EEUU (Análisis). Nuevos tipos de trabajo requieren nuevas ideas y nuevas formas de organización

Barbara Ehenreich / Resumen Latinoamericano / 12 de marzo de 2017

La clase obrera, o al menos la parte blanca, se ha revelado como nuestro gran misterio nacional. Tradicionalmente demócratas, han ayudado a elegir a un ampuloso y ostentoso milmillonario a la presidencia. “¿Qué les pasa?” insisten los comentaristas liberales. ¿Por qué se creen las promesas de Trump? ¿Son estúpidos o simplemente deplorablemente racistas? ¿Por qué la clase obrera se ha alineado en contra de sus propios intereses?

Yo nací en esta clase escurridiza y permanezco estrechamente conectada a ella a través de amistades y familia. En la década de 1980, por ejemplo, yo anclé, personalmente, un centro cultural de la clase trabajadora en mi propia casa en Long Island. La atracción no era yo, sino mi marido (entonces) y amigo de siempre Gary Stevenson, un antiguo trabajador de almacén que se había convertido en organizador del sindicato Teamsters. Los suburbios de Long Island pueden considerarse como una comunidad dormitorio para los que se desplazan diariamente a Manhattan, o un portal a los Hamptons, pero por entonces eran también un centro industrial, con más de 20.000 trabajadores empleados en Grumman solamente. Cuando mi hermana se mudó a nuestro sótano, desde Colorado, encontró rápidamente un trabajo en una fábrica a una milla de nuestra casa, al igual que miles de otras personas, algunas de las cuales venían en bus desde el Bronx. Hospedamos principalmente a residentes locales que pasaron por nuestra casa para asambleas por la noche o fiestas de fin de semana: camioneros, trabajadores de fábrica, conserjes y eventualmente enfermeras. Mi trabajo consistía en hacer chili con carne y procurar que hubiera sitio en la nevera para los ziti [1] que invariablemente traerían los demás. Una vez traté de explicar el concepto de “socialismo democrático” a algunos obreros de talleres mecánicos y me permití una breve perorata contra la Unión Soviética. Me miraron con tristeza a través del mostrador de la cocina hasta que uno gruñó: “al menos allí tienen asistencia médica”.

En la época en que mi pequeña pandilla se reunía en la casa del rancho, las aspiraciones de la clase obrera eran pisoteadas en todas partes. En 1981, el presidente Reagan rompió el sindicato de controladores aéreos despidiendo a más de 11.000 trabajadores en huelga, una señal clara de lo que estaba por venir. Unos años más tarde, organizamos un picnic para Jim Guyette, el líder de un local militante de empaquetado de productos cárnicos de Minnesota que había emprendido una huelga salvaje contra Hormel (evidentemente en nuestro picnic no se sirvieron productos Hormel). Pero el trabajo había entrado en una era de reducciones y concesiones. El mensaje era: o arrastrarte o quedarte sin trabajo. Incluso los “poderosísimos” sindicatos de viejo cariz obrero, aquellos por los que nuestro pequeño grupo había luchado tanto ya sea para construirlos, ya para democratizarlos, estaban amenazados de extinción. En cuestión de un año, el local, no oficial, fue aplastado por su propio sindicato, United Food and Commercial Workers.

Las fábricas de acero se callaron, las minas donde mi padre y mi abuelo habían trabajado cerraron, las fábricas se fueron al sur de la frontera. En este proceso se perdió mucho más que los trabajos; todo un modo de vida en el centro del mito estadounidense estaba llegando a su fin. Los empleos disponibles, en campos como las ventas al por menor y la atención sanitaria, estaban mal pagados, haciendo más difícil para un hombre sin educación universitaria mantener a una familia por su cuenta. Pude ver esto en mi propia familia, en que los nietos de los mineros y de los trabajadores ferroviarios estaban aceptando trabajos como conductores de camiones de reparto o encargados de restaurantes de comida rápida o incluso competían con sus esposas para convertirse en trabajadores minoristas o enfermeros. Tal como observó Susan Faludi en su libro de 1999 Stiffed [2], la desindustrialización de EEUU llevó a una profunda crisis de masculinidad: ¿Qué significaba ser un hombre cuando un hombre ya no podía mantener a una familia?

No era sólo un modo de vida lo que se estaba muriendo sino también muchos de los que lo habían vivido. Una investigación realizada en el año 2015 por Angus Deaton, ganador del Premio Nobel de Economía, junto con su esposa, Anne Case, mostró que la brecha de mortalidad entre los blancos con estudios universitarios y los blancos sin estudios universitarios se había ampliado rápidamente desde 1999. Unos meses más tarde, unos economistas de la Brookings Institution encontraron que para los hombres nacidos en 1920, había una diferencia de seis años en la esperanza de vida entre el 10 por ciento mejor pagado y el 10 por ciento más bajo. Para los hombres nacidos en 1950, esa diferencia había pasado a más del doble, a 14 años. El tabaquismo, que actualmente es un hábito sobre todo de la clase trabajadora, podría representar sólo un tercio del exceso de muertes. El resto era aparentemente atribuible al alcoholismo, las sobredosis de drogas y el suicidio, generalmente por disparos de arma de fuego, lo que a menudo se denomina “enfermedades de la desesperación”.

En el nuevo panorama económico de empleos mal pagados en el sector servicios, algunas de las viejas panaceas de la izquierda han dejado de tener sentido. El “pleno empleo”, por ejemplo, fue el mantra de los sindicatos durante décadas, pero ¿qué significa cuando la paga de tantos puestos de trabajo ya no es suficiente para vivir? La idea era que si todos los que querían un empleo podían conseguirlo, los patronos tendrían que aumentar los salarios para atraer nuevos trabajadores. Sin embargo, cuando a finales de los años noventa fui, como periodista encubierta, a comprobar la viabilidad de los puestos de trabajo de nivel de entrada, me encontré con que mis compañeros de trabajo (camareros, cuidadores de ancianos, criadas con un servicio de limpieza, “asociados” de Walmart) vivían en su mayor parte en la pobreza. Como expliqué en el libro resultante, Nickel and Dimed, algunos no tenían un hogar y dormían en sus coches, mientras que otros se saltaban el almuerzo porque no podían permitirse más que una pequeña bolsa de Doritos. Eran trabajadores a tiempo completo y era una época, como la actual, de casi pleno empleo.

Otra solución en boga a la crisis de la clase trabajadora era la readaptación laboral. Si la nuestra es una “economía del conocimiento” -que suena mucho mejor que una “economía de bajos salarios”-, los trabajadores desempleados sólo tenían que  espabilarse y reciclarse a otras habilidades más útiles. El presidente Obama promovió el reciclaje laboral, al igual que Hillary Clinton como candidata presidencial, junto con muchos republicanos. El problema era que nadie estaba seguro del tipo de formación que se necesitaba; la informática estaba en boga en los años 90, la soldadura también lo estuvo y ha pasado de moda, y las carreras en el sector todavía creciente de la salud se ven como las mejores apuestas actualmente. Tampoco hay una medida clara de la eficacia de los programas de readiestramiento existentes. En 2011, la Government Accountability Office (Oficina de Rendición de Cuentas del Gobierno de los EE.UU.) encontró que el gobierno federal apoyaba 47 proyectos de capacitación laboral en 2009, de los cuales sólo cinco habían sido evaluados en los últimos cinco años. Paul Ryan ha elogiado en repetidas ocasiones un programa en su ciudad natal, Janesville (Wisconsin), pero un estudio de 2012 de ProPublica encontró que las personas despedidas que pasaron por él tenían menos probabilidades de encontrar trabajo que los que no lo hicieron.

No importa lo bueno que sea el programa de reciclaje, la idea de que la gente debe ser infinitamente maleable y pronta a recrearse para acomodarse a cada cambio en el mercado de trabajo seguramente no es realista y desde luego no es respetuosa con las habilidades existentes. A principios de los 90 cené en una Pizza Hut con un minero despedido en Butte, Mont (en realidad, los despedidos son los únicos mineros existentes en Butte). Este cincuentón se rió cuando me dijo que le estaban aconsejando obtener un título de enfermería. No pude evitar reírme también, no por la incongruencia de género, sino por la idea de que un hombre cuyas herramientas habían sido una piqueta y la dinamita debiera ahora cambiar tan radicalmente su relación con el mundo. No es de extrañar que cuando a los trabajadores de cuello azul se les diera la opción entre el reciclaje de empleo, tal como proponía Clinton, y la recuperación no se sabe cómo, milagrosamente, de sus antiguos empleos, como proponía Trump, se decantaran por este último.

Actualmente, cuando los políticos invocan a la “clase obrera”, es probable que se refieran, anacrónicamente, a una fábrica abandonada. Sería más realista servirse de un hospital o un restaurante de comida rápida como referencia. La nueva clase obrera consiste en muchas de las ocupaciones tradicionales de cuello azul (conductor de camión, electricista, fontanero), pero en general es más probable que sus miembros usen más bien fregonas que martillos y bacinillas en vez de paletas. También desde el punto de vista demográfico, la clase obrera ha evolucionado desde los años 80 en que los grupos que se reunían en mi casa eran, de forma aplastante, masculinos y blancos. Negros e hispanos han sido desde hace tiempo una parte importante, aunque no reconocida, de la clase obrera, y ahora es más femenina y contiene muchos más migrantes también. Si el estereotipo de la vieja clase obrera era un hombre con casco, el nuevo está mejor representado por una mujer cantando, “¡El pueblo unido jamás será vencido!”

Los antiguos empleos no volverán, pero hay otra forma de abordar la crisis provocada por la desindustrialización: pagar mejor a todos los trabajadores. La gran innovación laboral del siglo XXI han sido las campañas dirigidas a elevar los salarios mínimos locales o estatales. Los activistas han logrado aprobar leyes de salarios suficientes para vivir en más de cien condados y municipios desde 1994 apelando a un simple sentido de justicia: ¿Por qué se debería trabajar a tiempo completo, durante todo el año y no ganar lo suficiente para pagar el alquiler y otras necesidades básicas? Las encuestas demostraron que había grandes mayorías que favorecían el aumento del salario mínimo; estudiantes universitarios, miembros de la iglesia y sindicatos se unieron a las campañas locales. Los sindicatos comenzaron a tener en cuenta a grupos de trabajadores anteriormente desatendidos como conserjes, ayudantes sanitarios en el hogar y jornaleros. Y donde los sindicatos han vacilado, han surgido nuevos tipos de organizaciones: asociaciones a veces respaldadas por los sindicatos y a veces por fundaciones filantrópicas: Our Walmart (Nuestro Walmart), la National Domestic Workers Alliance (Alianza Nacional de Trabajadores Domésticos) y los Restaurant Opportunities Centers United (Centros de Oportunidades de Restaurantes Unidos).

Nuestro viejos tiempos de Long Island se acabaron hace muchos años: la casa vendida, las antiguas amistades desgastadas por la edad y la distancia. Lo encuentro a faltar. Como grupo no teníamos ninguna ideología en particular, pero nuestra visión, que se articulaba a través de nuestras fiestas, en vez de con un manifiesto cualquiera, era utópica, especialmente en el contexto de Long Island, donde si querías alguna ayuda del condado tenías que ser un republicano registrado. Si tuviéramos que resumirlo, podríamos hacerlo con la vieja palabra “solidaridad”: si te unes a mi piquete yo me uno al tuyo y quizás podemos ir todos juntos, con los niños, a protestar a la planta química que está infiltrando toxinas en nuestro suelo, y luego haremos una barbacoa en mi jardín. No nos interesaba la pequeña política. Queríamos un mundo en que se respetara el trabajo de cada uno y se oyera cada voz.

Nunca esperé formar parte nuevamente de algo así hasta que en 2004 descubrí un grupo similar, mucho mejor organizado en Fort Wayne, Indiana. El Northeast Indiana Central Labor Council (Consejo Laboral Central del Nordeste de Indiana), como se llamaba entonces, reunía a migrantes mexicanos que trabajaban en la construcción y que habían sido contratados para reemplazar a los miembros de los sindicatos de la construcción nacidos allí, más trabajadores de la fundición despedidos y trabajadores birmanos, profesores adjuntos y conserjes. Su objetivo, según el presidente de la época, Tom Lewandowski, un antiguo obrero de General Electric que actuó en la década de 1990 como enlace de la AFL-CIO con el movimiento insurgente polaco Solidarnosc, era crear una “cultura de solidaridad”. Se inspiraron en la constatación de que no basta con organizar a las personas que tienen trabajo; hay que organizar también a los desempleados, así como a los “empleados con ansiedad”, lo que significa potencialmente toda la comunidad. Su táctica no demasiado secreta eran las fiestas y los picnics, a algunos de los cuales tuve la suerte de asistir.

El panorama de Fort Wayne incluía a gente de todos los colores y colores de cuellos, trabajadores legales e indocumentados, liberales y conservadores políticos, algunos de los cuales apoyaron a Trump en las últimas elecciones. Se demostró que había un nuevo tipo de solidaridad, aún cuando los antiguos sindicatos no estuvieran preparados. En 2016, el debilitado AFL-CIO, que durante más de seis décadas había luchado para mantener unido el movimiento obrero, disolvió de repente el Consejo Laboral Central del Nordeste de Indiana citando oscuros imperativos burocráticos. Pero el consejo de trabajo no se dejó desanimar. Se reinventó rápidamente como el Workers’ Project (Proyecto de los Trabajadores) y atrajo a más de 6.000 personas al picnic local del Día del Trabajo, a pesar de haber perdido su acceso a Internet y al equipo de oficina del AFL-CIO.

La última vez que hablé con Tom Lewandowski, a principios de febrero, el Workers’ Project había logrado organizar a 20 trabajadores contratados de Costco en una unidad colectiva propia y estaban planeando celebrarlo con, por supuesto, una fiesta. El impulso humano de hacer causa común, y pasárselo bien haciéndolo, es difícil de suprimir.


[1] Ndt: Especie de macarrones horneados.

[2] Ndt: Timados.

Barbara Ehrenreich es editora fundadora del Economic Hardship Reporting Project y autora de numerosos libros, entre ellos Nickel and Dimed.

Fuente: https://www.nytimes.com/2017/02/23/magazine/american-working-class-future.html?_r=2

Traducción:Anna Maria Garriga Tarré

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