México 2018 [II]: dictadura delincuencial; todos contra Morena; candidatura del CNI-EZLN

Por Arsinoé Orihuela Ochoa, Resumen Latinoamericano, 23 octubre 2017

El mundo está atento al acontecer político de México. Las elecciones presidenciales de 2018 presentan elementos inéditos. En el renglón cultural, México está en una situación de desgarramiento sin parangón: por un lado, una antimexicanidad inoculada desde la vecindad del norte (el gobierno en turno de Estados Unidos), y por otro, una resignificación de la mexicanidad impulsada desde el sur nacional (las comunidades indígenas nucleadas en Chiapas). En el renglón político, la rasgadura no es menos insondable: por un lado, el priísmo colonial, y por otro, el zapatismo decolonial, llegan a la elección de 2018 en su estado más maduro. Estas contradicciones agravadas hacen necesario redoblar los esfuerzos de análisis y participación.

En otros países, los analistas de la política acostumbran decir que la situación de México es singular; que, si bien es cierto que las estadísticas en materia de derechos humanos reportan una crisis humanitaria, la singularidad del caso (notoriamente en contraste con las dictaduras militares en otras regiones de Latinoamérica), radica en que este orden de terror discurre en “democracia”. En este espacio, no obstante, hemos insistido que la trillada distinción entre democracia y dictadura es una pura formalidad; que las “democracias realmente existentes” encierran altos contenidos de totalitarismo; y que, en México, la singularidad –a menudo obviada– es que el narcotráfico es clase gobernante, que es una modalidad de gobierno que emula fórmulas “no convencionales” –tributarias de las juntas militares– en el ejercicio del poder público (militarismo; terrorismo de Estado; organización criminal de la política etc.). México es una dictadura delincuencial. Y ningún observador decente puede objetar seriamente este hecho.

La comandancia en jefe de este orden político es el Partido Revolucionario Institucional. Y el PRI comprende a la partidocracia en su conjunto, incluido el ejército de aspirantes presidenciales (hasta ahora suman más de 30) que han solicitado registro como candidatos “independientes” (agréguesele una treintena de comillas) ante el Instituto Nacional Electoral (INE)

.En la oferta que perfilan las elecciones de 2018, figuran dos excepciones a la dictadura delincuencial: Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), dirigido por Andrés Manuel López Obrador (AMLO), y el Concejo Indígena de Gobierno (CIG), que es una propuesta conjunta del Congreso Nacional Indígena y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional.

El eje toral de la estrategia del PRI, en las vísperas de la elección federal de 2018, es la atomización del voto opositor. Y, para el PRI, la oposición es básicamente Morena. En relación con el CIG, representado por María de Jesús Patricio Martínez, el PRI no tiene una estrategia de “contención” electoral de gran calado, acaso porque no cuenta con instrumentos efectivos para escamotear esa candidatura y porque, en el frío cálculo de la política llanamente electoralista, el CIG no representa un adversario serio.

El principal temor del PRI es el ascenso de Morena –que acá hemos dicho que se trata un movimiento electoralista, anti-neoliberal y tibiamente nacionalista–. Y tiene miedo de Morena por una cuestión de factibilidad: en los conciliábulos del PRI están conscientes de la capacidad de arrastre de Andrés Manuel López Obrador. La maquinaria electoral del PRI ya perdió dos elecciones presidenciales frente a AMLO, y tuvo que acudir al fraude y la compra masiva de votos.

La fórmula electoral del PRI para 2018 tiene tres pasos: uno, la fragmentación del voto con base en las candidaturas independientes; dos, la compra de voluntades –ciudadanos, políticos, árbitros electorales– con base en la inyección de altísimos volúmenes de dinero ilícito a la campaña; y tres; la desautorización del principal adversario político (Morena) con base en el socorrido estribillo del “populismo”.

Y, por abajo y a la izquierda de esta grotesca escenificación de la “alternancia democrática”, irrumpe con una fuerza moral incorruptible, la única opción política firmemente alternativa e independiente: el Concejo Indígena de Gobierno, que, por cierto, anunció recientemente que no aceptará financiamiento público del INE, y cuya historia registra fehacientemente la construcción de una opción política por fuera de ese “sistema de partidos” y el “sistema del dinero” que prohíjan las castas que gobiernan el país.

La candidatura indígena es el “caballo negro” de la elección 2018. Pero en el “deep state” mexicano (PRI) ni siquiera los sospechan.   

México 2018 [III]: un fantasma recorre Morena; el fantasma del PRI

Llama la atención que en los prolegómenos de la elección de 2018 el “lopezobradorismo” considere un enemigo (en el más disparatado de los casos) o una farsa (en el más “cordial” de los casos) a la candidatura indígena que impulsan conjuntamente el Congreso Nacional Indígena (CNI) y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Escandaliza que una fuerza política que ha sido injustamente satanizada hasta el hastío, emule esa misma arbitrariedad para atacar a un movimiento social que ha sido el máximo referente de la lucha política autonómica en México y el mundo.

Es cierto que la relación del “lopezobradorismo” con el zapatismo tiene una historia de desencuentros. Pero elevar estos desencuentros a rango de agenda de campaña –como han hecho algunas fracciones del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena)– es acaso tan tóxico para la política del país como las coaliciones que desde la partidocracia se conciertan para obstruir la añorada democratización del poder público.

La pura idea (a todas luces falsaria) de que el zapatismo es responsable de las derrotas electorales de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) atenta contra el propio andamiaje discursivo del “lopezobradorismo”, cuya principal divisa es que la fuente de los males nacionales es la “captura” de las instituciones por “la mafia en el poder”. Esa misma “mafia” que, por cierto, persigue a sangre y fuego a las comunidades indígenas, especialmente las que habitan en los territorios autónomos de Chiapas. Por añadidura, todos en México saben que AMLO ganó dos elecciones presidenciales consecutivas, y que las fracciones dominantes de la élite política acudieron a la manipulación del cómputo y la compra de votos para alterar a su favor los comicios. E incluso los adherentes del zapatismo han denunciado sistemáticamente esos fraudes.

En este sentido, el rencor que se aloja en las descalificaciones que enarbola el “lopezobradorismo” contra la candidatura indígena responde, a nuestro juicio, a dos razones: uno, a los dolorosos e injustos descalabros electorales del pasado, que produjeron un profundo traumatismo en la militancia lopezobradorista (y en el electorado en general); y dos, a un ardid inoculado desde el “estado profundo” para rivalizar a la oposición política en el país, e infectar la conciencia nacional con la fórmula acostumbrada del Partido Revolucionario Institucional (PRI): el divisionismo.

Duele observar que esos mexicanos con los que alguna vez compartimos el dolor de la “insoportable persistencia del fraude” hoy se enfrasquen en una reyerta estúpida con nuestros hermanos indígenas, presuntamente porque ellos –los indígenas zapatistas– representan “una maniobra para hacerle el juego al gobierno” (dixit). Qué ignorancia supina. No se dan cuenta que ellos sí le “hacen el juego al PRI” al apuntar su arsenal de “críticas” contra ese actor –el zapatismo– que ha sido un agente de transformación de conciencias, y acaso el más efectivo antídoto contra el “priísta” que todos llevan dentro.

Y lo que es peor aún, ni por un criterio llanamente estratégico desisten de atacar a la candidatura indígena. Si la militancia de Morena tuviera un poco más de sagacidad e inteligencia, aplaudiría la incorporación del zapatismo a la tribuna electoral, porque eso significaría un corrimiento a la izquierda de eso que llaman la “posición consensual” o “justo medio” (centrismo).

La más primaria de las teorías políticas previene acerca de esa intrínseca tendencia hacia el centrismo que registran los sistemas de partidos. Y es claro que una irrupción del zapatismo en la arena electoral contribuiría a desplazar el “centro” hacia la izquierda, naturalmente en beneficio de la opción electoral de “centro-izquierda” –es decir, Morena–. Pero ni eso alcanzan a discernir en las filas del “lopezobradorismo”.Prefieren –las huestes de Morena– continuar ceñidos al guion de la descalificación.

En un arrebato de estulticia mayúscula, algunos han dicho que la candidatura indígena es fruto de la “moda” (¡sic!). Sin reparar mucho en esta miserable provocación, cabe tan sólo recordar que en nuestra época la “moda” más extendida es la “opiniomanía” o “comentocracia”, es decir, la usanza de enunciar chapucerías sin ningún reparo ni rendición de cuenta, y no por eso se le pide a la gente que deje de hablar.

Decir que algo está “a la moda” sólo por desautorizar al adversario, es igual de canalla que usar el vocablo “populismo” para desestimar a un rival político incómodo. Y el “lopezobradorismo” sabe de esto.Nietzsche advirtió: “Aquel que lucha con monstruos debe cuidarse de no convertirse en un monstruo en el proceso. Y si te quedas contemplando un abismo el tiempo suficiente, el abismo contemplará tu interior”.

Cuidado Morena.

 

 

 

 

 

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