Adelanto del libro “Cabecita negra”, de Mariano Pacheco, que será presentado esta semana en Buenos Aires y Córdoba

Adelanto del libro Cabecita negra, de Mariano Pacheco, dedicado a recorrer los abordajes literarios del peronismo, que se presenta esta semana en las provincias de Buenos Aires y Córdoba*

tapa-cabecita-final
El espejo en el que nadie se quiere mirar
(“El niño proletario”, de Osvaldo Lamborghini)
“Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria”.
Con este párrafo, Osvaldo Lamborghini da inicio a uno de sus cuentos más cruentos, uno de los relatos más terribles de la historia de la literatura argentina. En todo el texto no aparece ni una sola vez el nombre de Perón o Evita, ni se menciona el peronismo. Sin embargo, resulta difícil dejar este cuento por fuera de esta suerte de historia del peronismo a través de la literatura. Es que en el relato, de 1969, funcionan gran parte de los conceptos a través de los cuales se ha estigmatizado, no tanto a los peronistas en general (que ya sabemos, cuenta con un General de la nación en el vértice y una amplia y gris camada de burócratas en el medio, además de “fachos” y burgueses en su lateral derecho) sino más bien a los obreros peronistas, a los grasas, los cabecitas negras (términos que tampoco utiliza el menor de los hermanos Lamborghini, pero que bien pueden leerse entrelíneas).
La sangre y la herencia, podríamos decir entonces. Como en la literatura naturalista del siglo XIX (En la sangre, de Eugenio Cambaceres, es ilustrativa en este sentido por su mismo título), en la parodia de Lamborghini hay una carencia que se trasmite inter-generacionalmente. Como si la miseria circulara por el torrente sanguíneo. El padre, “borracho y siempre al borde de la desocupación, le pega a su niño con una cadena de pegar, y cuando le habla es sólo para inculcarle ideas asesinas”. La madre, “que se deja trincar por los comerciantes del barrio para conservar el fiado”. Y así por los siglos de los siglos: “con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una cosa. Contrae sífilis y, enseguida que la contrae, siente el irresistible impulso de casarse para perpetuar la enfermedad a través de las generaciones”.
Proceso de degradación que se verá impedido, en este cuento, por el accionar de los niños burgueses, futuros amos del universo (o al menos del país burgués que continuó siendo la Argentina, hasta el día de hoy).
Interceptado por tres niños burgueses y tirado en una zanja, con la cara llena de barro, el niño proletario es atacado por Gustavo, Esteban y el narrador. Es cortado en el rostro con el vidrio de una botella rota (“porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación”), el mismo vidrio que le clavarán a “Estropeado” en el culo, primero, y en el estómago después. En medio del “festín”, Esteban vomita, no de asco sino de ansiedad, tras ver que Gustavo, con su enorme pene, penetra al niño proletario. El narrador defeca y comparte su mierda con Esteban, no sin antes tajearle a Estropeado los dedos de los pies y luego clavarle un punzón escolar hasta poder verle los huesos. Finalmente, el niño proletario es ahorcado con una corbata, primero, y luego con un alambre.
La narración no ahorra detalles: “Con los cinco dedos de la mano imité la forma de la fusta. A fustazos le arranqué tiras de la piel de la cara a ¡Estropeado! y le impartí la parca orden: —Habrás de lamerlo. Succión—… Descargué mi puño martillo sobre la cabeza achatada de animal de ¡Estropeado!: él me lamía el falo”.
Tal como narra Esteban Echeverría en El matadero, también estos niños –aunque no sean “bárbaros” sino “civilizados”– matan hombres como si fuesen animales (“Hasta que de puro estremecimiento pude gozar. Entonces dejé que se posara sobre el barro la cabeza achatada de animal”). La misma suerte que hubiese corrido en vida ese niño proletario (pasar sin saltos del mundo de la escuela al mundo de la fábrica –como alguna vez señaló Jean Paul Sartre–, contraer sífilis y dejar su “reemplazo” para la producción de mercancías antes de morir) la corrió en el límite de la vida y la muerte: “tenía los brazos y las piernas encogidos, como si ahora y todavía, después de la derrota, intentara protegerse del asalto. Reflejo que no pudo tener en su momento, condenado por la clase”.
Suerte de retorno de lo reprimido, entonces, de reescritura diabólica o revancha cruda contra las almas bellas y sus letras, “El niño proletario” –desde un punto de vista ideológico– pone las cosas en su lugar. A esta conclusión parece arribar Carlos Gamerro –en su Historia de la literatura argentina y otros ensayos– cuando afirma que, quien se ponga a hurgar en la historia nacional encontrará rápidamente que, siempre, la barbarie ha sido ejercida no por los “civilizados” y no por los supuestos “bárbaros”. No en vano críticos como Ricardo Piglia (“La violencia oligárquica”) leyeron obras como la de David Viñas en clave de la violencia política como constante de la historia nacional. O más precisamente, la violencia que la clase en el poder ejerce sobre los “de abajo”, sean estos gauchos, indios, inmigrantes o cabecitas negras.
En este sentido, podríamos decir que “El niño proletario” es como una “tercera fiesta del monstruo” (por más que Josefina Ludmer –con razones– sugiera que ese lugar lo ocupa “El Fiord”, otro cuento del mismo autor). Si en El matadero el “blanco-civilizado” es “ultrajado” por los “negros-bárbaros” (como ultrajado es el unitario capturado por los federales en “La Refalosa”, de Hilario Ascasubi), y en La Fiesta del monstruo (de Bustos Domecq), el intelectual judío es “patoteado” y atacado por la multitud de cabecitas negras, en este relato de Lamborghini quienes atacan y matan son los burgueses. También en “El niño proletario”, como en los otros relatos, el punto de vista de la narración está situado en uno de los atacantes. La diferencia radica en la clase. Es que Lamborghini no se coloca en el lugar de la víctima, sino en el de los victimarios. Por eso, explicando los marcos de esta inversión, alguna vez declaró: “¿Por qué salir como un estúpido a decir que estoy en contra de la burguesía? ¿Por qué no llevar a los límites y volver manifiesto lo que sería el discurso de la burguesía?”. En la misma entrevista (“El lugar del artista, Lecturas críticas: revista de investigación y teorías literarias, Buenos Aires, 1980), define al “enemigo estético”, que es –según sus propias palabras– la “ideología liberal de izquierda”, a la que califica de “llorosa”; esa “poesía quejosa” que hace una especie de “orgullo del padre proletario”, ese que se levantaba a las 5 de la mañana con sus manos callosas; que traía pan crocante a la mesa. “Es hacer descansar una cultura en este pobre tipo que vino de Italia a laburar acá”, sostiene. Y remata: “¿querés que te diga la verdad? ¿Cuál es el gran enemigo? Es González Tuñón; los albañiles que se caen de los andamios, toda esa sanata, la cosa llorona, bolche, quejosa, de lamentarse”.
Tal vez estas palabras ayuden a comprender por qué, durante años, Osvaldo Lamborghini fue un auténtico mito maldito de la literatura argentina.

***
Como en cada uno de los relatos mencionados, también aquí la violencia llega hasta el fin, y “Estropeado” (como apodaban al niño proletario) es ejecutado luego de soportar las vejaciones sobre su cuerpo.
Hay –como puede verse– algo de Remo Erdosain en este personaje de Lamborghini, cuyo apellido es Stroppani, y a quien su maestra va a apodar “estropeado”, y cuyas acciones (llevarlo a la dirección a rodillazos, por ejemplo) van a dar pie al maltrato que le propinen los otros niños (“En la escuela, que nunca termina, es diariamente humillado por sus compañeros ricos”). Así que la relación con la institución educativa es similar en ambos relatos. Recordemos que en la saga Los siete locos-Los lanzallamas (segunda y tercera novela de Arlt), Erdosain es presentado como un sujeto atormentado, en gran medida, por las marcas subjetivas que lleva consigo desde niño. Entre ellas, el maltrato que recibía en la escuela, cuando tomado por una “atroz angustia” que lo paralizaba (pensando en los maltratos que recibía en su casa de parte de su padre), no escuchaba cuando alguno de sus maestros lo llamaba, y entonces sus compañeros comenzaban a reírse, luego de que su maestro le gritara: “¿Pero usted, Erdosain, es un imbécil que no me oye?”. Situación por la que, desde ese día, sus compañeros comenzaron a llamarlo “el imbécil”.

***
El cuento funciona –decíamos– como parodia (inversión) de la serie anterior: el niño proletario no lleva libros bajo el brazo, como el judío de Borges-Bioy Casares (Bustos Domecq), pero sí lleva diarios (más proletario imposible). El niño ni habla (como el unitario de Echeverría) ni es hablado por sus enemigos (como el judío de La fiesta…). Directamente permanece mudo. Si Bustos Domecq va más lejos que Echeverría al narrar en primera persona la agresión, Lamborghini, extremando la inversión, va a llevarla al propio dispositivo narrativo, situándose políticamente en la posición del verdugo. Su yo se colocará en el lugar del agresor, renunciando así a la posibilidad de inscribirse en el realismo social, en el compromiso político entendido en términos del escritor-vocero de la justicia y transformando el relato en un texto realmente revulsivo. Se coloca, así, en un lugar maldito, en pura expresión del mal.

Apostilla: Saló, o el terrible día de “estropeado”
“Imperioso, colérico, impulsivo, exagerado en todo, con un desorden en la imaginación, en lo que atañe a las costumbres, como no hubo semejante…”
Simone de Beauvoir, El marqués de Sade
También puede filiarse este relato en una tradición cosmopolita y no solo nacional. Así lo sugirió alguna vez, al menos, el escritor y crítico literario Aníbal Jarkovski, quien inscribió “El niño proletario” en el linaje de la pornográfica-maldita.
Siguiendo esa línea de lectura puede verse Saló, o los 120 días de Sodoma (1975), de Pier Paolo Pasolini. El “cineasta maldito”, supo decir que con ese “film maldito” había intentado dar cuenta de lo que el norte había hecho con el sur, en el proceso de constitución de la nacionalidad italiana. Por supuesto, su referente más claro es la República de Saló, instaurada por los fascistas en el norte de Italia, durante el período 1944-1945.
En la primera parte del film (“preinfierno”), se muestra cómo los fascistas capturan en los pueblos a muchachos para que engorden la tropa, y también, como secuestran a chicas y muchachos (adolescentes, algunos casi niños) para que ingresen a esa casa en la que llevarán adelante todo tipo de orgías y sodomización de los cuerpos jóvenes.
En esta primera parte –decía– se produce un sugestivo diálogo, que ilustra de alguna manera eso que Pasolini mencionaba en la entrevista:

–El de pelo rizado se llama Tonino Orlando.
–¿Me dirás a mí como se llama? Dos años llevo esperándolo.
–Excelencia, se lo ruego, ayúdeme por favor.
–Su padre era magistrado del Tribunal Supremo, como yo. Un meridional, ¿verdad?
–Sí, señor.
–Todavía no sé si me tocará a mí desvirgarte. En su momento decidiremos a quién le toca esta placentera tasca.
Es el momento previo al ingreso a la casa, en donde uno de los cuatro “verdugos” pronuncia un discurso, preanunciando los días por venir:
“Débiles criaturas encadenadas, destinadas a nuestros placeres. Espero no se hagan ilusiones de encontrar aquí la ridícula libertad concedida en el mundo exterior. Están fuera de los límites de toda legalidad. Nadie en la tierra sabe que están aquí. Por lo que respecta al mundo, ustedes ya están muertos”.
Así y todo, en el film de Pasolini pueden verse momentos de resistencia a la opresión: una niña que guarda la fotografía de su madre a pesar de la prohibición; dos muchachas que contra el reglamento se sumergen en una cama donde pueden darse contención y amor y, el más “comprometido” de los resistentes –que paga su actitud última con la muerte–, un muchacho que sostiene un amorío con la cocinera del lugar –una negra, también asesinada– quien al ser descubierto –por la delación de otra de las resistentes, en realidad– mira a sus verdugos de frente y, desnudo frente a ellos, alza bien firme su puño izquierdo. De todos modos, esas actitudes son apostillas que pueden rescatarse del film. Lo esencial de la película es el pasaje por los “círculos”: del de “las manías” al de “la mierda” y, finalmente, al de “la sangre”.
Otra diferencia entre el relato de Lamborghini y el film de Pasolini es que, en este último, el rol entre víctimas y verdugos parece por momentos confundirse. “El límite del amor es el de la necesidad de tener siempre un cómplice… el refinamiento del libertinaje es el de ser, a la vez, víctima y verdugo”, dice uno de los cuatro verdugos, luego de que obligue a una muchachita a que le orine en la cara y dentro de su boca. Como sus “presas”, también los captores comen el “menú de excrementos” que obligan a preparar y algunos de ellos son penetrados analmente por soldados fascistas. Aunque claro, todo sucede con su consentimiento, así que más que en posición de víctimas, ellos se encuentran siempre en el lugar del placer, así se geste este con acciones sádicas.
La escena final, donde casi todos los prisioneros son torturados y asesinados, mientras uno de ellos observa con binoculares, excitado desde una habitación, como los otros tres castigan y matan a los demás, confirman esta asimetría.
Como sea, los 120 días de Sodoma aportan a graficar cómo la burguesía puede llegar a extremos como los de Saló, que, a gran escala, amplifican las actitudes que ya podían leerse en los niños burgueses que protagonizan el relato atroz de Osvaldo Lamborghini.

*El libro Cabecita negra: ensayos sobre literatura y peronismo (editorial Punto de Encuentro), se presentará durante los próximos días, con presencia del autor, en los siguientes lugares:

VIERNES 21 DE OCTUBRE EN CIUDAD DE BUENOS AIRES
18.30 horas en IMPA (Querandíes 4290, Almagro). Con la presencia de Omar Acha (historiador/ensayista), Roberto Cirilo Perdía (ex dirigente montonero) y Facundo “El Belga” Guillén (militante de la organización juvenil La Simón Bolivar).

SÁBADO 22 DE OCTUBRE EN AL CIUDAD DE LA PLATA
20.30 horas en el Espacio Cultural Malisia (Calle 78 n.º 506, esquina 6). Con la presencia de Verónica Luna (editora), Jorge “Chiqui” Falcone (poeta/ documentalista) y Esteban Rodríguez Alzueta (abogado/ensayista).

DOMINGO 23 DE OCTUBRE EN LA CIUDAD DE QUILMES
19 horas en el Centro Cultural Factótum (Mitre 1331). Con la presencia de Fabio “El Negro” González.

MARTES 25 DE OCTUBRE EN LA CIUDAD DE CÓRDOBA
19 horas en la Librería Punto de Encuentro (Independencia 620). Con la presencia de Omar Hefling (escritor/periodista) y Joaquín Collazo (librero). Cierre con intervención de Cruz Zorrilla, Laura Ledesma y Santiago San Paulo (músico, actriz y actor de Zéppelin Teatro).

You must be logged in to post a comment Login