ARGENTINA.Acerca de la marcha del 24 de Marzo UN DEBATE NECESARIO

Por Raquel Angel y Alberto Guilis(Centro de Pensamiento Crítico Walter Benjamin)/ Resumen Latinoamericano/ 07 de marzo 2015.-    Los hombres hacen su propia historia, pero en condiciones que no han elegido. Quizá esta idea de Marx, que guió a muchos revolucionarios de los `70 (gran parte asesinados en los campos de concentración de la última dictadura) nos permita pensar en qué condiciones se están llevando a cabo las luchas del presente. Aunque parezca obvio es bueno recordarlo: vivimos en una sociedad de clases, donde se ha naturalizado, en forma fetichista, que la política no es  nada más que la gestión represiva de los negocios de la clase dominante, y donde la explotación, la alienación y la existencia de opresores y oprimidos, no son percibidos como productos del capitalismo –esa versión secularizada del infierno-, sino como algo que forma parte del “orden natural de las cosas”.
En el caso argentino, esta renegación tiene efectos aún más graves: acá hubo un genocidio, para ser rigurosos, dos, si se tiene en cuenta el primero, esa violencia constitutiva sobre la  que se fundó el Estado. Hablar del segundo, el de los años `70, es descubrir la sombra fantasmática de aquella experiencia primigenia, la que implicó el aniquilamiento de los pueblos originarios, cuyos ejecutores han devenido próceres hasta en los textos escolares.  “Conquista del desierto” y “Lucha en defensa de los valores occidentales y cristianos”: dos eufemismos pensados a medida de las “buenas conciencias”. Dos genocidios y la misma ferocidad, la que obliga a manipular la historia y la memoria, la que destituye los derechos del pasado, la que a pesar de placas, efemérides y monumentos celebratorios, termina por imponer el olvido de aquello que no se debe recordar.

Las sociedades que han atravesado un genocidio quedan heridas durante varias generaciones. Somos una sociedad marcada por el Terror, aunque en la política cotidiana ese Terror quede como lo que “ya pasó” y no como lo que cada vez “vuelve a pasar”. Negacionismo, abstenciones, políticas de la memoria que no son otra cosa que usos del olvido, tráfico de indulgencias y comercio de neutralidades. Peor aún: políticas que intentan despojar del sentido de sus luchas a aquellos cuyos cuerpos se hizo desaparecer para borrar de un solo tajo historias y biografías.

Esto es lo que se puso de manifiesto en la marcha del 24 de marzo.  El episodio de la quema de los muñecos del genocida Milani abrazado con Hebe de Bonafini , hecho del cual se hizo cargo Hijos de La Plata, puso en el centro del debate lo que no se quiere debatir: la cooptación de los organismos de Derechos Humanos y el intento de reconciliación con las fuerzas armadas que consumaron el exterminio.

Operaciones ideológicas perfectamente diseñadas, como bien lo expresa el documento dado a conocer por Hijos de La Plata, poco después de la marcha. Ante la reacción “horrorizada” de los sectores afines al autoproclamado “gobierno de los DD.HH”, el documento  propone “un debate que, lamentamos, deba darse sólo por la quema de un muñeco. A los cuatro vientos y de derecha a izquierda, hace años venimos denunciando la cooptación, así como hoy denunciamos el intento de reconciliación”.

La burguesía y sus mezquinos negocios: pura razón instrumental y subordinación de los fines a los medios. Nada nuevo, por otra parte. Nada que pueda extrañar. Lo que, más que extrañar, oprime como una pesadilla es que a este operativo de cooptación y reconciliación, de captura y renunciamiento, se hayan sumado organismos de derechos humanos que en épocas salvajemente oscuras asumieron una ética del riesgo que nadie se atrevía  siquiera a  imaginar, algo que implicó el pasaje de la ira que no olvida al rechazo absoluto de toda forma de conciliación. Hablamos, claro, de las Madres, del puñado de mujeres que en los tiempos de la sucia muerte hicieron de la plaza una trinchera, se hicieron a ellas mismas y, en su marcha silenciosa, fueron lo que sus hijos habían sido: un  estallido, una pedrada, una viga en el ojo del Poder.

Poco queda de los desbordes, las desmesuras, el exceso, las pasiones locas por las palabras y los actos que, en pasados heroicos,  rompían los “sensatos” cauces de la sociedad normalizada. Poco (o nada) queda de aquellos enfrentamientos absolutos al Estado  y a  la lógica impiadosa de un sistema que empuja a la desesperación a pueblos enteros, la clase de los incontados, los desechables, la parte de los sin parte.

Vivimos un tiempo homogéneo y vacío, como diría Walter Benjamin. No hay un “relato” sino una pequeña historia, mezquina y cruel. Esa vieja, mezquina historia del capitalismo esté donde esté. En la Argentina de este tiempo, la obscenidad se oculta bajo disfraces grotescos  y apelaciones sensibleras, falsamente “humanistas”. Por debajo, y en camino a la reconciliación con los verdugos, está en marcha el proyecto siniestro de “resignificar” los campos de exterminio.

¿Qué significa, por ejemplo, resignificar la ESMA? Que ese espacio de tortura y muerte termine convertido en un escenario carnavalesco, donde no faltarán luces estroboscópicas y fuentes de agua, que logren lavar toda la sangre y todo el dolor. Significa también que ahí, donde se quemaban los cuerpos destrozados por  la tortura, se hagan “asados” para festejar que “la vida es bella” y que “le ganamos a la muerte”, como dijeron  algunas madres y abuelas, pero también algunos hijos y nietos, quizá sin darse cuenta de que estaban repitiendo el discurso del poder. Y que ese discurso del poder, a su vez repetía   -pero sabiendo, dándose cuenta- el discurso de la muerte.

“Actuar de tal modo que Auschwitz no pueda repetirse jamás”, fue el reclamo de Adorno. Desde nuestra tragedia, podríamos decir, parafraseando al filósofo alemán: “Actuar de tal modo que la ESMA no pueda repetirse jamás”. Pero Auschwitz y la ESMA se siguen repitiendo. Se piensa el genocidio como trauma lejano, cuyas heridas irán cicatrizando a través de resoluciones tribunalicias que lograrán, por fin, la clausura definitiva del pasado. Una estrategia de grado cero de la historia, que ha dejado atrás, oculta, negada, la profundidad y extensión de la crisis en las relaciones de dominación que, entre 1969 y 1976, mostró un país en llamas. Hoy, ese  pasado ya no puede mirarnos, ya no somos hablados por él. Nada puede decirnos del mundo que habitamos desde que ha sido amputado de aquel impulso crítico, de aquella rabia impugnadora que fue su marca esencial.

Acomodar el pasado a las exigencias del presente: de eso se trata hoy en la Argentina. No de muertos, no de cadáveres insepultos, menos aún de ideas, de proyectos, de palabras que, para la generación exterminada de los 70, configuraron todo un horizonte de sentido, pero que en el diseño del pacto refundador de una sociedad reconciliada han quedado fuera de todo relato.  El paisaje de la revuelta sería sustituido, en la postdictadura, por una república nueva, flotando sin culpa sobre los horrores del pasado. Un país renacido iba a  reemplazar los antiguos, peligrosos lenguajes, por una retórica de catecismo, destinada no sólo a borrar el trauma histórico, sino a exaltar  las bondades del realismo político, pero también, y sobre todo, a aceitar la conciencia de los sujetos con lemas apaciguadores: “otro mundo es posible”, a condición  de que no se vea la lucha de clases, que,  como La carta robada, de Poe,  está ahí, donde siempre estuvo.

“No es saberlo todo lo que yo quiero, sino juntar lo que está roto, lo que ha sido despedazado”, reflexionó  Elías  Canetti. Hablaba de la Europa devastada por el nazismo, de las fábricas de la muerte, de aquello que las palabras ya no alcanzaban a decir. Juntar lo despedazado: de eso se trata también en la Argentina, donde la memoria de la catástrofe    ha terminado configurando políticas reñidas con la historia y donde miles de muertos  han sido convertidos en moneda de cambio de un Poder que negocia, a través de los muertos, la conciencia de los vivos.

En los relatos sobre la tragedia que vivió nuestro país, entre 1976 y 1983, algo ha quedado encriptado, inenarrable, sepultado entre los escombros de una lengua vencida. Abundan los rituales, las conmemoraciones y hasta los homenajes póstumos  a los desaparecidos. Nada se dice, en cambio, sobre qué querían, por qué peleaban, contra qué, cuál era el fuego que los sostenía, la pasión.  No están para defenderse, para advertir “no en nuestro nombre”.  Pero  otros hablan en su nombre y terminan de despedazar, ya no sus cuerpos, sino también su historia, sus ideas, aquello por lo que estaban dispuestos a morir. En el intento de despolitizarlos, adecentarlos, jibarizar su discurso, se dice que sólo luchaban por el agua potable en las villas miseria, y por las cloacas y  la luz, prácticas  que fueron parte  de la militancia en los `70. Pero no se trataba sólo de las cloacas y el alumbrado en las villas. Había mucho más. Querían, para decirlo con Rimbaud, cambiar la vida, el mundo, la relación con los otros. Y eso es lo que debe quedar en sombras: que se luchaba  contra las condiciones que hacen posible las villas miseria, esos abismos  donde la vida queda reducida a mera existencia biológica.

De estos blanqueos y falsificaciones se trata el debate que está siendo obturado, tal vez por distracción o cálculo. O simplemente por temor a quedar prisionero de la propia palabra. Acaso ese debate postergado sea la única forma de que hablemos de lo que hay que hablar. O de impedir, de algún modo, este nuevo asesinato simbólico que se está gestando.

En una época que ha olvidado el sentido de la tragedia, donde la cultura se ha vuelto parodia de sí misma y muchos se refugian en certezas consoladoras, es necesario escuchar una vez más aquella profética advertencia de Benjamin: “Si el enemigo vence, ni los muertos estarán seguros. Y este enemigo no ha cesado de vencer”.

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