América Latina, más pobre

José María Vera, EFE doc. / Resumen Latinoamericano / 16 de noviembre de 2017

Cuesta escribir un titular como éste, la verdad. No pretendo con él volver al “latinopesimismo” de los años 80 e inicios de los 90. Sin embargo, el hecho es que la pobreza vuelve a crecer en el continente a caballo de un crecimiento reducido y mal distribuido, así como del freno a programas sociales y a la formalización del empleo en la región.

La avalancha de datos en este sentido es incontestable. En 2015, 7 millones de latinoamericanos más se volvieron pobres, alcanzando la durísima cifra de 175 millones de personas. De ellas, 75 viven en la indigencia, 5 millones más en 2015 que en el año precedente. En 2016, según la FAO, se alcanzó el terrible número de 42.5 millones de niños y niñas menores de 5 años con malnutrición crónica, un 8 por ciento más que en 2013. Podríamos seguir aportando datos recientes que apuntan en la misma dirección, aunque antes hagamos presentes los rostros, las historias de vida, una a una, las oportunidades truncadas y los derechos vulnerados que hay tras estos números.

A la hora de apuntar las razones, toca empezar por la situación estructural de la región. A pesar de los avances económicos de los últimos 15 años, con notables diferencias entre países, en América Latina y el Caribe pervive un sustrato de desigualdad y vulnerabilidad.

El crecimiento de la clase media, hasta un 35 % de la población con un ingreso de entre 10 y 50 dólares diarios, no puede ocultar una mayoría de precariedad -un 39 % sobrevive con entre 4 y 10 dólares al día- y de pobreza, porque un 23 % de la población tiene que arreglárselas con un ingreso de menos de 4 dólares al día. Es la vida imposible. El freno a la salida de la pobreza de esta parte de la población, y el riesgo extremo de caer en ella de un grupo inmenso y vulnerable mantienen a la región en situación límite. De hecho, según el PNUD otros 30 millones de personas podría caer en la pobreza.

La desigualdad menguó levemente durante los últimos años, fruto no tanto de la contención por arriba, como de la salida de la pobreza de millones de personas. Aun así, la región sigue siendo la más desigual del mundo por encima de África Subsahariana y del resto del mundo. Es muy difícil, -corrijo, es imposible- combatir la pobreza de forma efectiva, con una desigualdad tan brutal como la que existe en los países latinoamericanos. En época de bonanza hay opciones, como hemos visto, siempre que haya políticas intencionadas de empleo y protección social. En tiempos de estancamiento no cabe duda: el grueso de las élites económicas preserva, cuando menos, su porción de la tarta. A los demás les toca menos. Se denomina captura política y de rentas por el poder económico. Así lo llama el 70 % de la población según el Latinobarómetro.

No entro en el debate sobre cómo recuperar la senda de un crecimiento económico diversificado y sostenible en un tiempo disruptivo e inestable como el actual. Sí cabe, sin embargo, reafirmar algunos principios de política básica a la hora de lograr una sociedad más equitativa y revertir el temido avance de la pobreza.

Por el lado del empleo es crucial reforzar la senda de la formalización, así como afianzar la duración y calidad educativa de los más pobres. Una quinta parte de los jóvenes de la región, los de siempre, no tienen ni empleo ni formación para el mismo.

En el lado de la protección social hay que hacer justo lo contrario de lo que algunos gobiernos, como el de Brasil, están haciendo. Fragilizar los programas sociales que, no sin retos, han contribuido mucho a luchar contra la pobreza, es directamente proporcional al aumento de ésta. Olvidarse de los conatos de universalización a través de políticas públicas en sectores sociales clave es un reflejo de olvidos mayores.

Como siempre, se afirmará que no hay recursos, máxime en un momento de merma del espacio fiscal debido a la caída de las exportaciones desde varios países de la región. Argumentable si no fuera porque nunca, salvo excepciones contadas, hubo una tributación justa y suficiente en la región. Más del 61 por ciento de ésta proviene de impuestos indirectos, una tasa imbatible para asegurar la mínima contribución de lo tributario a reducir desigualdades. Que tampoco se enfrentan desde el lado gasto. En parte por las prioridades presupuestarias, aunque aquí va por barrios y hay diferencias notables entre países. Y en parte por la insuficiencia de la recaudación. Aún hay países que no alcanzan el 15 por ciento sobre PIB en ingreso fiscal, lo que equivale a decir que no hay Estado, o que éste se limita a la seguridad, la defensa y algo de parafernalia política y social con las monedas restantes.

Finalmente, tenemos los preciados recursos naturales, tierra y agua, en fase aguda de concentración en lugares donde la extracción depredadora sigue en auge. Hace un año visité comunidades indígenas en Guatemala cuyas escasas tierras estaban siendo cercadas por campos ingentes de palma, piña y banana que se cultivan para otros. El problema no era la tierra en este caso sino el agua, robada literalmente de mujeres y hombres campesinos para malvenderla en el altar de la exportación. Esa que genera poco empleo y mucho ingreso para algunos. Quienes se enfrentan a esta invasión, como hizo Berta Cáceres, son asesinados. Por docenas. Cada año más.

No es de extrañar que con este panorama la pobreza en América Latina y el Caribe crezca en cuanto el ritmo de crecimiento se ralentiza. No hay tanto para tan pocos. Como dijo recientemente el FMI, ¡hay que redistribuir!

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