Unión Europea: El niño de la playa

Guadi Calvo/Resumen Latinoamericano, 4 de agosto de 2015 – En 1993 el fotógrafo sudafricano Kevin Carter hizo una de las tomas más espeluznantes de la tragedia africana, en la aldea sudanesa de Ayod, cuándo registraba las secuelas de una de las periódicas hambrunas que asolan el continente: encontró un niño, de no más de un año, acurrucado en la arena, adormilado por el hambre y el abandono, y unos metros más atrás posado en el suelo un buitre esperando la consumación de esa muerte.

Aquella toma le reportaría a Carter fama mundial, tras la publicación en The New York Times le fue otorgado el Premio Pulitzer y al momento arreciaron miles de críticas, ya que sobre la identidad de la toma se tejerían cientos de historias.

Se acusó al fotógrafo de solo haberse concentrado la toma, que esperó largo tiempo a que el buitre entrase en el plano, olvidando al niño, que por otra parte ya había sido olvidado por la humanidad mucho antes que naciera.

Pocos meses después, Carter decidió responder a tanta crítica sentado en el interior de su auto, frente al río Braamfontein Spruit, a las afueras de Johannesburgo donde había jugado toda su infancia, inhalando el monóxido de carbono que por una manguera perfectamente dispuesta desde el motor del auto a la cabina inundaron sus pulmones.

Kevin Carter no se mató por aquel niño, se suicidó porque había visto demasiado en sus 33 años. El niño sudanés, que se llamaba Kong Nyong, e iba a morir 14 años después por otras razones, ya había sido rescatado por médicos franceses: la foto solo había sido armada para dar un golpe de efecto a las buenas conciencias occidentales.

Lamentablemente Aylan Kurdi, el niño sirio de tres años que apareció el miércoles en una playa turca acurrucado, boca abajo, como si intentara seguir durmiendo para no despertar a la pesadilla que las mismas buenas conciencias que empujaron a Carter al suicidio, le estaban proponiendo Aylan está muerto de verdad.

Tras un nuevo naufragio este último miércoles, al menos 12 personas murieron frente a las costas de Turquía, entre ellos cinco niños, dos de ellos los hermanos Aylan Kurdi de tres años y Galip, de cinco. La foto de Aylan, tirado en la playa, sin duda se convertirá en la imagen que va a sintetizar lo que la humanidad está viviendo en estas últimas semanas.

Aylan y Galip eran dos niños sirios que murieron sin conocer un solo día de paz, y que estaban destinados a no conocer otra cosa que la violencia que un mundo, demasiado indigno para ellos, les podía ofrecer.

La contundencia de la foto serviría para que todos los mandatarios europeos renuncien en masa, pero su sentido del deber hará que a pesar de todo continúen conduciendo a la barca Europa contra el iceberg que en algún lugar de la historia los está esperando.

Nunca se sabrá bien cómo y con quién Aylan y Galip abordaron la lancha que zozobró minutos después de zarpar desde Akyarlar rumbo a la isla griega de Kos, en una singladura de solo cuatro kilómetros.

Las autoridades turcas reportaron que fueron dos naves siniestradas la madrugada del miércoles. En la primera murieron ocho pasajeros, siete fueron rescatados por los guardacostas, mientras dos seguían desaparecidos. La otra nave se hundió mientras navegaba por la misma ruta rumbo a Kos, según la prefectura turca sus seis tripulantes procedían de la ciudad kurda de Kobane.

Según algunas fuentes, diariamente 2.000 personas intentan cruzar el tramo entre Turquía y Grecia en diferentes embarcaciones regenteadas por contrabandistas que han incursionado en el lucrativo tráfico de personas. Las lanchas sobrecargadas salen de las costas turcas a las islas griegas exigiendo entre 1800 y 2000 euros por personas; hay botes que han llegado a cargar hasta cuarenta personas por viaje y logran hacer entre cuatro y cinco travesías por día. El lucrativo negocio claro está es un joint venture entre los traficantes, las autoridades costeras turcas y sus pares griegos.

Hungría: ¡no pasarán!

Como los Republicanos de Madrid en 1937, el gobierno ultra derechista de Viktor Orbán, un prohijado de financista George Soros, se ha abroquelado detrás de la valla que con tanta fruición y apasionamiento mandó a levantar en la frontera con Serbia para detener las hordas bárbaras que pugnan por entrar en la Europa aria. Las alambradas de púas, los gases, las balas de goma y los bastonazos no han conseguido detener el paso de los desplazados y han llegado hasta la propia Budapest, la capital húngara, desbandándose por sus calles, parques y han hecho colapsar la Estación Central de la Capital, que cuenta con servicios a Austria y Alemania. Aunque las autoridades húngaras han dispuesto que la estación permanezca cerrada y no corran trenes con ese destino.

El gobierno de Primer Ministro Viktor Orbán, que en su reconversión al neoliberalismo aniquiló los logros sociales conseguidos durante el régimen comunista, intenta con este tipo de gestos demostrar a su pueblo la fuerza y decisión que no tuvo frente a la embestida del Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo.

Tras los acuerdos de su partido FIDESZ – Unión Cívica Húngara (Magyar Polgári Szövetség)-, con la Troika europea, la situación económica y social del país se deslizó rápidamente a la bancarrota gracias a la reducción del impuesto al capital, la liberalización del comercio internacional y el desarrollo de las nuevas tecnologías; todos los índices negativos de la economía como la desocupación, la inflación, la reducción de los salarios, jubilaciones y pensiones se dispararon.

Su política contra la inmigración viene de lejos: ya en su primer gobierno 1998-2002 había practicado la expulsión de inmigrantes, no solo por cuestiones económicas sino también raciales; entre sus favoritos, claro está, es el pueblo gitano.

Uno de los grandes logros de Orbán ha sido lograr inaugurar en la plaza Szabadság, en pleno centro de la capital, un monumento de casi dos metros y medio de altura al egregio presidente Ronald Reagan.

Los desplazados que desde Medio Oriente, Asia Central y algunos países de África Oriental, han llegado a las puertas de Hungría solo quieren atravesarla para llegar a Alemania o Suecia esencialmente; sin duda la actitud húngara de impedir el paso sabiendo que muy pocos son los que querrían permanecer, responde a susurros que sin duda llegan de Berlín.

Según la ley de refugiados que rige en la Unión Europea, si fueran deportados de un segundo o tercer país de la Unión Europea serán enviados al primero que les hubiera dado status de tal, en este caso Hungría. Por lo que de este país dependerían miles de inmigrantes que a la primera dificultad en un segundo país de la Unión Europea serían devueltos a Hungría, y expulsarlos y quitarles el status de refugiado sería mucho más engorroso. Por esta cuestión nadie presiona a Hungría para que les dé acogida y el resto de la Unión Europea observa como si todo estuviera pasando muy lejos de sus fronteras.

Trámites, burocracias, gases, balas de goma y desprecio es lo que le aguardaba al pequeño Aylan, que no conoció un solo día de paz en su vida, quizás por eso fue mejor que haya quedado durmiendo en esa playa turca.

*Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC

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