Chile. Prólogo al libro “De la brigada Secundaria al Cordón Cerrillos” de Guillermo Rodríguez: Un eterno presente

Resumen Latinoamericano / Rafael Agacino / 4 de agosto de 2017

Son 15 capítulos distribuidos en poco más de 140 páginas. En ellas se recorre, desde la perspectiva de una biografía personal, el paso de siete vertiginosos años. Sin embargo, no se trata de un puro relato autobiográfico; no. En estas páginas se entremezclan las vivencias personales, el análisis político e incluso el ensayo histórico, produciendo como efecto final un entreverado mapa de un período crucial e irrepetible para quienes lo protagonizaron, para las organizaciones populares como sus actores, y finalmente, para la propia historia político-social de este país.

En los primeros cuatro capítulos y en los dos últimos, está acentuado el relato autobiográfico. En los primeros, se nos aparece un joven con sólo escasos quince años pero que sin saberlo es portador de las inquietudes acumuladas por décadas de luchas previas; ellas están mudas de teoría pero elocuentes en la palabra de sus padres, de su abuelo y los vecinos de los barrios populares en que habitó. Por ello, no es extraño que sin preverlo, los juegos y chascarros con los amigos de liceo, fueran matizándose con los destellos de un mundo que palpitaba allá afuera. Y no podía ser de otro modo. Eran los años finales de la década del 60 del siglo XX, con Guevara y las guerrillas en Latinoamérica, con las insurrecciones de Paris, Berlín y Checoslovaquia, con Vietnam en Indochina y con la condensación de un flujo de fuerzas populares que darían paso al Chile de Allende. Son los años de maduración de todo aquello que se había incubado en las luchas universales de liberación y emancipación. Y así, hasta saltar en los dos últimos capítulos, a la vida de un joven que se empina a los 20 años justo cuando la lucha es más aguda que nunca y cualquier acto, pensamiento o palabra, resulta urgente. Es la dinámica inexorable de los acontecimientos que lo envuelve y que lo hace presentir las debilidades estratégicas del proceso chileno, esas que más de una vez le sugirieron, primero un guajiro en Cuba, y más tarde otro cubano, cuando Fidel pisaba tierras chilenas. No era derrotismo – no es el tono de la prosa de Rodríguez ni es la lectura que hago- sino una súbita toma de conciencia del significado real de la lucha de clases, de los procesos revolucionarios; un momento de maduración abrupta en que el cuerpo se estremece al caer los velos de la verdad, esa verdad total en que se juega todo. Esa es la atmosfera de éstos últimos capítulos que relatan la reacción de los trabajadores y militantes, incluido el propio autor, frente a un Golpe que ni por tan anunciado dejó de ser una sorpresiva tormenta…. Serán las horas del pensar rápido, del sobreponerse, del dar y darse ánimo frente al shock. Serán las horas de la resistencia en Maipú el mismo 11 y los días siguientes, y luego, como si el tiempo no existiera y solo fuera un largo presente, del cautiverio en el Estadio Nacional. Qué lejos está el liceo, qué lejos el pensionado de República, qué lejos los amores juveniles, qué lejos las reuniones que dieron luz el Cordón Cerrillos-Maipú… Qué cerca el horror, qué cerca la muerte y el denso y pastoso aroma de la sangre… ¿Cómo no madurar de una vez y para siempre? Es el punto ciego del espejo, ése que deja al individuo sumido en su soledad y sus propias circunstancias.

Pero también hay otro ángulo en el mismo instante: la trama de las circunstancias históricas y el papel de los individuos, o dicho de un modo más directo, un guion que marca con fuerza un escenario político definido y que a la vez impele a los actores colectivos a la acción. Por ello, será el análisis político el que predomine, sobre todo desde el capítulo 5 en delante, dejando en entrelineas el relato autobiográfico. Y es así porque se trata de un contexto inédito, inaugurado por el triunfo de Salvador Allende y seguido por sus tres años de gobierno hasta el mismo Golpe de septiembre; son años resumidos a pluma veloz que repletan decenas de hojas que evocan experiencias, epopeyas, y la memoria de millones de vidas que enarbolan la demanda de un mundo nuevo. Entre ellos, los cientos de miles de activistas de la izquierda, y por cierto, los militantes del MIR cuyas definiciones tácticas y voluntad de lucha, serán puestas a prueba una y otra vez… El autor, con 19 años, elaborará sus primeras ideas políticas propias respecto de la izquierda revolucionaria, buscando conectar el trabajo militar y el trabajo de masas. Su inserción en el GAP de la mano de nuestro compañero Mario Melo, lo instala en una estructura cerrada y compartimentada, en la que la cotidianidad remite a lo uniforme, a la disciplina y a la disposición operativa, atmosfera muy distinta al fluir del barrio y de los frentes de masas cuya pluralidad de formas y colores, configuran a un pueblo que tras saltos de conciencia impone por doquier el pulso vital de un nuevo día. Esta distancia entre lo uniforme y el politonal empuje de los de abajo, sin embargo no será una pura sensación subjetiva. Por el contrario, adquirirá toda su objetividad e importancia a partir del paro de octubre de 1972, cuando la sucesión de hechos y sus demandas de acción, abran un debate sobre el modelo orgánico, la concepción de partido y las definiciones estratégicas. En efecto, la misma estructura de los GPM, muy útil para afrontar la clandestinidad en tiempos de Frei y las tareas inteligencia y seguridad que MIR asumió desde el triunfo de Salvador Allende hasta inicios de 1972, mostrará sus limitaciones a la par que la lucha de clases se torne más aguda y extendida, y por tanto, el problema del poder se replantee como una cuestión directamente práctica y de masas. El análisis político que nos ofrece el libro muestra, por una parte, cómo el escenario de lucha por el poder es una lucha territorialmente situada que no discurre en el vacío, y por otra, que los actores, tanto las franjas medias derechizadas como los trabajadores y las masas populares, se enfrentan en sus espacios inmediatos: las escuelas y liceos, los campos, las fábricas y finalmente las calles. Las formas de Poder Popular que nacen de las propias luchas por la soberanía sobre los medios de producción y la infraestructura pública, y por el orden social mismo, se afincan y hacen práctica en los espacios vitales y/o productivos inmediatos. El nacimiento del Cordón Cerrillos Maipú en junio de 1972 y toda la lucha posterior, incluida la planificada toma masiva de fundos de la comuna y la ofensiva frente al tancazo del 29 de junio de 1973, así lo reafirman. Los trabajadores, campesinos y demás franjas populares, fortalecían sus niveles de coordinación, su conciencia como clase y su voluntad federativa más allá de sus sindicatos y orgánicas individuales, como resultado del necesario ejercicio de la soberanía sobre sus espacios locales, vitales y productivos. Guillermo nos relata que en este período pre revolucionario –aquel que no madura y se prolonga-, cada día aumentaba la distancia entre el esquema orgánico tipo GPM y el modelo de organización territorial-sectorial. A esa altura, además, entrecruzándose ya las estructuras de los GPM con las estructuras por frentes  (trabajadores, campesinos, pobladores, estudiantes, etc.), aparecían fuertes contradicciones entre las diferentes áreas y en el seno mismo de la propia militancia. La complejidad del período político una vez más superaba cualquier idea preconcebida. Las necesidades de conducción de enormes contingentes de trabajadores y sectores populares, que incluso tendían a sobrepasar a sus propios partidos, requerían un tipo de organización móvil, más flexible y más veloz, capaz de sintetizar y asumir la coordinación y conducción que la sucesión de coyunturas agudas demandaban. Estas contradicciones, impuestas por la ascendente lucha de clases, en el trasluz, reeditaban la discusión estratégica entre guerra irregular y prolongada y la tesis insurreccional. La primera concebida a partir de las tesis militares del 67-68, y la segunda, proveniente de la tradición trotskista que predominó en el MIR hasta antes del giro del Tercer Congreso en diciembre de 1967.

Mientras discurre este debate al interior de la militancia, el proceso no se detiene y avanza raudo. Los capítulos 10 al 13, contextualizados entre julio y los primeros días de septiembre de 1973, cubren 9 semanas, menos de 70 días, pero en ellos se jugará toda la historia. La insurrección de la burguesía, cuyo primer ensayo general fue en octubre del 72, ahora en julio de 1973, pasaba a una segunda fase ofensiva: por abajo, se relanzaba la unidad social de comerciantes, camioneros, colegios profesionales, estudiantes, los sectores medios “enardecidos” como los calificaría Miguel; y por arriba, la dirección política de la Confederación Democrática – alianza entre los partidos Democracia Cristiana (PDC), Nacional (PN), Democrático Nacional (PADENA) y Democracia Radical (DR)-, era asumida por la fracción decididamente golpista más el apoyo paramilitar de Patria y Libertad (MNPL). Todo esto, en medio de un entrampamiento institucional del Ejecutivo por parte de un Parlamento, una Contraloría General de República y un Poder Judicial, que hacían labor de zapa contra las iniciativas y ejercicio de la acción gubernamental y operaban abiertamente a favor del Golpe. Incluso, la “jugada maestra” de Allende al incorporar a los militares al Gobierno luego del paro de octubre (el “gabinete UP-Generales”), daba paso con la aprobación de la Ley de Control de Armas, la declaración de estado de sitio y la renuncia del general Prat, al aislamiento del propio presidente y su gabinete. Los sabotajes continuos a la infraestructura pública realizados por paramilitares de Patria y Libertad y del Comando Rolando Matus; el asesinato del Edecán Naval del presidente; los allanamientos en San Antonio -dirigidos por Manuel Contreras, el futuro jefe de la DINA-, en Santiago a Indugas y Cobre Cerrillos, en Punta Arenas a Lanera Austral; y la renuncia de los ministros militares más leales a Allende, anunciaban la capitulación de facto del Gobierno. En efecto, hacia fines de julio e inicios de agosto, el control de vastas zonas del país, el poder territorialmente situado, estaba ya en manos de la burguesía criolla y el imperialismo… aunque no todos se sacarán aún sus máscaras de “constitucionalistas” o “demócratas”.

A esa altura, la patronal –pero no los revolucionarios, como señala Guillermo- ya disponía de un libreto preciso y estaba presta a intervenir de forma definitiva en la escena de la política.  La trama estaba a horas de dilucidarse, y la falta de claridad al interior del MIR era ostensible: el mismo GPM4, el grupo de militantes conducido por Martín Elgueta, Renato, ese colectivo militante que había desarrollado todo el trabajo en Cerrillos, Maipú y Caro Ochagavía, estaba intervenido por el Secretariado Regional Santiago, y como probarán los hechos posteriores, estratégicamente debilitado para hacer frente al asalto final que desataría la patronal.

Llegados a este punto, es imposible no mirar el texto en su conjunto e ir más allá de la biografía y del análisis político del período y sus coyunturas. Los Capítulos 14 y 15, se nos aparecen ahora como piezas personales de un drama colectivo, y a la vez, como un acontecimiento histórico, y escribo acontecimiento en cursivas, para relevar aquel hecho que hace de parteaguas de la vida y de la historia. Es aquí cuando frases dispersas en estos capítulos y en los anteriores, parecen condensarse y parir lo que me parece – tal vez equivocadamente y a contrapelo del propio autor- una interpretación de mayor alcance, una insinuación ensayística sobre el carácter histórico de esas horas críticas. Y aunque resulte irónico, será el coronel Parodi, al momento de interrogar a Guillermo en el Estadio Nacional y que ya sabía de Bertín, del Guajiro, de Santos Romeo, del Malo, de Chango, de Winka, quién desate ese flash que hace pasar por los ojos la instantánea de todo un trayecto vital: “Mientras iba camino a la celda de incomunicación, por orden del coronel, me prometí que ese todo, desde la brigada secundaria al cordón cerrillos, algún día lo relataría”, es exactamente el último párrafo del libro. Y este párrafo, que puesto al final del libro no es sino el comienzo del mismo, no es un sólo un recurso literario que revela la calidad de la pluma del autor. Es también -y es lo que quisiera resaltar- la manifestación implícita de una necesidad, de esa necesidad de balance que persigue a todo militante, hombre y mujer, sobreviviente de esa Batalla de Chile. Un balance personal, un balance político y un balance histórico; todo mezclado porque así es la vida. Cuando leí la primera edición de este texto a fines de 2007, experimenté la misma sensación; y la lectura de obras posteriores de Guillermo la han reforzado. Por ello, me permito retomar aquí una pregunta que formulé hace una década con ocasión del lanzamiento de la primera edición: ¿Y dónde estábamos cuando llegó la “hora de Miguel”?

Recurro a las figuras de Allende y Miguel no porque crea que las voluntades individuales determinen el curso de la historia, sino porque son las dos caras de una misma trama y de la historia que precipita ese fatídico martes 11.

Septiembre de 1973 fue el momento de la política por antonomasia, la política en toda su extensión y complejidad; ese momento dónde quedan fundidas todas las circunstancias y sus actores colectivos, y entre ellos, el individuo con su biografía pegada a las biografías de otros, y así, a toda la historia posible. La política es la calibración inteligente de las posibilidades de la voluntad y de las perspectivas futuras de la acción. Quienes tienen sentido de la historia, discurra ésta o no por los derroteros esperados, son aquellos que pueden actuar y actúan, que pueden optar y optan; los que no vacilan ante la incertidumbre porque la conjuran con la razón política que se esfuerza por hacer verosímil la posibilidad que anida en la voluntad colectiva de un pueblo. La política, como la guerra, es más que una técnica, es un momento de creación de posibilidades.

Allende en su soledad – y así se trasluce en sus palabras referidas a Miguel- asumía la derrota final de su ensayo institucional, pero, me arriesgo a afirmar, mantuvo la esperanza en las posibilidades del proceso en curso; por ello, en esas horas definitivas apeló a Miguel, buscando una suerte de posta política que relanzara las fuerzas gigantescas de los trabajadores y el movimiento popular por los carriles de la resistencia. Y en esas horas cruciales, cuando el reformismo obrero fracasaba y las tesis de la izquierda revolucionaria se realizaban como tragedia, cuando llegaba el día para el que siempre nos habíamos preparado, cuando el propio presidente – ese que recibió y protegió a los combatientes de Guevara, que amnistió a los presos políticos del gobierno de Frei, que recibió y protegió a los combatientes de Trelew, que ofreció al MIR conformar su guardia personal, ese que en ese instante combatía en la Moneda- enviaba su mensaje ¿dónde estábamos?

Miguel y la mayoría de la CP, días antes, enterados del llamado a Plebiscito que haría Allende, pensaron en la capitulación del Gobierno y la clausura del ensayo institucional de la UP, pero nunca en la derrota del proceso; a fin de cuentas, eso era lo que todos esperábamos como resultado inevitable de la política reformista. El putsch se hacía innecesario o bien tomaría la forma de un “golpe blanco”. Sin embargo éste siguió adelante. Otros sectores del MIR, ya desde la conformación del “gabinete UP-generales” en noviembre de 1972, y sobre todo luego del tancazo de junio de 1973, denunciaban el cambio de carácter del Gobierno –ya ni siquiera un gobierno reformista obrero, sino objetivamente burgués- y reclamaban preparar la insurrección; varios GPM, comités regionales y locales fueron intervenidos por la dirección. Al interior del propio Partido se vivía un agudo debate que no tomó la forma orgánica requerida – un Congreso- que pusiera en juego las diferentes perspectivas y tácticas para el periodo. Así, atravesados por una pugna interna latente y en muchos casos afectos a la censura, cuando debimos estar si estuvimos… pero como fragmentos, y por supuesto como militantes individuales. Pero no como se requería: como voluntad colectiva, entera, armada, asumiendo la dirección y dispuesta a sobrepasar al reformismo y al propio Allende. No fue así cuando la marinería denunciaba la conspiración del almirantazgo, no fue así el 29 de junio ni tampoco en la madrugada o en la mañana del mismo 11, en que un llamado a la resistencia generalizada y de todo el pueblo, aun cuando las FF.AA. no se quebrarán y el golpismo triunfara, sin duda hubiese teñido la historia de otros colores. Incluso – y perdonen la crudeza de la afirmación- me atrevo a sugerir que la propia derrota se viviría – tanto ayer y hoy- como el desenlace de un combate abierto, como epopeya de un pueblo en lucha y no como resultado del embate sobre un pueblo perplejo, disperso, desorientado, desmoralizado y victimizado.

Días después, en medio los escombros de un país destrozado, finalmente la fuerza de la política se impondría y cuajaría en la consigna “el MIR no se asila”, a juicio de muchos, un acierto ético pero un error político. Pero fuere como fuere, lo cierto es que en esas palabras se coagularon la impotencia del ayer reciente con el imperativo del presente: la voluntad militante de no abandonar al movimiento obrero y popular y resistir con él. Intentar detener la dispersión; evitar que la fuerza popular se disipara en medio de la desmoralización y el desbande; luchar por mantener una franja activa que permitiera si no una contraofensiva al menos una defensiva ordenada. Eran la razón y la voluntad ética, entremezcladas en la política, las que estuvieron presentes en esos meses finales de 1973. Y de nuevo con crudeza, me permito afirmar, nada seríamos -nosotros como militantes y como sujeto político colectivo, como Partido- sin esa consigna y la decisión de iniciar sobre la marcha la resistencia. La estatura histórica del MIR, de sus mujeres y sus hombres, con mucho se jugó ahí.

Lo sé; mis afirmaciones son atrevidas. Pero escribo ahora, cuando la contra revolución neoliberal desplegó todo su potencial y sabemos que el Golpe no fue sólo contra Allende ni con el propósito de restaurar el orden constitucional. No. El Golpe fue el inicio de una contrarrevolución que se propuso derrotar estratégicamente a las fuerzas obreras y populares que, en el trascurso de medio siglo, precipitaron en el triunfo de 1970 y en el más potente ensayo de construcción de poder popular conocido hasta ahora en Chile. No fue restaurador fue refundacional.

La lectura que he hecho del texto buscó desentrañar del relato biográfico inmediato, que por cierto tiene un interés en sí mismo, el análisis político que aflora por todos lados pues quien lo escribió fue y es un militante activo. Y también lo que está explícita o implícitamente presente en los entresijos de éste: la interpretación larga de esos momentos cruciales. Hay anuncios de una mirada histórica, una insinuación de una interpretación de esos pocos años que marcaron el último tercio del siglo XX y que continúan indelebles en la memoria individual y colectiva, como un eterno presente.

Rafael Agacino.

Santiago,  2017.

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