histórico presente, las viejas estructuras hegemónicas levantadas en Bretton Woods no permiten un liderazgo firme y consensual ni una base sólida para asegurar un relanzamiento del ciclo económico. Así, las características que representaron el último ciclo (1980-2007) siguen siendo las mismas en la actualidad y los problemas de deuda privada y pública, de débil inversión, así como de reducida rentabilidad siguen acuciando en gran medida (Vázquez, 2016a). A su vez, China y Rusia se consolidan como actores de peso que reclaman una reconfiguración del orden mundial, aunque por el momento no existe una alternativa fuerte a la vieja estructura. En este contexto, no cabe duda de que el sistema-mundo ha entrado en una etapa de lo que Giovanni Arrighi llamaba caos sistémico, en el que el viejo mundo no acaba de morir y el nuevo no termina de nacer.

El ciclo de caos sistémico está lejos de resolverse, pues la pugna a nivel global sigue abierta es altamente probable un proceso de aceleración de la misma. En efecto, la tendencia hace prever que la batalla militar, comercial y financiera entre EEUU, Rusia y China se recrudezca en los próximos años. Sea como fuere, la estrategia que ha comenzado la administración Trump, lejos de restablecer la hegemonía de EEUU, resulta un intento de frenar la decadencia como potencia mundial en ciertos aspectos, ya que su liderazgo está siendo dinamitado. De hecho, dada la configuración del ciclo 1980-2007 (sustentada en la financiarización y el dólar), cualquier retroceso en estas políticas (como son las proteccionistas) debilitan la posición estadounidense.

Además, teniendo en cuenta el escenario económico a nivel mundial, con elevados niveles de deuda, bajos niveles de rentabilidad y una latente burbuja de activos financieros, además de la retirada de los estímulos monetarios por parte de los Bancos Centrales, el regreso de otra fase de la crisis económica es altamente probable (Vázquez, 2016a). En efecto, una crisis en el sistema financiero global afectaría de forma rotunda al sistema euro, entrando en una nueva fase de crisis de deuda soberana en los países del sur de Europa. De este modo, la crisis de los sistemas políticos en occidente proseguirá su camino, barriendo del escenario a muchos de los gobiernos de centro izquierda y derecha, dando pie al crecimiento de partidos soberanistas/nacionalistas. En este marco, por el momento, los partidos que están tomando la cabeza son los de extrema derecha.

Por lo tanto, resulta complicado afirmar que se pueda cerrar la crisis económica, política, social y geopolítica en tanto no se configure un nuevo orden mundial que ponga fin al caos sistémico. Sin embargo, en los próximos años, seguramente décadas, se acelerará la pugna entre las principales potencias para ejercer una mayor influencia en la creación del edificio que represente el nuevo orden global. Históricamente, la pugna llevada a cabo en etapas de caos sistémico siempre derivaba en una guerra a escala. Este hecho resulta inquietante al poder contemplar una nueva guerra a gran escala que resuelva la pugna llevada a cabo en este caos sistémico.

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