El Chile mestizo y su liberación nacional

Por Sergio Acuña, militante de Izquierda Libertaria (Chile) /Resumen Latinoamericano, 23 septiembre 2016.-

«El amor, madre, a la patria, no es el amor ridículo a la tierra. Ni a la yerba que pisan nuestras plantas. Es el odio invencible a quien la oprime, es el rencor eterno a quien la ataca»
José Martí

En el avance del imperialismo sobre América Latina, en las movilizaciones regionales y en el conflicto mapuche subyace el viejo problema de la cuestión nacional. Desde distintos ángulos, tanto la coyuntura como la historia reciente y los futuros potenciales se aproximan al asunto de cómo entendemos, sentimos y construimos «lo nacional». El control político y económico de los capitales transnacionales sobre el territorio del Estado, el profundo abandono de las zonas alejadas del centro metropolitano y la ocupación policiaco-militar del territorio ancestral de la nación mapuche nos hace preguntarnos: ¿qué es eso que llamamos Chile? ¿Un territorio sometido por capitales financieros? ¿Una suma de pueblos diferentes colonizados por el imperio español? ¿Un Estado colonial que somete a otras naciones sin Estado? ¿La identidad de un territorio que comparte una historia común de opresión? No existen respuestas obvias.

Es un problema complejo, pero, ante todo, político porque en él radica la relación paradójica entre identidad y diversidad, Estado y nación, pueblos y régimen de dominación. Es por esto que nos interesa poder reflexionarlo desde el prisma de los condenados de esta larga y estrecha tierra. No es factible asumir la complejidad de la cuestión nacional sin tomar bando, sin que se encuadre en la lucha de clases. Los oprimidos no debemos entregarnos a masticar la teoría abstracta sin darle un cause que acorte el camino para dejar de ser lo que somos.

Es desde el pragmatismo honesto como debemos abordar lo nacional, es decir, pensarlo desde una política que revolucione las condiciones actuales. Es un tema urgente para determinar un curso de acción que aborde correctamente la complejidad del tema y, más importante aún, para construir una identidad común que nos empuje a hacernos cargo colectivamente de nuestra existencia.

Si bien tomar bando implica asumirse desde el enfoque unilateral de los oprimidos, queremos abordarlo también desde las particularidades diversas de los pueblos mestizos que nos identificamos como chilenos. Es desde ahí que queremos primero aproximarnos a entender el lugar que ocupamos en la historia. En ese trayecto, nos iremos haciendo conscientes de nuestra orfandad nacional porque, bajo la luz de ese mirar hacia atrás, de ese «giro en el vacío», podremos comenzar a imaginarnos una nación propia.

Un mirar atrás desde un presente actual: la disputa entre dos Chile

Cuando observamos el pasado, lo hacemos —querámoslo o no —desde nuestro presente. Los libros nos arrojan una cantidad innumerable de miradas a nuestra historia, pero desde un presente ya pasado. En ese «mirar hacia atrás» se hace imposible desvincular lo que se observa de la posición del observador. No es nuestra intención disminuir ese fenómeno; al contrario, lo que buscamos con esa «media vuelta» es un giro completo que nos permita mirar hacia el futuro.

La larga historia de esta tierra y la breve historia de este país está profundamente marcada por la influencia y las acciones de los intereses extranjeros. En el momento en que la civilización occidental puso sus ojos sobre estas tierras nos condenó a una historia de dominación hasta el día de hoy: nuestras riquezas y nuestra fuerza de trabajo fue puesta a disposición del desarrollo productivo de otro continente. A pesar de que, al principio, no tuvimos un atractivo muy grande para el colonialismo español, poco a poco nos fueron quitando lo que iban encontrando. Han pasado más de quinientos años desde que nos condenaron a ser un territorio de extracción de materias primas y, hoy, más de dos tercios de las exportaciones son precisamente este tipo de riquezas. A pesar de los doscientos años de resistencia contra el imperialismo español, llevamos medio milenio de extractivismo.

La independencia se empezó a imaginar por los criollos una vez la corona comenzó a entrar en decadencia. El primer movimiento ante la captura del rey fue establecer una junta de gobierno para administrar la colonia ante la emergencia. La aristocracia española debía adaptarse a los nuevos tiempos para continuar con su gestión colonial y esta necesidad derivó en la voluntad separatista. El capitalismo comenzó a madurar y el contrabando fue su expresión desbordante. El monopolio colonial y un único puerto en Sevilla quedaron atrapados en un momento histórico sin salida. La aristocracia, en nombre de la revolución y la independencia, forjó una alternativa: un marco voluntario de dependencia política y económica al mejor postor. Los corsarios ingleses y el juvenil Estados Unidos ya habían iniciados sus primeros contactos.

La configuración institucional del Estado estuvo marcada por severos momentos de inestabilidad interna. La aristocracia se fue transformando en oligarquía e impuso su forma y modo de administrar el territorio. Los colonos divorciados de la metrópolis se dedicaron largas décadas a hacer sólida una nueva institucionalidad poscolonial basada en la misma dinámica anterior: la sangre y el garrote. Los conflictos armados, los golpes de Estado, las rebeliones populares y la intervención extranjera irán perfilando el régimen actual de dominación.

En este proceso, la oligarquía se impuso anulando a cualquier fracción burguesa con vocación revolucionaria. Así, rechazó su supuesto «rol histórico» de desarrollar los medios productivos. La ferviente adscripción a una Ilustración descafeinada fue solo una mirada fija en Occidente para perpetuar una nueva dominación neocolonial. Es en esa vocación de «civilizarnos» para presumir ser occidentales donde se esconde la miseria a la cual nos condenaron: en el fondo, no es más que la añoranza pueril de la oligarquía de disfrutar de los privilegios de Occidente a costa nuestra.

A imagen y semejanza de la corona, la oligarquía comenzó a implementar su campaña colonial. Estabilizado su epicentro de dominación, se embarca a dominar el sur y el norte. Gran parte del Wall Mapu continúa su resistencia a la nueva cara, los nuevos colores y símbolos del colonialismo. En el norte, nuestra oligarquía decide «proteger» sus inversiones y las de Inglaterra en Bolivia ocupando militarmente parte de su territorio y el del Perú, dos conflictos que tienen profunda vigencia hasta el día de hoy y que son reflejo del proyecto histórico de la oligarquía: el despojo de sus «compatriotas».

La conducción del Estado tuvo varias crisis internas. En el torbellino del fracasado proceso descolonizador, la oligarquía derramó sangre propia. La guerra civil de 1891 que terminó por derrocar a Balmaceda sepultó finalmente la posibilidad de una revolución democrático-liberal o burguesa. Las fracciones de la oligarquía criolla que disputaban la conducción del país representaban, queriéndolo o no, intereses foráneos. Detrás de los vencedores emergía el imperio británico como nuevo propietario del país; por otro lado, el bando «progresista» le entregaba el sur a los alemanes y se aliaba con Estados Unidos. En esa guerra fue derrotada la burguesía con vocación nacionalista, ganaron los imperios (independiente del bando) y los miles de muertos los pusimos nosotros.

A las grandes mayorías nos asignaron el rol de poner el sudor y los muertos. Así fue desde los inicios y continuaría escribiéndose con sangre nuestra historia. La llegada del siglo XX trajo consigo la «cuestión social» —una forma siútica para referirse a la miseria —, que formó a muchos oficiales del Ejército como veteranos en masacrar a su pueblo; pero no nos mataron por el hecho de ser miserables, sino por querer dejar de serlo. No hubo víctimas inocentes de nuestra parte porque no es inocente el que se rebela. Puede pensarse que los miles de muertos de Iquique fueron ingenuos, pero a la par del pacifismo explotó reiteradas veces la violencia acumulada de los rotos por una historia de despojo.

Ese autodenominado vencedor jamás vencido le propinó menos bajas a su enemigo declarado cuando nos defendimos. A modo de fuerza de ocupación, protegió la cantera de salitre destinada a bañar de muerte el mundo entero. Entre las manos laboriosas y el comercio de pólvora se interpuso como mercenario para defender la expansión imperialista. El conflicto de clases no se acotó a lo nacional porque no eran intereses nacionales los que se oponían a la justicia social.

Al pasar los años, la disputa entre las dos potencias anglosajonas por nuestro país terminó por desplazar los ingleses. Los EE.UU. destronaron a la autodenominada «raza dirigente», reclamaron para sí a Chile y, al continente, como su protectorado. La racista ideología inglesa fue reemplazada por la doctrina Monroe como justificación de la locura expansionista. Occidente se repartía el mundo con una violencia inédita mientras el Estado de Chile afrontaba las dos guerras mundiales al estilo criollo: neutral a la espera del ganador.

A pesar de tanto sufrimiento en el que se forjó nuestra identidad, pudimos marcar un hecho mundial: la antigua bandera de la justicia social transformada en proyecto político (el socialismo) llega por primera vez al gobierno a través de las urnas. Eran tiempos en los que los países del tercer mundo solo podían librarse de la dependencia por las armas. El imperio del dólar no lo pudo tolerar: primero, a través del asesinato (René Schenider) y, después de mil días, con el terrorismo de Estado le recordaron al único patriota que ha sido presidente de este país que Chile debía quedarse en su patio trasero.

La vocación pacífica de emancipación de nuestro pueblo fue castigada con saña. Esta vez fueron las armas de los opresores las que lideraron otro tipo de revolución. Se entregó el país para ser la cuna de un nuevo proyecto de ordenamiento mundial. Un once de septiembre nace en esta tierra herida la era del neoliberalismo. La oligarquía asumió la labor de cimentar nuestra dependencia bajo dos candados: una nueva institucionalidad y el miedo. Cuarenta y tres años después, la Constitución de Pinochet continúa y la amenaza sigue vigente, como lo demostró el inserto de La Tercera hace unos días.

Los pueblos mestizos y la oligarquía: una contradicción étnica

Al mirar hacia atrás e ir girando hacia adelante, se hace patente que lo que se llama identidad nacional chilena es un envoltorio hueco. El vacío de la chilenidad radica en que las partes que se supone que la componen no encajan; por el abismo entre ellas cae todo lo que debiera unirnos, porque los significantes que las envuelven no tienen el mismo significado.

Estas múltiples partes que son los diversos pueblos que habitan esta tierra no tienen entre sí más que grietas. El vacío profundo existe entre una parte y el resto de las partes. Entre la oligarquía y los pueblos. El poder político y económico apropiado por una parte en contra del resto intensifica un origen distinto: ellos fueron colonos y nosotros peones. Aunque exista una diversidad de culturas, colores, rostros y apellidos entre nosotros, ellos siguen siendo muy distintos. Existe una expresión étnica en las contradicciones de clase en Chile. Un país nacido en la descolonización inconclusa mantiene y profundiza diferencias culturales y raciales del tiempo colonial.

Nuestra geografía es expresión de esta diferencia. Santiago, como centro metropolitano, acoge a dos ciudades radicalmente distintas, donde la arquitectura, la gente y los servicios son diametralmente opuestos. Ciudades cuyos habitantes difícilmente se conocen entre sí o conocen la ciudad del otro. Esto se repite en distintas formas a lo largo del país: existen compartimentos separados en donde están ellos y otros donde estamos nosotros. Compartimentos que blindan y perpetúan la diferencia, que, por lo demás, son escasos. Una gran cantidad de pueblos están abandonados a su suerte por estar alejados del centro.

La primera independencia no cambió la forma en que se intentaron resolver los conflictos de nuestra sociedad: la violencia sistemática. Como ya vimos, la oligarquía no cambió en sus métodos; en cambio, los oprimidos fuimos tratando de nivelar la cancha de forma muy distinta, recelosos de responder de la misma manera. Hemos sido unos pueblos poco dados a golpear y muy dispuestos a recibir. Esta tendencia tampoco puede ser entendida como una virtud de la idiosincrasia del Chile oprimido. Los pueblos desarrollados en la recepción de la violencia cultivan una necesidad psicosocial de replicarla. No somos tan distintos a otros pueblos oprimidos; el nuestro se fue descargando de otras formas, principalmente a través explosiones espontáneas y caóticas o en la intimidad del hogar. En las grandes urbanizaciones, de forma espontánea explotamos saqueando y rompiendo todo alrededor. A veces no importa tanto el motivo, pudiendo ser el impuesto a la carne (1905) o el triunfo de la selección chilena.

La construcción artificiosa de la identidad nacional no representa a los pueblos mestizos, en tanto fue desarrollada desde una fascinación por lo bélico, celebrando guerras injustas y catalogando al verdugo como reserva moral de la patria. El racismo inherente a la clase dominante junto a su sed de sangre pobre poco o nada tienen que ver con cómo los pueblos mestizos fuimos naturalmente llenando con contenidos muy distintos eso que llamaron patria. Compartir ese envoltorio hace que nuestra sociedad encuentre brotes ilusorios de unidad nacional en el fútbol, la Teletón u otro tipo de espectáculos. Una falsa unidad porque ni el oligarca ni el pueblo comparten con el otro para estas celebraciones ni celebran de la misma forma. Es natural: las fechas no nos significan lo mismo, no nos importa la tímida primera Junta de Gobierno; nos importa tener la oportunidad de festejar, nos interesa que varios no tengamos que trabajar esos días. Esto es así desde el tiempo de las chinganas porque es, de alguna forma, la celebración, los ritos construidos, una forma más de liberar esa tensión psicológica a la que nosotros estamos sometidos y ellos no.

Ellos, los grandes capitalistas, los ilustres políticos, los altos oficiales de las fuerzas armadas, es decir, los individuos que detentan el poder en todas sus formas tienen en común entre sí que pertenecen a la misma nación. No nos conocemos, no tenemos hijos en común; el noventa por ciento de los habitantes de Chile comparte menos de cien apellidos. Ninguno de ellos es Larraín, Cousiño, Edwards o Matte. Esta profunda división del país se oculta tras el aislamiento voluntario de la oligarquía. Ese miedo a los «otros» —que nos significa un «nosotros» —es, a fin de cuentas, una forma de evitar que nos demos cuenta de una realidad: somos profundamente distintos.

La falta de unidad e identidad en Chile no es el fracaso del proyecto criollo. La orfandad nacional de los pueblos de Chile ha sido una condición para nuestra dominación: Concepción contra Santiago, Arica contra Iquique, La Serena contra Coquimbo, chilenos contra quechuas, aymaras y mapuche. Pueblos contra pueblos. Pueblos sin nación contra naciones sin Estado. La constante división y las riñas cuasi tribales de los oprimidos son y han sido fuente de fortaleza del opresor. El neoliberalismo y la globalización le agregaron a esto la invasión ideológica de la apatía, el individualismo y la negación de todo lo colectivo.

La nación que ellos construyeron carece de toda virtud. Su implementación al calor de la historia nos despojó de nuestras raíces originarias, nos entregó a las fauces del capitalismo depredador y nos negó la posibilidad de una identidad propia. Esa nación fallida ni siquiera logró interpretar la identidad de la oligarquía que obscenamente, hasta el día de hoy, sigue buscando parecer europea por sobre latinoamericana.

El imperialismo y la subyugación de América Latina

La oligarquía nos impuso su nación para entregar nuestro país a los extranjeros. Los capitales transnacionales y el complejo militar estadounidense ejercen una influencia determinante en nuestra historia, aunque no somos únicos ni estamos solos: todos los pueblos y naciones de América Latina sufrimos la misma condena, muchos de los elementos que planteamos anteriormente son compartidos.

Esta historia latinoamericana y ese enemigo al acecho que nos mira con desprecio desde el norte son la principal razón para la construcción de la Patria Grande. Es tanto en lo común como —sobretodo —en lo antagónico de donde proviene el reconocimiento propio. Es desde la construcción de una identidad unitaria de nuestro continente que haga frente al imperialismo de donde puede nacer una nueva civilización que supere la crisis de la actual. No podemos entender a Chile y sus pueblos sin entender a América Latina.

Esta unidad no puede nacer desde una presunta universalidad. Cada pueblo y cada nación debe entenderse a sí mismo para entenderse con sus pares. El sueño de Simón Bolívar debe ser descolonizado, es decir, debe ser reapropiado por los pueblos oprimidos con base en la unidad de lo diverso. El paso de los siglos no es en vano y, desde la oscuridad en la cual estamos sumergidos, debemos comprender que fracasó el proyecto criollo. No hay manera de que nos asemejemos a Europa; ese es un camino sin salida el cual ya nos obligaron a recorrer.

El sueño bolivariano no solo habita en nuestras mentes y corazones: la voluntad libertadora ha abierto flancos en la realidad a través de la historia. La Cuba revolucionaria como nación construida tras la expulsión de la oligarquía es un ejemplo y un faro para todos los latinoamericanos. Si bien nuestros hermanos cubanos son un ejemplo de dignidad, en la última década han brotado también otros intentos testarudos de los pueblos para su descolonización. Con distintas intensidades y desde distintos enfoques fueron emergiendo países que iban poniendo freno al imperialismo.

Esto significó una clara pérdida del rango de influencia de EEUU en la región. Junto a esto, los vertiginosos cambios a nivel mundial lo han desplazado cada vez más del trono del mundo. En este contexto, Estados Unidos ha maniobrado para asegurar su retaguardia geopolítica: América Latina. Lo que estamos presenciando en Brasil, en Venezuela y en Argentina demuestra su intención de hacer volar nuevamente el cóndor sobre nuestros pueblos.

El imperialismo aprendió la lección de la llamada «década ganada»: a pesar de las contradicciones de un Estado burgués, éste puede ser un instrumento para la insubordinación. Para evitarlo, usará todos los métodos de combate a su disposición: la violencia paraestatal, la guerra económica, los golpes blandos, la intoxicación mediática o incluso la intervención directa. Cada pueblo y nación de esta región no podrá hacerle frente en soledad. Ahí radica el innegable carácter revolucionario del nacionalismo latinoamericano.

Hay que estar alerta ante la iniciativa del imperialismo; cada vez se hará más evidente que es un actor fundamental en la política de nuestro país. Este fenómeno nos obliga a reflexionar la cuestión nacional con una urgencia distinta. Si el Estado de Chile continúa sumergiéndose en amarras jurídicas internacionales, si el campo popular se vuelve cada vez más amenazante a sus intereses, la expresión principal de la lucha de clases podría desplazarse hacia el imperialismo como antagonista principal, es decir, hacia la soberanía de los pueblos.

La liberación nacional de los pueblos de Chile

La construcción de una identidad nacional de los oprimidos implica tanto una necesidad como una urgencia. Si bien presenciamos un resurgir de los movimientos sociales, de voluntades mancomunadas peleando mínimos de dignidad, estos se desenvuelven en torno a su principal carencia. Es normal, es el sentido de existencia de estos procesos, pero es también un profundo limitante. Plantearse cambiar estructuralmente nuestra realidad implica una vocación de poder y ese poder se constituye a partir de la unión política de estos movimientos en torno a un proyecto de alcance nacional. Es en el marco del territorio del Estado de Chile, en sus particularidades locales y su totalidad, donde es factible disputar el poder. Sin un relato unificador, sin una identidad contrahegemónica común, es imposible la victoria.

Aquí no se trata de ponernos a inventar. Tampoco debemos buscar encontrar entre el polvo elementos simbólicos que hoy no significan nada para nadie, a pesar de que nuestra historia sea muy importante. No nos sirve para construir un relato convocante un pasado de luchas gloriosas, más allá de que hayan sido derrotas e incluso si fueron victorias. Nuestros pueblos tienen la obligación de mirar hacia adelante si quieren liberarse. Para encender la vocación utópica no nos sirven los «¿qué habría sucedido si…?», los «¿cómo lo fue en…?» o, más doloroso aún, los «¿qué paso cuando lo intentamos?». Los pueblos se arrojarán a un proyecto distinto de país cuando sean capaces de imaginarlo posible, en un futuro que puedan ver con sus propios ojos.

La construcción de nuestro propio sentido de nación no puede darse principalmente desde estructuras del Estado. No porque sea, quizás, moralmente reprochable. Es la nación de los oprimidos la que deberá asaltar el Estado de la vieja nación. La construcción de nuestra nación negada será obra del poder popular constituido en todo el territorio del Estado. Es ahí donde se une lo real con lo imaginado, el poder con la identidad y se abren puertas para superar lo viejo por lo nuevo. Son las luchas sociales, la memoria vivida, la miseria compartida y la sangre aún caliente de donde brotará un proyecto de alcance nacional.

Plantear una identidad nacional de los pueblos oprimidos de Chile implica partir de dos premisas fundamentales: lo que nos diferencia entre nosotros y lo que nos une. Nos diferencian muchas cosas y nuestras realidades culturales son muy diversas, pero es en el respeto profundo a esa diferencia de donde se debe cimentar la primera unidad. Nos unen nuestras carencias, nuestros opresores y que vivimos bajo un sistema de dominación en el marco del Estado de Chile. El primer paso para identificarnos es señalar al distinto, al culpable y al régimen que nos somete. Lo que nos une es un presente y una historia de opresión y resistencia en común. Un enemigo, un opresor; por tanto, una sola lucha de liberación.

Una vez que se va definiendo al enemigo, vamos a poder ir llenando de contenido concreto algo que podamos llamar nación propia. Lo que somos y tenemos en común será la lucha misma por liberarnos de la injusticia social, el extractivismo salvaje, el abandono y el necolonialismo. La nación negada de los pueblos mestizos del país junto a las naciones indígenas podrán hacerse carne en la medida que se construyan y reconstruyan desde la lucha concreta. Hacerse carne, hacerse real significa constituirse en sistema político plurinacional, autonómico y democrático en el marco de la Patria Grande.

Es deber de la izquierda comenzar a nutrirse de un relato unitario identificando correctamente los enemigos. Es responsabilidad de esta generación asumir el peso de la historia y disputar el contenido de lo que significa nación o patria. El somos, el qué no somos y el quién no nos deja ser. El desmantelamiento de los Estados, la globalización, el avance del imperialismo y el desorden geopolítico hacen urgente que los pueblos y naciones de nuestro Chile y toda América Latina defina pasos concretos para su segunda —y definitiva —independencia.

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