La independencia de Andalucía como acto revolucionario (Por Iñaki Gil de San Vicente)

La crisis de España y la Constitución de Antequera de 1883

La independencia de Andalucía como acto revolucionario

 

Nota: Ponencia presentada a las III Jornadas por la Constitución Andaluza organizadas por Nación Andaluza, sobre la actualidad de la Constitución de Antequera de 1883, celebradas en la ciudad de Granada el 28 y 29 de octubre de 2017.

  1. Presentación
  2. Lenin nos ayuda un poco
  3. El contexto de Antequera
  4. La Constitucion de Antequera
  5. Los nacionaldemócratas

 

  1. Presentación

El pasado 25 de julio, día nacional de Galiza, se conoció el Manifiesto Internacional de Compostela. Hemos dicho en otro texto –La crisis de España como marco de acumulación del capital, 31 de agosto de 2017– que el Manifiesto era tanto la culminación de un proceso de acercamiento y debate internacionalista como la apertura de otro proceso que se considera imprescindible ante la crisis de España como marco de acumulación de capital. Decíamos en esa ponencia que no estamos ante la llamada «crisis del régimen del 78» sino ante una nueva crisis estructural del capitalismo español, es decir, de nuevo se están agudizando rápidamente los antagonismos internos a las contradicciones que minan al Estado desde sus inicios proto burgueses.

La tesis de que nos enfrentamos solo a una «crisis del régimen del 78» únicamente aprecia parte –que no todas– de las expresiones sociopolíticas externas de la crisis estructural, dejando fuera de su visión otras realidades; pero sobre todo, no bucea hasta el fondo, hasta las raíces históricas que hacen que, inevitablemente, el Estado español sea siempre ferozmente antiobrero y antipopular, sea una cárcel de pueblos, sea incapaz de integrar a las burguesías «regionales», sea incapaz de mantener la carrera imperialista por la productividad del trabajo, sea incapaz de reducir su corrupción hasta las tasas «normales» en otros capitalismos, etcétera.

Es cierto que unas facciones de la burguesía intentaron modernizar su Estado, y tal vez fuera posible que lo intentasen de nuevo con la cacareada «segunda transición» que fracasaría porque dejaría sin tocar esas contradicciones estructurales. La tesis de la «crisis del régimen del 78» reivindica con razón reformas o cambios, según las versiones, democráticos urgentes en estos momentos, pero debe ser integrada en una perspectiva estratégica más amplia que a la fuerza pasa por el debate de si es posible llegar al socialismo –que no únicamente a la III República– sin acabar con los pilares de la «nación española» en su sentido actual, burgués, es decir, como el marco material y simbólico de producción de valor, reproducción de la fuerza de trabajo y de acumulación ampliada del capital en ese trozo de la península ibérica que el nacionalismo español llama España.

Tenemos dos ejemplos palmarios que muestran la imposibilidad de cambios cualitativos hacia el socialismo como trampolín al comunismo desde el Estado-nación español actual. Uno es el de la sobreexplotación y marginalidad periférica de Andalucía, nación en la que el 32,3% de la población es pobre y el 41,7% se encuentran al borde de la llamada «exclusión social»: todas y todos sabemos que el Partido Socialista de Andalucía es una fuerza clave en el PSOE, en el Estado y en el nacionalismo español. Según datos muy recientes, ahora mismo hay no menos de 2.600.000 andaluzas y andaluces que necesitados de recibir la renta básica de lucha contra el empobrecimiento. Pues bien, el PSOE en el gobierno solo presta ayuda a 45.000 familias, o sea no llegan a 200.000 personas si suponemos que cada unidad familiar tiene cuatro personas.

El empobrecimiento, la precarización, la marginalidad del pueblo trabajador andaluz después de tantos años de gobierno del PSOE no responde solo a razones estrictamente económicas sino también al lugar periférico de sobreexplotación que el Estado español impuso a Andalucía, como veremos. El nacionalismo español se volcó a la desesperada para borrar el potente sentimiento andalucista que mostró su arraigo en aquella gigantesca manifestación del 4 de diciembre de 1977 exigiendo derechos burgueses idénticos a los de Catalunya, Galiza y Euskal Herria.

Hoy la realidad andaluza sería muy otra si el nacionalismo español no hubiera logrado silenciar aquel gran sentimiento de identidad. ¿Cómo lo hizo? Antes que nadie, deben ser las fuerzas andalucistas las que lo expliquen. Con todos los respetos en esta ponencia solo podemos sugerir algunas hipótesis: la situación del independentismo popular por las represiones permanentes en el franquismo y en plena «transición» como el asesinato de García Caparrós en Málaga en 1977; el papel de la izquierda española con su tesis de que al socialismo solo podía llegarse dentro de una república española fuerte y unida, reduciendo la reivindicación nacional andaluza a una simple autonomía regionalista de segunda categoría; la nefasta acción de amnesia histórica y potenciación del españolismo del PSOE; el oportunismo cobarde de la mediana y pequeña burguesía ante la perspectiva de un independentismo popular que podría fortalecerse peligrosamente si lograba conquistas importantes; la permanente intervención del Estado y del bloque de clases dominante en Andalucía acelerando la periferización en medio de una severa crisis económica con sus efectos desestructuradores como la emigración, etcétera.

Sea como fuere, aquella identidad fue sumergida en agua helada. Se pretendió liquidar hitos fundamentales como la Constitución de Antequera, el regionalismo andaluz y la Asamblea de Ronda de 1918, el «trienio bolchevique», la figura de Blas Infante, la Asamblea de Municipios en Sevilla en 1931, la masacre de Casas Viejas, los debates entre las «dos Andalucías» geográficamente diferenciadas, la Asamblea en la Diputación de Sevilla pocos días antes de la sublevación fascista para debatir sobre un Estatuto, la sistemática represión franquista del andalucismo popular y la fabricación de una falsa Andalucía de castañuelas, toros y sol como uno de los sostenes de la «nación española» y como reclamo turístico, el resurgir de las luchas campesinas, populares y obreras y la recuperación de tierras.

Dado que el PSOE es una pieza clave del capitalismo en Andalucía y en el Estado español, es imposible creer que la Andalucía popular, no la de los señoritos, pueda avanzar hacia su libertad dentro del Estado español y es imposible creer que esa misma libertad pueda ser disfrutada por todas las clases y pueblos explotados si continúa existiendo el Estado-nación español.

Es conocida la profunda identidad nacional españolista del PSOE en Andalucía, como del PS de la CAV y de Nafarroa, o de Galiza, etcétera, y su apoyo absoluto al nacionalismo imperialista del PSOE, que impulsa la aplicación del artículo 155 contra Catalunya. El PSOE de Andalucía y las restantes sucursales autonómica, regionales y provinciales del PSOE es una máquina burocrática de fabricar alienación para fortalecer la «unidad nacional española» y con ella la tasa de ganancia del capital y su acumulación ampliada en y gracias al Estado. El PSOE conjuntamente con el PS de Catalunya asumen que se aplique el artículo 155 a Catalunya, la parte ahora más consciente de su identidad nacional propia de los Països Catalans en su conjunto.

Por tanto, cuando hablamos del PSOE hablamos de la nación española, de su Estado y de su burguesía. Y una de las preguntas es: ¿puede pensarse que las clases y naciones oprimidas avanzaremos al socialismo en su sentido verdadero, el comunista, que por tanto supone la previa independencia de las naciones oprimidas para que, en condiciones de democracia socialista, pueda decidir qué alianzas establecen con otros pueblos, sin vencer previamente el poder represor del PSOE, de la nación española, de su Estado y de su burguesía? Hay más preguntas. Una de ellas que responderemos en otra ponencia próxima es: ¿podemos avanzar al socialismo en el sentido que lo entendemos siguiendo la senda de Podemos, del grueso de Izquierda Unida y del Partido Comunista de España, y de otros sectores que se dicen marxistas y que niegan en la práctica en derecho de autodeterminación?

Llegamos así al otro ejemplo, el del hachazo asestado a los derechos del pueblos catalán con el artículo 155 de la Constitución monárquica española –y la amenaza de aplicarlo también a Euskal Herria y Castilla-La Macha, por ahora– supone una triste confirmación de la perspectiva histórica y de las tareas que estamos debatiendo entre las fuerzas políticas que firmamos el Manifiesto de Compostela.

La burguesía española no puede tolerar que Catalunya se independice y no solo por la pérdida económica que ello implica sino también por el efecto dominó que tendría –ya lo está teniendo– sobre la concienciación de otras naciones oprimidas, en los sectores más organizados de la clase trabajadora del Estado y sobre la misma legitimidad del marco estatal de acumulación ampliada del capital que llaman “España”. La crisis estructural del Estado explica por qué se ha advertido a la Comunidad Autónoma Vasca que tiene todos los «ingredientes» para que se le castigue con el artículo 155, y por qué también se ha amenazado a Castilla-La Mancha pese a enormes diferencias con el pueblo vasco.

En una ponencia anterior –España contra Catalunya, del 20 de septiembre de 2017– repetíamos los cuatro grandes bloque de abismos insalvables que impiden que lo que se llama «España», o sea el marco estatal de acumulación ampliada de capital, pueda constituirse en Estado-nación capitalista al estilo de los Estado-nación de la primera oleada de revoluciones burguesas triunfantes:

Una, rechazo a integrar democráticamente a las burguesías «regionales» y, ahora mismo, con el artículo 155 golpeando a Catalunya y amenazando a la CAV, tenemos otro ejemplo irrebatible.

Dos, atraso creciente en la productividad del trabajo confirmado por muchos más datos nuevos: a pesar de la espuria recuperación fugaz, el Estado se enfrenta a crecientes fuerzas que merman su «independencia nacional», como la decisión del BCE para dejar de comprar activos y las exigencias alemanas de más rigor en el cobro de deudas, o el dato de que España ha bajado dos puestos más en el ranking de la competitividad mundial, y por no extendernos sobre la dependencia creciente de España basta saber que el capital extranjero ya controla el 43,1% de las acciones de la Bolsa española.

Tres, la gigantesca corrupción estructural e histórica del bloque de clases dominante es ya inocultable también a escala mundial: un informe europeo muestra que España es el Estado de la Unión Europea que menos medidas aplica contra la corrupción judicial, de modo que al aumentar el rechazo público a la corrupción se debilita uno de los sistemas más efectivos para facilitar la acumulación ampliada del capital en un reino caracterizado por su orgulloso analfabetismo científico y tecnológico: España ocupa el tercer lugar del mundo en economía sumergida por detrás de Grecia e Italia. Aunque la propaganda masiva y la guerra psicológica contra el independentismo catalán han logrado desplazar a la corrupción de las primeras noticias, sin embargo el creciente hartazgo popular va minando la legitimidad del sistema.

Y cuatro, la «costumbre» de recurrir a las soluciones represivas, violentas, al palo, antes que a los métodos de integración, cooptación, negociación, a la zanahoria, que hemos visto se está confirmando con el artículo 155, y que se refuerza desde hace tiempo contra la lucha de clases en su generalidad. La escalada represiva venía de antes, pero se endurecerá por la exigencia de la CEOE de parar en seco el recrudecimiento de la lucha de clases que se está produciendo desde comienzos de 2017 e intensificando en los últimos meses, según demuestra su reciente informe que siempre la valora a la baja por intereses obvios; dentro de esta radicalización incluimos el aumento de las luchas de las mujeres trabajadoras, el descenso del poder de la Iglesia, etc.

Como síntesis de esta cuádruple quiebra en sus bases, abismos que no nos cansamos de analizar en nuestras ponencias, es lógica la multiplicación en los últimos tiempos del vandalismo fascista abiertamente consentido por el Estado contra las izquierdas y contra el reformismo duro. Un fascismo brutal y tosco, extremadamente violento en muchas de sus expresiones pero que sirve para ocultar dos procesos de fondo más amenazadores: uno, el fascismo invisible y hasta educado que penetra en los intersticios de la cotidianeidad reforzando la irracionalidad más dictatorial en los micropoderes con los que el capital asegura en buena medida su reproducción ampliada. Y otro, relacionado con el anterior en determinados contenidos, el reforzamiento de las tres expresiones del nacionalismo español que veremos luego cuando recurramos a Lenin para entender qué sucede.

Lo que llaman «España» es el constructo ideológico subjetivo que cohesiona y legitima, junto a otros, la lógica burguesa inmanente a la valoración ampliada del capital en ese espacio productivo y reproductivo. En cuanto constructo ideológico, «España» y su nacionalismo imperialista es una fuerza material objetiva imprescindible para lubricar la explotación de clase, patriarcal y nacional que sustenta la producción de plusvalor.

La interacción entre lo subjetivo y lo objetivo se materializa por ejemplo no solo en la política del PP, PSOE, Unidos-Podemos, Ciudadanos, Izquierda Unida, etc., en la negación sustancial de los derechos nacionales de los pueblos oprimidos sino también y sobre todo en las manifestaciones en defensa de la «unidad nacional española» ya sea en su núcleo más reaccionario y fascista como en su forma supuestamente «democrática».

  1. Lenin nos ayuda un poco

«España» como aceite ideológico que lubrica el proceso de acumulación, la han ido formando desde arriba, verticalmente y de manera desigual pero combinada a medio plazo las clases dominantes de pueblos y naciones de la península con guerras, pactos y acuerdos entre ellas. Estas violencias, frecuentemente atroces, y negociaciones más o menos claudicantes o ventajosas según los casos, eran la base para cooptar y atraer, o marginar e incluso aplastar a las fracciones débiles o resistentes de las clases propietarias en esos pueblos que por las razones que fueren se resistían a ser absorbidas por las fuerzas centrípetas del Estado dominante cada vez más centralizado y más fuerte.

No hace falta decir que la primeras y últimas víctimas, las victimas permanentes y más golpeadas fueron y son las mujeres trabajadoras, las clases explotadas, los pueblos ya oprimidos para entonces o que sufrieron y sufren enormes tajos en sus libertades nacionales hasta perderlas incluso.

Desde finales del siglo XV la centralización estatal que empezaría a llamarse España en los textos oficiales de la burocracia del Estado en menos de un siglo, se sustentaba material, cultural e ideológicamente en dos grandes soportes caracterizados por su esencia violenta física y moral, como eran la Iglesia y la Inquisición, y el Ejército. Ambos aparatos de fuerza producían una ideología nacionalista funcional a la centralización del Estado.

La educación católica y la represión cultural y científica de la Inquisición sirvieron mientras las fuerzas productivas no necesitaban muchos conocimientos tecnocientíficos cada día más sofisticados y complejos. La educación moderna y laica, el librepensamiento crítico, fue reprimida durante siglos, manteniéndose el dogmatismo cerril y autoritario bastantes decenios después de haberse acabado legalmente con la ignominia de la esclavitud entre las décadas de 1870 y 1890. Recordemos la dura historia de la Institución Libre de Enseñanza creada en 1876.

España es un ente que tiende a empequeñecer con el tiempo una vez que el bloque de clases dominante en el marco estatal de acumulación no supo ni quiso dirigir la transición al capitalismo desde las ruinas de un imperio saqueador y genocida, putrefacto en sus contradicciones internas, y superado definitivamente por las burguesías en ascenso. La fracción más poderosa del bloque de clases dominante, apoyada por otros grandes sectores de este bloque en el poder, anteponía primero sus propios intereses y luego los del conjunto de ese bloque de poder, sacrificando todo desarrollo progresista y masacrando preventivamente incluso cualquier germen revolucionario. Una y otra vez eran liquidados o desactivados los intentos modernizadores y reformistas que surgían de vez en cuando, antes de que pudieran arraigar entre los pueblos y transformarse, tal vez, en fuerzas revolucionarias, como veremos en el resumen de la historia de Andalucía entre comienzos del siglo XIX y 1883, año de la Constitución de Antequera.

La historia del pueblo andaluz está surcada además de por una decisiva presencia subterránea o pública de estallidos de heroica resistencia a las explotaciones múltiples, también y en el interior de esta admirable constancia de una tendencia a la radicalización de la conciencia y cultura popular básicas hacia una conciencia y cultura nacional en proceso de plasmación política, es decir, que tiene como objetivo la conquista de la independencia estatal.

El nacionalismo español es muy consciente de esta tendencia de fondo, de esta latencia innegable que resurge cuando confluyen determinadas crisis parciales en una gran crisis del sistema explotador. Y siempre la ha perseguido a muerte desde el momento, más o menos corto, en el que el nacionalismo español entendía que esa reivindicación había superados los muy estrechos límites de la tolerancia de Madrid.

La intelectualidad progresista española intuía borrosamente algunos de los cuatro bloques de quiebras que venimos analizando, como se vio en el fugaz esfuerzo regeneracionista provocado por las derrotas de 1898, e intentaba buscar soluciones desde su ideología nacionalista. No es este el lugar para extendernos en la historia terrible de cómo la casta intelectual democraticista y progresista española ha combatido los derechos de las naciones oprimidas por su Estado, y en concreto los de Andalucía. Pero el problema es más grave y sus raíces son más profundas que las del simple nacionalismo «progresista» español.

Llegados a este punto tenemos que buscar referentes históricos similares en aquella época a la situación de Andalucía y del Estado español. Tienen que ser referentes aprendidos de grandes imperios en descomposición por los impactos asestados por el capitalismo mundial contra ellos, por ejemplo el imperio zarista, el chino, el austro-húngaro, el turco… Por proximidad, los más aleccionadores son el austro-húngaro y el zarista. Las propuestas del austro-marxismo en lo referente a la autonomía nacional-cultural y al papel de la intelectualidad sobre todo, en estas cuestiones desbordan el límite de esta ponencia y además carecen de la radicalidad político-cognoscitiva de las tesis de Lenin en la misma época, por lo que recurrimos a este revolucionario:

En diciembre de 1913 Lenin estudió la complejidad de las corrientes intelectuales del nacionalismo gran-ruso, zarista aún en esos momentos, y llegó a la conclusión totalmente válida para el nacionalismo imperialista español incluso en la actualidad, de la existencia de, al menos, tres grandes corrientes político-ideológicas dentro del nacionalismo opresor: una era el de los nacional-reaccionarios, conocidos de sobra por los muchos decenios de sus barbaridades; otro era el de los nacional-liberales, conocidos más recientemente y denunciados por las fuerzas revolucionarias, y el más moderno hasta entonces, el que estaba apareciendo en aquellos momentos de crisis: lo que Lenin define como nacionaldemocracia (Lenin, Los demócratas constitucionalistas y el “derecho de los pueblos a la autodeterminación”, Obras completas, Progreso, Moscú 1984, tomo 24, pp. 222-224).

Como en otros muchos problemas, Lenin supo captar mejor que nadie las contradicciones en su estado vivo: la lucha de las clases y de los pueblos en el imperio zarista había creado una intelectualidad revolucionaria que para mediados del siglo XIX defendía con vigor los derechos de las y los oprimidos. Herzen, Ogarev, Bakunin, Belinsky, Chernychevski y otros explicaban que los pueblos no rusos, las y los campesinos, etc., tenían derechos que chocaban con la dictadura zarista. Las leyes de liberalización de la servidumbre en 1861 y el potente desarrollo socioeconómico desde 1880 fortalecieron estas demandas. La revolución de 1905 demostró que, en su raíz, eran incompatibles con el zarismo.

Para detener la creciente legitimidad de la rebelión, la casta intelectual imperial tuvo que afilar y mejorar los brutos argumentos del nacionalismo gran-ruso reaccionario, dando paso al nacionalismo gran-ruso liberal que también quedó desbordado con el tiempo. Para 1913 el nacionalismo gran-ruso democraticista, o «nacionaldemocracia» era ya criticado por la izquierda como la versión más reciente del nacionalismo imperialista del zarismo. La guerra de 1914 tensionó todas las contradicciones de la opresión nacional, que llegaron al nivel de lo insoportable a partir de verano 1916, estallando entre otoño e invierno de 1917.

Lenin seguía atentamente el rugir del volcán advirtiendo tan temprano como 1913 que ni la democracia constitucionalista ni la versión nacionaldemocrática del nacionalismo imperialista gran-ruso podían resolver la opresión nacional. solo la revolución podría hacerlo. Su agudeza y su exquisito método dialéctico, enriquecido en aquellos años por la rigurosa relectura de Hegel, por los estudios sistemáticos del imperialismo y del Estado, le permitieron identificar las tres fundamentales versiones intelectuales del nacionalismo imperialista gran-ruso, que a su vez eran parte de la misma evolución ideológica del nacionalismo reaccionario de otras burguesías, por ejemplo de la española como veremos en el quinto capítulo.

Ahora mismo, en 2017, no solo los Països Catalans, Euskal Herria y Galiza somos objeto de las presiones represivas del nacionalismo más reaccionario español, del nacionalismo liberal y de su versión nacionaldemocrática, sino también lo están siendo ya otros pueblos que el andaluz que se enfrenta a la pugna entre su corriente independentista y las promesas de la versión nacionaldemocrática del nacionalismo español, que analizaremos en el capítulo quinto. Esta tercera corriente del mismo nacionalismo español se presenta como la única que puede garantizar por su «alma izquierdista» la definitiva «transformación democrática» del Estado español para resolver la «crisis del régimen del 78» mediante el logro, por fin, de la «nación de naciones» que debe ser España.

De esta forma se escamotea el debate decisivo sobre la viabilidad histórica de España como marco de acumulación de capital, con todos los horizontes teóricos y políticos que cierra y que abre, para disolver la realidad objetiva –las fuerzas represivas en Catalunya, las bases yanquis en Andalucía, la OTAN en Euskal Herria, la escuadra española en Galiza, por ejemplo– en divagaciones abstrusas sobre el «patriotismo constitucional», la «multi-identidad» dentro de la «ciudadanía democrática», sobre la «multi-culturalidad» en un «gobernanza» que ha superado las «identidades pre-políticas», etcétera.

  1. El contexto de Antequera

Antes de exponer los logros fundamentales de la Constitución de Antequera, debemos resumir rápidamente sus raíces sociales porque no surgió de la nada, sino que fue el resultado cualitativo de una intensa acumulación cuantitativa de duras experiencias de masas, de derrotas y masacres desatadas por las fuerzas represivas. Estas luchas respondían a los cambios socioeconómicos de fondo que Andalucía estaba sufriendo como efecto de los cambios de los flujos económicos tras la independencia de Nuestra América dentro a su vez de la industrialización europea, a lo que hay que unir los efectos de la opresión nacional impuesta por el Estado español que, obligatoriamente, le condenaba a ser zona periférica del centralismo.

Incluso en el inicio de este proceso uniformador, que se mostraba por ejemplo en las nuevas leyes de 1833 y 1835 que controlaban aún más a la Diputaciones en detrimento de los pueblos y en beneficio del Estado central, ya resurgió la vieja tradición juntera andaluza. Fue la profunda crisis de sucesión de ese 1835 entre isabelinos y carlistas la que sirvió de chispa para que se creara la Junta Suprema de Andújar en ese año en defensa de Isabel II pero desde un federalismo andaluz muy arraigado.

La Junta Suprema de Andalucía en Andújar demostró gran capacidad de autoorganización en forma de Estado de facto, que no de iure, ya que movilizó con sus propios recursos un importante ejército que se resistió a disolverse cuando se lo ordenó el gobierno español. Ante la negativa de la Junta a desarmarse, España, que veía con inquietud el progresismo de Andújar, envió un ejército para destruirla pero el ejército se amotinó y no invadió Andalucía. El gobierno español cambió entonces de táctica: consiguió romper la unidad andaluza atrayendo a sus proyectos estatalistas a Córdoba, Sevilla y Cádiz, lo que originó una pequeña guerra civil entre andaluces.

El paso de Málaga a las posiciones españolas supuso la muerte de la Junta, cuyo mayor logro fue demostrar que se podía actuar como un Estado de facto con un proyecto progresista burgués para la época si se mantenía la unidad andaluza. Pero el bloque de clases dominante formado por la gran burguesía terrateniente optó por España a costa de empobrecer y explotar su país. De entre las varias razones que le impulsaban a vender su nación al ocupante destacan tres: el temor al progresismo del sector burgués que impulsaba a la Junta Suprema, el temor a los destrozos que en sus propiedades causaría una definitiva invasión española, y sobre todo, el miedo a la revolución popular que latía en el interior de Andalucía.

Los tres grandes miedos y otros temores de clase no eran infundados porque el pueblo trabajador andaluz malvivía en condiciones insufribles. Como sucede siempre en la lucha de clases, cuando el pueblo y los sectores progresistas son derrotados, la gran burguesía procede a vengarse. En Andalucía el bloque de clases dominante, la alta burguesía y los grandes terratenientes más la Iglesia en cuanto poder socioeconómico, se vengaron nada más hundirse la Junta Suprema de Andújar: recordemos que el inhumano «decreto de señorío» de 1837 permitía a los terratenientes apropiarse de las tierras comunales presentando como «prueba» unos papales fácilmente falsificables. La creación de la Guardia Civil en 1844, si bien responde a una decisión tomada para reprimir el malestar social en todo el Estado, también tenía mucho que ver con la especial intensidad de las formas de resistencia del campesinado andaluz.

Destruida así toda posibilidad de autogobierno, se aceleró la periferización impuesta por Madrid y agudizada desde 1845, asfixiando el incipiente desarrollo capitalista endógeno de Andalucía. Tenemos el ejemplo del primer y fallido despegue industrial de Málaga que no resistió mucho por varias razones que nos remiten a la estrategia del Estado español con respecto a su «mercado nacional»: no mejorar las comunicaciones con Málaga y Andalucía, no potenciar otras industrias cercanas ni la cualificación de la fuerza de trabajo del país, mantener los altos costos del carbón asturiano por la dependencia española hacia Gran Bretaña, etcétera. Sin embargo, el potencial productivo andaluz era tan grande que en otros lugares empezaron despegues similares sobre todo en agricultura que hicieron de Andalucía una economía importante pero dependiente de España.

Las contradicciones entre el bloque progresista, con componentes revolucionarios, y el conservador y reaccionario se agudizaron al extremo debido a las profundas quiebras del desarrollo andaluz: fue surgiendo una burguesía federalista que desbordaba los estrechos límites del Estado, lo que propició que su natural sentimiento cantonalista empezara a concretarse en un embrionario sentimiento nacional que se enfrentaba a la monarquía borbónica como expresión del centralismo español.

Pero en el subsuelo crecía el malestar popular por las duras condiciones de malvivencia: la segunda desamortización, la de 1855, fue otro tremendo golpe contra el campesinado que veía cómo «el amo» era cada vez más rico y poderoso mientras las y los campesinos cada vez más pobres y aplastados; de rebote también era golpeado el artesanado, las y los trabajadores urbanos y la vieja pequeña burguesía, porque todos estos sectores, franjas y fracciones de clases sufrían los efectos de la centralización y concentración de tierras y de capitales en la muy reducida clase dominante, bendecida por la Iglesia y protegida por el ejército español y sus grupos armados privados.

Sin embargo y debido a la propia lógica contradictoria del capitalismo, en medio de la miseria y de la sobreexplotación surgían los grandes negocios de la burguesía andaluza: en 1846 se creó el Banco de San Fernando en Cádiz y en 1856 el Banco de Málaga. Las desigualdades eran tan terribles que era comprensible y lógico, por tanto, que estallase la insurrección popular de 1857 y que prendiera en amplias zonas de la provincia de Sevilla fue una respuesta a la imparable marginación y explotación: el pueblo quemó el cuartel de la Guardia Civil en Utrera, recuperó fincas, destruyó archivos y registros de propiedad.

La represión salvaje: más de un centenar de asesinados y trescientos prisioneros. La masacre no aplastó la confluencia entre un sector burgués y pequeño burgués progresista y amplias franjas populares, jornaleros, artesanos… En junio de 1861 seis mil campesinos armados ocupan durante una semana el pueblo de Loja. En Iznajar los alzados ocuparon el cuartel de la Guardia Civil.

La represión sostenida logró mantener mal que bien el orden de la explotación durante unos pocos años, hasta que a finales de 1868 y tras la demostrada incapacidad de la burguesía reformista de llevar adelante la su rebelión de septiembre en Cádiz, se reinició una oleada de revueltas populares que se sostiene durante 1869 en las que se va percibiendo la formación de una identidad popular andaluza que surgirá a los pocos años en amplio movimiento federalista y cantonalista. Surgió el denigrado «bandolerismo social» que liberó pueblos, administró justicia popular, recuperó bienes y fue exterminado con cerca de tres mil muertos y miles de represaliados.

Sin embargo, la proclamación de la I República en febrero de 1873 azuzó de nuevo la eterna reivindicación del pueblo andaluz de una radical reforma agraria y la devolución de los comunales privatizados en beneficio de los terratenientes. La negativa de la República a avanzar en estas y otras medidas imprescindibles defraudó a las fuerzas progresistas. En justa respuestas, las diversas intensidades y matices de los sentimientos de identidad cantonal, regional-fuerte y hasta nacional, sin mayores precisiones ahora, volvieron a mostrar su fuerza entre verano de 1873 y comienzos de 1874, sobre todo en Cartagena y en Andalucía.

Todas y todos conocemos las represiones posteriores y el golpe de Estado del general Pavía en enero de ese 1874, un militar que había ahogado en sangre la revolución cantonal andaluza, que prepararía con sus armas las condiciones para la reinstauración de la monarquía en 1876, cerrando toda expectativa de progreso democrático dentro del sistema estatal.

Entre 1881 y 1882 una sequía arrasadora ahogó en hambre al campesinado andaluz lo que propició nuevas luchas y acciones clandestinas de recuperación de alimentos y otros bienes vitales en tiendas y almacenes de la clase dominante: la justicia popular practicaba el derecho a vivir recuperando lo que le había quitado la clase dominante. Si el hambre azotaba al campesinado también se debilitaba la economía del artesanado y de las y los trabajadores urbanos, de los pequeños tenderos e incluso de la vieja pequeña burguesía. La autoorganización campesina llegó a pensar en hacer una huelga general a finales de 1882 antes de la temporada de lluvias que se preveían para invierno de 1882-1883.

Fue en este contexto extremo cuando fuerzas federalistas, democráticas y progresistas decidieron convocar un debate nacional para elaborar una Constitución que sirviera no solo como revulsivo, como acicate de la conciencia nacional del pueblo andaluz, sino a la vez como guía presente y como objetivo irrenunciable que había que conquistar lo antes posible. Entre 1882 y 1883 en las juntas y asambleas federales fue llenándose de contenido una ansia creciente entre el pueblo de Andalucía: luego ese contenido recogido de entre el pueblo adquirió en octubre de 1883 la forma de Constitución de Antequera, muy progresista para su época, como vamos a ver.

Pero el potencial de futuro de la Constitución de Antequera dependía en buena medida de la dialéctica entre la fuerza popular y la decisión de la burguesía progresista, que era muy débil cuantitativamente. Además, el desarrollo industrial fue apagándose desde ese final del siglo XIX: la burguesía andaluza en sí era reducida en comparación a la todavía potente clase latifundista estrechamente unida a la Iglesia y su poder estremecedor.

Esta burguesía débil no pudo crear un capitalismo autocentrado en Andalucía, endógeno al menos en los aspectos centrales, como hemos visto en el caso malagueño. Por el contrario, muchos capitales autóctonos abandonaban Andalucía para establecerse en mercados extranjeros fueran del Estado español o de otros lugares europeos. Por si fuera poco y debido a las leyes españolas que cedían amplios derechos al capital foráneo, Andalucía era drenada en sus recursos mineros, agrarios, industriales, etc., por las firmas exteriores que no invertían prácticamente nada en el país saqueado, empobreciéndolo aún más. Y para rematar el hundimiento, como Andalucía no modernizaba su tecnología, no invertía en capital constante, iba rezagándose cada vez más de modo que cuando bajaron los precios de las mercancías simples en el mercado internacional, la economía del país se desplomó.

Una de las excusas que ponía el bloque de clases dominante andaluz era que la economía no se recuperaba porque las continuas resistencias multifacéticas del pueblo, incluidos los estallidos sociales, etc., asustaban a los inversores, ahuyentaban a los capitales foráneos, reducían los beneficios, obligaban a mayores gastos en vigilancia y control para mantener el orden y la productividad…

Por estas circunstancias, la Constitución de Antequera fue vista desde el principio como un peligro porque podía dotar de un objetivo preciso y una estrategia adecuada al malestar social innegable. La desaparición del imperio en 1898, los intentos regeneracionistas, las exigencias de algunos capitalistas para que el Estado iniciara por fin un proteccionismo arancelario, económico e inversor, estas y otras presiones que facilitaron un ligero repunte industrial en el norte del Estado, no ayudaron a Andalucía. La política de Cánovas y de Maura, con su «revolución desde arriba», buscaban aplastar toda resistencia obrera y popular, reforzar el nacionalismo español y su centralidad estatal, y modernizar en lo posible la economía.

El desesperado subimperialismo que pretendía recuperar el Estado español desde 1902-1904 rememorando los delirios imperiales del siglo XVI contra el norte de África, para compensar derrota de 1898, exigía una mayor supeditación de Andalucía como base militar de operaciones subimperialistas, proyecto que a su vez exigía la llamada «paz social» en la retaguardia, el apoyo absoluto de la burguesía andaluza al subimperialismo español, y la supeditación estratégica y estructural de Andalucía a los proyectos de Madrid. En este contexto era obvio que la Constitución de Antequera era un peligro para el intento de crear la muy centralizada y subimperialista nación burguesa española, intento fallido como se aprecia.

  1. La constitución de Antequera

Aquí vamos a hacer un rápido comentario de los artículos de la Constitución de Antequera que nos parecen más actuales desde la perspectiva de la crisis del marco estatal de acumulación y de la emancipación de los pueblos explotados.

El artículo 1 del Título Primero sobre «Condiciones y objetivos de la Federación» dice que son las autonomías cantonales las bases del poder andaluz que se establece como Federación andaluza según el artículo 4. Este modelo chocaba frontalmente con el ultracentralismo estatal que Madrid estaba imponiendo a la fuerza, provocando fuertes conflictos y tensiones por ejemplo en la parte de Euskal Herria que acababa de ocupar el ejército español con el apoyo de la burguesía autóctona con la guerra entre 1873 y 1876, llamada «carlista». El modelo cantonal de Antequera tenía además sorprendentes similitudes con la experiencia autoorganizativa de la Comuna de París de 1871, que sirvió como base definitiva para que Marx y Engels asentaran lo esencial de la teoría del Estado, o mejor decir de la Comuna, según rectificó autocríticamente Engels en 1875.

En todo el Título Primero no se cita el derecho burgués de propiedad, lo que es decisivo. Esta ausencia podría ser interpretada en el sentido de que los redactores entendían como obvio este derecho que por su arraigo social no necesitaba ser defendido en la Constitución. Se pude aducir también que la actual Constitución española espera hasta el artículo 33 para establecer el derecho de propiedad privada y de herencia, y que en el articulado precedente se defienden los derechos individuales y colectivos, lo que podría sugerir que tendrían un rango superior al derecho burgués de propiedad.

Sin embargo, el derecho a la propiedad burguesa está presente desde el principio mismo de la actual Constitución monárquica española sin esperar al artículo 33, precisamente en su forma sibilina de imponer por la fuerza la «propiedad nacional española» sobre las naciones oprimidas, que quedan subsumidas, o mejor decir, desintegradas en la «nación española». Es decir, a diferencia de la Constitución de Antequera, republicana, federalista, cantonalista y andaluza, la actual monárquica, centralista y española impone la propiedad privada burguesa en el pilar del marco estatal de acumulación del capital: la explotación de las naciones oprimidas que son españolizadas a la fuerza.

En la letra d) del artículo 4 se dice: «Estudiar en principio la igualdad social y preparar su advenimiento definitivo, consistente en la independencia económica de todos». En el léxico del republicanismo federal y democrático de la época el principio de «igualdad social» era muy parecido al del reformismo prohudoniano y socialista utópico que se centraba en la igualdad formal en el área de la circulación sin atacar la desigualdad real en la esfera de la producción de plusvalor. Aun así, teniendo en cuenta el contexto sociopolítico del ideario federalista andaluz, es muy importante esta directa referencia a la «igualdad social» en un Título Primero que no recoge nada sobre el derecho burgués de propiedad.

En el Título Segundo «De los habitantes de Andalucía», se especifican qué requisitos deben cumplir las personas para ser ciudadanas de Andalucía y por tanto para ser beneficiadas por una Constitución tan progresista como la de Antequera: el artículo 5 se establece que solo hacen falta dos años de residencia en Andalucía para adquirir la ciudadanía andaluza. En la letra c) del artículo 6 se dice que se perderá la ciudadanía «por embriaguez habitual». En la letra d) del artículo 6 se dice que se perderá la ciudadanía «por recibir sueldo de Gobierno extranjero», y en la letra e) del artículo 6 se dice que se perderá la ciudadanía «por asistencia habitual de la Beneficencia pública».

Tiempo mínimo en España para recibir la ciudadanía. Puede creerse que atenta contra la libertad individual y que es autoritarismo exigir buena conducta social en lo relacionado con el alcohol y la vagancia para ser ciudadano. Sin embargo, visto desde la perspectiva socialista histórica hay que saber que en el socialismo utópico se valoraba mucho el buen comportamiento social y ético como un valor emancipador en una sociedad podrida por todos los vicios burgueses. Recuérdense las muy actuales críticas del joven Engels de 1845 al papel del alcohol como arma contra la clase trabajadora, y en las muy coherentes críticas de la izquierda del momento contra los destructores efectos de los «vicios burgueses» sobre la conciencia y forma de vida de las clases trabajadoras.

Estos criterios son coherentes con la máxima del socialismo «de cada cual según capacidad, a cada cual según su trabajo», o «quien no trabaja no come», etc., que siguen siendo válidas en el presente: debe prohibirse enriquecerse explotando el trabajo del pueblo u holgazanear a su costa; también debe prohibiré ser un agente a sueldo de potencias extranjeras. La Constitución de Antequera conecta así como principios elementales del socialismo.

Profundizando un poco más en la decisiva cuestión del derecho de propiedad, el Titulo Tercero sobre «Derechos y garantía: deberes», sería totalmente rechazado hoy en día por el neoliberalismo rampante. Hay tres artículos que precisan las limitaciones del derecho burgués de propiedad que sí es nombrado muy brevemente: artículo 9, letra q): «El derecho de propiedad limitado por los derechos sociales sin vinculación ni amortización perpetua»; artículo 21: «Nadie será privado del goce de sus bienes, haberes y derechos, a no ser por sentencia judicial; tampoco se encarcelará por deudas de carácter civil»; y artículo 22: «Toda expropiación por causa de utilidad, irá precedida de la correspondiente indemnización».

O sea, los derechos sociales –antesala del derecho socialista– limitan el derecho de propiedad. En contra del individualismo burgués y en especial en su forma maltusiana y neoliberal, que anteponen el derecho individual al derecho, el derecho burgués en contra del derecho social, colectivo. La Constitución de Antequera bordea el derecho socialista al anteponer la igualdad y el derecho social al derecho burgués. Desde esta posición se comprende fácilmente el contenido de los artículos 21 y 22 arriba citados: en las condiciones andaluzas era vital garantizar esos derechos dada la gran impunidad de la gran burguesía bancaria, industrial y latifundista para golpear los derechos y las muy reducidas propiedades de los sectores resistentes, y para apropiarse de los comunales.

Otros artículos del Título Tercero estipulan por ejemplo: «El derecho a la asistencia pública para los inútiles para el trabajo que carezcan de medios», derecho que hoy se está liquidando sin escrúpulos. También se prohíben por ejemplo: «Dedicar fondos directa o indirectamente al sostenimiento de los ministros o del culto de cualquiera religión»; «Abandonar la instrucción pública, dejando de sostener escuelas los Municipios, institutos los Cantones, establecimientos de enseñanza superior la Región»; «Descuidar la salubridad pública, dejando de costear el personal facultativo necesario»; «Permitir que la beneficencia la enseñanza, los cementerios o cualquier otro servicio público quede en poder de una clase, por lo que se secularizan»; «Mantener género alguno de relaciones entre la Iglesia y el Estado»; o se obliga a «Se establece la instrucción gratuita y obligatoria hasta los doce años para ambos sexos».

Según el artículo 14: «Se reconoce la independencia civil y social de la mujer. Toda subordinación que para ella establezcan las leyes queda derogada desde la mayoría de edad». Según el artículo 15: «Todo ciudadano andaluz, es elector. También lo serán las mujeres que, poseyendo las condiciones de ciudadanía, cursen o hayan cursado en establecimientos de enseñanza secundaria o profesional, nacionales o extranjeros». Como vemos, las trabas legales que se ponen en el artículo 15 a las mujeres sin enseñanza secundaria o profesional refleja todavía la fuerza de la opresión patriarcal pero también la fuerza en ascenso de las reivindicaciones feministas.

El artículo 33 es de un valor incuestionable sobre todo ahora que la burguesía presiona para restringir lo más posible o en su totalidad derechos elementales conquistados por la clase obrera y el pueblo gracias a enormes y heroicas luchas: «Se reconoce a los obreros, el derecho de huelga pacífica y la práctica de la resistencia solidaria». ¿Cuándo y por qué una huelga pacífica se transforma en resistencia solidaria? ¿Qué es la resistencia solidaria? La praxis obrera responde estas y otras dudas con sus hechos, y frente a esta prueba histórica del algodón no sirven de nada las letanías y salmodias del reformismo pacifista. Tampoco puede ocultarse la lógica que conecta el artículo 33 de la Constitución de Antequera de 1883 con el reconocimiento del derecho a la rebelión que se hace en el Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.

El Título Cuarto «Del Poder federal y sus facultades» vuelve a tensar las relaciones con los derechos burgueses llegando a la incompatibilidad en algunos de ellos, como en la letra r) del artículo 37: «Legislar respecto a los puntos siguientes: 1º Horas de trabajo. 2º Institución de Jurados mixtos de obreros y capitalistas. 3º Garantías para la vida, higiene y seguridad de los obreros. 4º Organización y existencia de los Gremios profesionales destinados a garantir los intereses colectivos de los operarios en sus relaciones con el capital, pero sin intervención en los asuntos interiores de dichos gremios». En el punto 6 de la letra r) del artículo 37 se establece el «Crédito en favor de las sociedades obreras, ya agrícolas, ya industriales». Y en el punto 9: «Sostenimiento de los ancianos, huérfanos, viudas e inutilizados del trabajo, y creación de Cajas de asistencia».

Para esas fechas del siglo XIX sectores de la burguesía europea debatían mucho sobre la necesidad de establecer desde el Estado formas de ayuda social que paliasen las duras condiciones de vida y trabajo de las clases explotadas. No lo hacían por humanismo altruista, desinteresado, sino porque la experiencia empezaba a enseñarles que, a la larga, era más rentable compaginar la zanahoria con el palo que emplear solamente la fuerza y el miedo, el palo. Bismarck sabía mucho de eso, pero no era el único. Ahora bien, la Constitución de Antequera no plantea nada parecido a una especie de «proto Estado del bienestar», sino que proyecta un modelo de Estado democrático popular cercano al concepto de Comuna de Engels y Marx de 1875.

En efecto, en el Titulo Quinto «Del poder legislativo» hay tres artículos que merecen ser reseñados por su contenido de democracia radical: artículo 48: «Las sesiones deben ser públicas, así como las de las secciones y comisiones, salvo cuando los intereses del País exijan otra cosa, pero jamás podrá votarse leyes ni discutirse los presupuestos y las cuentas en sesión secreta.». Secretismo y burocracia son el cemento del Estado opresor, según el joven Marx. Desde esta visión radicalmente democrática y horizontal, comuna, soviet, consejo, asamblea, junta, cantón… son formas diferentes de denominar a la autoorganización del pueblo en sus propias bases de producción y reproducción.

Según el artículo 49: «Cada semana habrá señalado un día en el cual existirá la barra. Todo ciudadano andaluz, toda sociedad o corporación laica, podrá presentar y defender cuantas mociones o proyectos estimen de interés general, siempre que no vengan a modificar la Constitución y estén autorizados por cincuenta firmas auténticas de ciudadanos andaluces. Los proyectos serán presentados en la Secretaría del Congreso, que los hará publicar en el Diario de Sesiones, señalando con ocho días de antelación aquel en que debe comenzarse a discutirse. La Secretaría podrá, de acuerdo con la Presidencia, negar la discusión al proyecto. Todo proyecto no tomado en consideración y que altere el texto constitucional, será necesariamente discutido, si lo piden diez mil ciudadanos o tres diputados».

Variando en intensidad democrática y en las formas organizativas, lo expuesto en artículo 49 tiene alguna relación con las experiencias democráticas horizontales y directas de la Comuna de París y de otras muchas experiencias autoorganizativas de las clases y de los pueblos explotados. En el artículo 51 se asume con un lenguaje propio una exigencia lógica desde la democracia socialista, como es la destitución de las personas elegidas a cualquier cargo: «Los diputados son inviolables en sus votos y opiniones, pero sus electores podrán imponerles el mandato imperativo y retirarles sus poderes para los efectos del sufragio permanente».

Los Títulos Sexto y Séptimo sobre el poder ejecutivo y el judicial respectivamente, muestran la decisión de las fuerzas democrático-burguesas y populares de avanzar hacia unos poderes que emanen del «pueblo» y no de los privilegios seculares de los terratenientes, de la Iglesia, de las fuerzas monárquicas y de sus ejércitos.

En el decisivo Título Octavo «De La Hacienda Regional» se lee en el artículo 78: «La contribución es sobre el capital fijo, nunca sobre el circulante, ni sobre la renta; será única y se aplicará a los capitales superiores a cincuenta pesetas». En el artículo 79: «La contribución crece progresivamente con el capital. La ley determinará la razón progresiva de este crecimiento y la que corresponde a los incrementos sucesivos del capital imponible, los tipos mínimos y máximo de dicha razón y la índole y naturaleza de los valores que se estimarán como capital fijo». En el artículo 81: «Nunca podrán establecerse contribuciones indirectas y menos crearlas sobre los servicios públicos».

El reformismo blando, el que lloriquea infantilmente por todo pero se arrodilla cuando recibe la orden del Estado, ve este articulado de la Constitución de Antequera como peligrosamente demagógico y populista porque puede excitar las ilusiones imposibles de la «gente», de los de «abajo». El reformismo duro, el que pretende avanzar hasta el borde, hasta el límite de la tolerancia del capital, deteniéndose ahí solo cuando constata que el Estado ya no va a permitir más reivindicaciones por justas que sean, retrocediendo de inmediato cuando siente en peligro su apacible comodidad parlamentaria, tiene estos artículos como el sueño utópico que nunca intentará alcanzar ni menos aún superar.

Para la izquierda revolucionaria, la conquista de este articulado es un necesario e importante avance táctico que multiplica las fuerzas conscientes de la clase trabajadora para acelerar el tránsito al comunismo. Hablamos de la siempre debatida dialéctica entre reforma y/o revolución, entre el papel de la reforma como impulsora de fuerzas sociales dentro de la estrategia revolucionaria.

En el también fundamental Título Noveno «Del ejército regional» el artículo 85 dice: «La designación de los jefes, oficiales y clases corresponde a los subordinados respectivos, tanto para el ejército permanente como para la reserva. Así, los individuos eligen a los cabos y sargentos, éstos a los oficiales hasta el grado de capitán inclusivo, y los oficiales a los jefes».

En su origen, las tribus nómadas y algunos ejércitos precapitalistas elegían democráticamente a sus dirigentes; otro tanto hacían algunos ejércitos campesinos y de las comunas revolucionarias burguesas en el medievo. Los ejércitos absolutistas tenían mandos de la alta nobleza y una disciplina brutal. Los «ejércitos nacionales» de la burguesía tenían y tienen mandos profesionales, pero los ejércitos revolucionarios campesinos, artesanos y trabajadores desde el siglo XVII hasta ahora han simultaneado la elección directa de los mandos bajo con la selección de los mejores mandos altos. La Constitución de Antequera retoma parte de estas eficaces costumbres.

Los Títulos Décimo, Undécimo y Duodécimo sobre el llamamiento al pueblo, variaciones constitucionales y ampliación federativa, respectivamente, también reflejan las dinámicas de fondo vistas en los Títulos precedentes y en toda la Constitución de Antequera.

  1. Los nacionaldemócratas

Llegados a este punto es necesario volver a la ayuda que nos proporciona Lenin cuando, en diciembre de 1913, hablaba de las tres versiones del nacionalismo gran-ruso: los nacional-reaccionarios que en el Estado español actual son los nacionalistas más derechistas y descaradamente imperialistas, desde el PP hasta Ciudadanos; los nacional-liberales, entre los que sin mayores problemas incluimos al PSOE y a un buen rebaño de tertulianos e intelectuales pesebreros, así como otros grupos; y los nacionaldemócratas, cuyo almirante es Podemos y los grumetes el sector de IU y otras «izquierdas» que le obedecen, pero hay que hacer la honrosa salvedad de que en su interior sobrevive una pequeña corriente que defiende el socialismo y el derecho de autodeterminación.

Exceptuando Finlandia y algunos pocos pueblos más, las luchas nacionales no tuvieron tanta fuerza en la revolución rusa de 1905 y sus coletazos de 1906 como la lucha de clases en su acepción normal. La represión y las tenues reformas de Stolipin lograron cierta «normalización social», pero en 1911 se reinició la lucha de clases y la lucha nacional interna al imperio zarista y fuera de él se agudizó desde 1912. La intelectualidad rusa estaba unida en la defensa de la unidad del imperio zarista, aunque variando en sus soluciones reaccionarias, liberales o democráticas. Por esto Lenin habla de los demócratas constitucionalistas, es decir, que supeditan su fervor democrático a la limitada constitución burguesa de entonces.

Sin entrar aquí en la evolución del pensamiento de Lenin sobre la opresión nacional, sí es cierto que desde el periodo de 1911-1914 Lenin y algunos bolcheviques comprendieron la importancia clave de estudiar el pasado de las luchas nacionales, sus contradicciones clasistas, los programas y los objetivos por los que luchaban.

La izquierda española no hizo nada de eso descontando excepciones muy honorables de muy contadas personas como José Díaz en un tiempo muy limitado. Los marxistas de las naciones oprimidas por el Estado español sí prestaron mucha más atención a las lecciones de la historia por razones estratégicas obvias, aunque siempre dentro del encuadre teórico establecido en la época. Un ejemplo inquietante por sus efectos amnésicos en las generaciones posteriores lo tenemos en la casi nula atención prestada a la Constitución de Antequera y a su potencial de futuro.

Ciento treinta y cuatro años después de su redacción, la Constitución de Antequera nos recuerda que en determinadas condiciones los pueblos oprimidos pueden mantener una línea roja interna a su historia que les conecta entre ellos, en especial cuando las crisis parciales confluyen en una crisis estructural que les golpea a todos ellos de manera desigual pero combinadamente.

Ahora padecemos una crisis de esas, de las que afectan a los pilares del marco estatal de acumulación que no únicamente a la superestructura política de dominación impuesta en la mitad de los años 70 con la excusa de que, al fin, se había conseguido cuadrar el círculo de la irracionalidad: fusionar monarquía y democracia. La Constitución monárquica de 1978 expresa esa gran mentira de un imposible metafísico que oculta a los ojos de las clases explotadas y pueblos oprimidos el enmarañamiento de profundas dinámicas de violencia e injusticia que se empezaron a entretejer desde finales del siglo XV, y que en lo que concierne a parte de las raíces populares de la actual Andalucía, desde comienzos del siglo XIII, como mínimo.

La Constitución de Antequera es cualitativamente superior en su contenido democrático y en su potencial emancipador, a los ordenamientos jurídicos de las dos Repúblicas españolas y de la Constitución monárquica vigente. Esta es la razón por la que sobre ella cae un plomizo silencio que impide que sea conocida y debatida para ver cómo puede iluminar no solo a la nación trabajadora andaluza sino también a cualquier reflexión sobre la lógica de las contradicciones que hierven en el interior de la realidad, en esos espacios salvajes de la sobreexplotación cotidiana en donde se produce el valor, se reproduce la fuerza de trabajo explotable y se asegura lo decisivo de la acumulación ampliada de capital, es decir, esos espacios en los que se sustenta el marco estatal capitalista llamado «España» por el nacionalismo del bloque de clases dominante en ese trozo de la península.

Los nacionaldemócratas y el sector progre del nacional-liberalismo español sostienen que debería iniciarse la «segunda transición» aprendiendo de los errores de la «primera» que ha fracasado creando la «crisis del régimen del 78». Muchos hablan de reformar en profundidad la Constitución monárquica de ese año, otros de democratizarla en cuestiones como es el llamado «ordenamiento territorial» –(¿x?)–, pero muy pocos plantean en la práctica diaria la necesidad perentoria de avanzar a la III República y de reconocer el derecho de autodeterminación. Peor aún, fuera del independentismo andaluz y de la izquierda internacionalista aquí representada, nadie cita a Constitución de Antequera fundamentalmente por ignorancia.

No caigamos en el ilusionismo idealista: los nacionaldemócratas huirían espantados si estudiasen sin las gafas de plomo de su ideología nacionalista lo aprobado en Antequera en 1883 porque contradice en todo su ideal de España a pesar de las lógicas limitaciones sociales que tiene el documento por el contexto que hemos analizado anteriormente. Del mismo modo que Marx y Engels aprendieron de Irlanda, Polonia, Argelia, China, India…; del mismo modo que Lenin aprendió de China, Finlandia, Irlanda, del imperialismo, etcétera…; de la misma forma en que Trotsky, Mao, Fidel, Ho, etcétera aprendieron del antiimperialismo de los pueblos, extrayendo por destilación teórica sus lecciones positivas, ahora la izquierda nacionalista española y los nacionaldemócratas deben estudiar autocríticamente las experiencias de las naciones que su Estado oprime, empezando por la Constitución de Antequera.

Cuando lo haga, perdón, si lo hiciera con rigor y método descubriría con pesadumbre que ha estado perdiendo el tiempo…

Iñaki Gil de San Vicente

Euskal Herria, 25 de octubre de 2017

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