Holot: el campo de detención de africanos en Israel

Resumen Latinoamericano*, 28 de febrero de 2018.-

Por Leandro Albani .

Son miles. La crudeza del clima no importa. Están encerrados, abrazados por el agobiante calor del desierto de Néguev. Son africanos y piden asilo político. El gobierno de Israel, ante la solicitud, los envía al centro de detención de Holot, cercano a la frontera con Egipto. Los derechos de quienes terminan con sus huesos en Holot, son apenas una brisa: pueden salir del lugar -rodeado de alambrados y cercas-, y caminar por una ruta bañada de arena y azotada por el sol hasta la ciudad más cercana, Be’er Sheva, que queda a una hora en auto. Alrededor del centro de detención levantan carpas, mercados improvisados, se reúnen en círculo, juegan dominó y fuman narguile; las horas se esfuman entre charlas y las preocupaciones sobre los días que vendrán.

Los guardias y autoridades de Holot les dicen que no es una prisión, pero por la mañana los cuentan como a un rebaño y por las noches deben volver sin excusas. Si los refugiados incumplen alguna regla o no llegan a tiempo para el conteo, es probable que su nueva vida sea cruzando una calle: en la prisión de Saharonin.

Desde el 20 de febrero, al menos 600 inmigrantes africanos alojados en Holot se encuentran en huelga de hambre. No es la primera vez que quienes son trasladados a este centro de detención encabezan protestas. En este caso, el reclamo es por la detención indefinida de siete ciudadanos eritreos que rechazaron la deportación a Ruanda, ordenada por el Estado israelí.

En enero de este año, el gobierno de Tel Aviv aprobó un plan que permite las deportaciones masivas de inmigrantes que ingresaron de forma irregular, en el cual se los envía a terceros países o se los detiene sin un lapso de tiempo. El Ejecutivo israelí estipuló que los inmigrantes tienen 60 días para abandonar el país, para lo cual recibirán 3.500 dólares y el pasaje de avión. Se calcula que el plan afecta a entre 35 mil y 40 mil africanos.

La ONG Hotline para Refugiados y Migrantes, y la Organización de Ayuda para Refugiados y Solicitantes de Asilo, difundieron una declaración en la que aseguraron que la medida oficial es el “primer paso de una operación de deportación sin precedentes en todo el mundo, una acción manchada por el racismo y un completo desprecio por la vida y la dignidad de los solicitantes de asilo”.

Por su parte, el gobierno de Ruanda afirmó “que nunca ha firmado ningún pacto secreto con Israel para la reubicación de migrantes africanos”, aunque aclaró que las puertas del país están abiertas para quienes son expulsados por Tel Aviv.

Siguiendo los pasos de su muy buen amigo Donald Trump, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu había expresado que las deportaciones masivas eran necesarias para la seguridad fronteriza, además de que su país no permitiría la presencia de “infiltrados”.

Según cifras recogidas por el portal Monitor de Oriente, la Autoridad de Inmigración y Absorción de Israel estimó que unos 55 mil inmigrantes africanos y solicitantes de asilo residen actualmente en el país, aproximadamente el 90 por ciento de los cuales provienen de Sudán o Eritrea, la mayoría llegados entre 2006 y 2013 a través de Egipto. Sólo en 2012, el Estado israelí deportó a unos 20 mil inmigrantes y solicitantes de asilo provenientes de África. Monitor de Oriente recordó que de las 13.764 solicitudes de asilo presentadas hasta julio de 2017, sólo 10 eritreos y un ciudadano sudanés obtuvieron el estatus oficial de refugiado.

Muchos de los africanos y las africanas que llegan a Israel escapan de los conflictos internos en sus países. A la clase política israelí -que asegura que el país es la “única democracia” en Medio Oriente-, poco le importa el destino de los inmigrantes. A mediados de este mes, Halofom Sultan, de Eritrea, declaraba a la agencia de noticias turca Anadolu que “una persona que fue deportada por Israel fue asesinada por el grupo terrorista de Daesh en Libia. Prefiero ir a prisión. Por lo menos, estaré vivo”.

Las denuncias contra el trato que Israel dispensa a los africanos se multiplican, como también las protestas encabezadas por los inmigrantes. Desde 2014, y de manera periódica, las movilizaciones, huelgas de hambre y reclamos se convierten en un grito de auxilio que pocos gobiernos escuchan.

En enero, Human Rights Watch (HRW), acompañada por varios rabinos y autoridades católicas de Israel, alertó sobre el plan de deportaciones masivas. Para la organización internacional, la decisión de Tel Aviv “es la última entre una serie de medidas coercitivas contra estos grupos, destinadas a frustrar su legítimo derecho a buscar protección y, casi con toda certeza, dará lugar a una detención masiva e ilegal de solicitantes de asilo”.

La política oficial de Israel contra los inmigrantes africanos no es una anomalía, sino que se enmarca en el proyecto de crear un Estado-nación exclusivo para los judíos. Quienes no se reivindiquen como tal son, simplemente, desechables. El apartheid israelí contra los palestinos y las palestinas, que ya lleva siete décadas, es la comprobación de un sistema con profundas raíces aferradas al racismo.

Esta política fue confirmada a mediados de febrero por la propia ministra de Justicia israelí, Ayelet Shaked, quien en una conferencia expresó: “Debemos mantener una mayoría judía, aunque eso signifique violar derechos”.

El objetivo de Holot fue sintetizado en 2016 por la periodista Isabel Cadenas Cañón, en una extensa crónica publicada en eldiario.es: “Minar la esperanza de estos hombres, romper los lazos que hayan podido desarrollar con el país. Por eso, por ejemplo, está prohibido dar clases de hebreo, o introducir manuales para aprender el idioma: todo lo que sea posible para que sudaneses y eritreos no se enraícen en una tierra que no es la suya”.

Quienes sobreviven en Holot saben todo esto. Bajo el sol, custodiados por el temido servicio penitenciario Al Shabas, asediados por activistas antiinmigración, amontonados en habitaciones para diez personas y con un solo baño, los inmigrantes africanos descubrieron que sus posibilidades son caminar y dormir para que las horas se esfumen, o protestar por sus derechos más básicos y gritar que ellos también son seres humanos.

 

*Fuente: La Tinta

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