Pensamiento crítico. ¿Afganistán como clavo en el ataúd de la hegemonía de los Estados Unidos?

Por: Isaac Enríquez Pérez. Resumen Latinoamericano, 29 de octubre de 2021.

Las escenas mediáticas de colaboracionistas intentando trepar en aviones de la fuerza aérea estadounidense que despegan del aeropuerto de Kabul, evidencian las contradicciones geopolíticas y geoestratégicas de las “guerras de conquista” emprendidas por el complejo militar/industrial de los Estados Unidos desde 1950. Pese a que Afganistán salió del foco mediático desde años atrás, los problemas latentes de esta invasión se intensificaron conforme el gobierno estadounidense derrochó recursos públicos para la ocupación de la nación asiática bajo la doctrina de la “seguridad nacional y la lucha contra el terrorismo”.

La instigación emocional desde los mass media dejó de lado una invasión de 20 años –la más larga de la historia estadounidense–, cuyos costos ascendieron a 2,26 billones de dólares (trillones en anglosajón) (https://bit.ly/3Dj4N7N; https://bbc.in/3mqB2vI) –de los cuales 89 mil millones de dólares se destinaron al ejército afgano– y que masacró a 241 mil ciudadanos afganos, 66 000 militares y policías de ese país asiático, a 2 448 militares estadounidenses y 3 846 contratistas norteamericanos, dejando también a cientos de miles de lisiados y mutilados en ambos bandos.

Afganistán –al igual que Irak– es un ejemplo representativo de la privatización de la guerra (https://bit.ly/3Dj63b1), donde adquirieron relevancia los contratistas privados que proveyeron servicios a los invasores estadounidenses a través de grupos paramilitares, mercenarios, espías, y agentes de seguridad privada –estos últimos ascendieron a 7800 elementos en el 2020 (https://bbc.in/3mqB2vI). Es de señalar que esta invasión estadounidense fue financiada con créditos privados, muy probablemente provenientes de los grandes fondos de inversión. Según el Instituto Watson de la Universidad Brown, se calcula que desde el 2001 el gobierno de los Estados Unidos pagó por concepto de intereses 530 mil millones de dólares; y que en los siguientes nueve años serán erogados por ese mismo concepto 2 trillones de dólares, y que hacia el 2050 se pagarían intereses por un monto de 6,5 trillones de dólares. La loza que pesará sobre los contribuyentes norteamericanos será enorme y sus efectos duraderos. Se calcula también que los 4 millones de veteranos de guerra, tanto de Irak como de Afganistán, absorberán recursos públicos por un monto de 2 billones de dólares por concepto de atención médica, discapacidad y sepulcros. Es importante ser categóricos: Estados Unidos no sale de Afganistán porque cumpliese con su misión de abatir el terrorismo, sino por lo insostenible e impagable que resulta esta aventura bélica sin límites y sin amplia supervisión del Congreso.

No solo Estados Unidos no cumplió con su misión histórica autoasignada de policía o guardián del mundo, sino que hundió a Afganistán en un desastre social tras 20 años de ocupación. Solo por mencionar dos indicadores: Afganistán alcanzó el primer lugar en mortalidad infantil durante estos años; al tiempo que alrededor del 90% de la población sobrevive con menos de dos dólares al día.

Más allá de enmarañarnos en las imágenes mediáticas y en las cifras relativas a esta invasión, cabe matizar que la abrupta salida del ejército estadounidense –abrupta porque mediáticamente olvidamos lo que allí pasó a lo largo de 20 años– y el retorno de los talibanes al gobierno afgano, evidencia un fracaso más de la élite plutocrática que abraza una agenda belicista/financiera/globalista, y de la cual las dinastías Bush, Clinton y Obama son conspicuos representantes (https://bit.ly/3bGyfJ9). Más todavía: si adoptamos una perspectiva histórica, ineludiblemente el análisis conducirá a identificar el agotamiento de la pax americana y el declive de la hegemonía de los Estados Unidos como articuladora incuestionable del sistema mundial.

No es el primer fracaso bélico de los Estados Unidos: desde la llamada Guerra de Corea en los años cincuenta, el trago amargo de la invasión de Bahía de Cochinos en 1961, pasando –por supuesto– por el fracaso de larga postergación en Vietnam, hasta llegar a las experiencias sombrías en Irán y Nicaragua en los años setenta, y la primera Guerra del Golfo Pérsico en 1991. Una tras otra de estas campañas militares evidencian que ser el hegemón en turno no garantiza incursionar sin restricciones en territorios que son estratégicos para sus objetivos geopolíticos.

Particularmente, Afganistán contribuye al mito histórico al crearse una narrativa que le erige en una trampa que conforma un cementerio de las potencias imperialistas que históricamente pretendieron invadir al país asiático. En efecto, las peripecias del rey macedonio Alejandro Magno entre los años 330 y el 328 a.C.; las tres fracasadas invasiones británicas (1842, 1878 y 1919); y la ocupación por parte de la Unión Soviética iniciada en diciembre de 1979 y su retirada por la puerta de atrás en 1989. Si bien estos imperios fracasaron en sus expediciones militares en Afganistán, fueron otros los factores complejos que explican su caída.

La misma mirada histórica contribuye a interiorizar justo en esos intereses geoestratégicos que los Estados Unidos ostentan desde 1979 respecto a la región de Asia Central. En ese año, como se introdujo, la antigua Unión Soviética emprendió una campaña militar en Afganistán, y como respuesta de los Estados Unidos se creó la llamada “Operación Ciclón” dirigida por la Central Intelligence Agency (CIA) con la finalidad de reclutar y entrenar a fundamentalistas islámicos –los llamados Muyahidines– capaces de combatir al gobierno de la República Democrática de Afganistán y al ejército soviético.

En el meollo de esta Operación estaba el control del Golfo Pérsico y la explotación y circulación de hidrocarburos desde esta región asiática. A su vez, repentinamente se canceló el acuerdo para la comercialización de granos entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, en tanto primer intento para trabar relaciones comerciales y reducir la tensión suscitada entre los dos bloques desde el inicio de la segunda post-guerra. Con ese grupo de guerrilleros islámicos financiado por los Estados Unidos se pretendía desestabilizar a la Unión Soviética y a su área de influencia. Sin embargo, esta relación inicial de los Estados Unidos con Afganistán no terminó allí sino que se extendió hasta el año 2001 tras la caída de las Torres Gemelas.

El ideólogo de esa incursión estadounidense fue Zbigniew Brzezinski​ –asesor de seguridad nacional de James Carter– que al descender de un helicóptero en Afganistán pronunció las siguientes frases ante los nativos que le recibieron: “Ese país de allí les pertenece. Regresarán allí algún día porque ganarán la batalla. Y recuperarán sus casas, sus mezquitas. Porque su causa es buena. Dios está de su lado” (https://bit.ly/3sCQZQv, minuto 23:00). Cabe destacar la existencia de fotografías de Osama Bin Laden con el mismo Brzezinski​. Aunque la “Operación Ciclón” fue secreta, se arguye que su costo ascendió a 40 mil millones de dólares, y su propósito abierto fue el de hacer de Afganistán “un Vietnam para la Unión Soviética”. Por la intermediación de Pakistán, se entrenaron a alrededor de 100 mil Muyahidines, contando también con el apoyo del espionaje británico y con la ayuda de Israel para la compra/venta de armamento con destino final a Afganistán –destacando los misiles FIM-92 Stinger que se hicieron famosos en imágenes de afganos derribando aeronaves soviéticas. 14 mil muertos y 50 mil heridos fue el saldo para la Unión Soviética tras retirarse del país asiático en 1989. Toda esa infraestructura y apoyo militar financiados por la “Operación Ciclón” quedó en manos de los Talibanes, que se nutrieron de las huestes de Muyahidines capacitados por la misma CIA.

El carácter geoestratégico de Afganistán se comprende a partir de sus 936 km de frontera con Irán, 2640 km con Pakistán, y sus 76 km de colindancia con China. En su momento, también compartió una frontera de alrededor de 2 100 km con la Unión Soviética, en lo que ahora son los territorios de naciones como Tayikistán (1.206 km), Turkmenistán (744 km) y Uzbekistán (137 km). No menos importante es la posesión de recursos naturales como el gas, el petróleo, el oro, la plata, piedras preciosas (esmeraldas, lapislázuli, rubíes, turmalina, etc.), así como cobre, cromo, hierro, carbón, plomo, zinc, mármol y cobalto. En el año 2010 se descubrieron cuantiosos yacimientos de litio –similares a las reservas que posee Bolivia– (https://bit.ly/382XUZx); recurso crucial para las baterías de teléfonos móviles y autos eléctricos.

De atraer la atención son los llamados minerales de tierras raras (https://bit.ly/3B5mnde; https://bit.ly/3zagKKv; https://bit.ly/3kjU43U) como el lantano, el cerio, el praseodimio, el neodimio o el disprosio –que son fundamentales en la generación de energía eólica, en la fabricación de motores y de armamento sofisticado, en el diseño de satélites y drones, y en la producción de autos eléctricos–, aún sin explotar las reservas radicadas en Afganistán. Aunque se requiere una estructura jurídica y política estable para invertir en yacimientos recién descubiertos y que precisan tiempos largos para su explotación, si bien existe abundancia de estos minerales, el país no cuenta con esas condiciones desde 1979. Sin embargo, los cálculos realizados en el 2013 por la ONU y la Unión Europea sitúan estas reservas de minerales en alrededor de un billón de dólares; aunque el gobierno afgano depuesto estimó un monto de 3 billones de dólares al incluir los hidrocarburos y las riquezas subterráneas –solo por mencionar: esta cantidad equivale a tres veces el PIB de una economía como la mexicana.

Otro elemento estratégico de Afganistán es la producción y comercialización de heroína. Se asegura que en el año 2001 se cultivaron en este país alrededor de 75 mil hectáreas de amapola, y que hacia el 2017 se elevó el cultivo a 328 mil hectáreas. Siendo ello fundamental para producir el 90% de la heroína que se comercia y consume en el mundo. De hecho, el principal financiamiento de los talibanes proviene del tráfico de heroína y se calcula que antes de la toma de Kabul se traficaban 1,6 billones de dólares por concepto de opio. Desde Afganistán se trazan las nuevas rutas del opio hacia China y hacia el resto del mundo, pese a que el gobierno de Estados Unidos invirtió 8 mil millones de dólares en el combate a la producción y tráfico de opio y heroína durante la ocupación de 20 años. Es de destacar que sin el opio afgano, en los Estados Unidos se suscitaría una crisis de heroína en el contexto de la epidemia de opiáceos que experimenta este país (https://bit.ly/3sCUkix).

Tanto la minería –sobre todo la referida al cobre, al litio y al cobalto, minerales fundamentales en la transición del patrón energético–, como los hidrocarburos y la producción de estupefacientes son cruciales en los nuevos patrones de acumulación de capital y en la reconfiguración de la geopolítica global. Y ello no fue ajeno a la presencia militar de los Estados Unidos disfrazada de la trillada bandera de la democracia y de los derechos humanos y de género. Desde el año 2001, la ocupación no se dirigió a evitar otro ataque como el del 11 de septiembre –del cual se duda que fuese perpetrado por los Talibanes o por Al Qaeda–, sino a posicionarse en una región que hoy en día se relaciona con los trazos de la Nueva Ruta de la Seda (New Silk Road) o el Puente Terrestre Euroasiático; o con la alianza China/Pakistán que ya se prefigura con el China-Pakistan Economic Corridor (https://bit.ly/3D6sK1Q).

“Estados Unidos está de regreso” para ejercer su liderazgo internacional (https://cnn.it/3sCNzNF), fue la frase proferida por Joe Biden luego de tomar posesión como Presidente de los Estados Unidos. Esa frase se entiende en el contexto de las disputas geoestratégicas entre China y la nación americana –relativamente frenadas durante cuatro años por Donald Trump– y como parte de los proyectos expansionistas de la élite plutocrática belicista/financiera/globalista. Sin embargo, en el contexto de un mundo fragmentado e incierto, la derrota y el fracaso financiero de Estados Unidos en Afganistán significa también el fin de las alianzas tejidas a lo largo de varias décadas y que le daban forma al orden mundial post-soviético. Particularmente, se pone en predicamento el mismo papel de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).

Pese a este fracaso, la estrategia de “guerra permanente” no cesará por ser consustancial a la “economía y finanzas de guerra” promovidas insaciablemente por el complejo militar/industrial. Vendrá, muy seguramente, un reposicionamiento internacional de los Estados Unidos, en el contexto de una hegemonía desafiada por el poder económico/financiero de China y el poderío nuclear de Rusia.

Si bien el repliegue o retirada de las tropas estadounidenses en Afganistán no fue del todo repentino –el gobierno de Trump ya negociaba con los talibanes ese retiro desde 2019 y se firmó en 2020–, un escenario que se plantea es la reubicación de las mismas hacia el Mar del Sur de China y hacia la región Indo-pacífico. Mientras que China –y en menor medida Rusia– se posicionará favorablemente en Afganistán, particularmente en la explotación de los minerales de tierras raras, como lo evidencian los acercamientos en meses pasados entre los representantes talibanes y el gobierno chino (https://bit.ly/3zagKKv; https://bit.ly/3kjU43U; https://cnb.cx/3B0sZtx; https://cnb.cx/385lZz5). A su vez, China intentará proveerse del petróleo iraní transportándolo por territorio afgano sin necesidad de recurrir al traslado marítimo.

La salida acelerada de Afganistán no responde a fallos táctico/militares, sino que se inscribe en la crisis de legitimidad del gobierno de los Estados Unidos y de sus estrategias de “guerras preventivas” o de “intervenciones humanitarias” con las cuales, a su vez, pretendió crear –con el argumento armamentista– “Estados modernos, capitalistas, democráticos y secularizados” regidos por una ideología conservadora y maniquea –”el eje del mal”. El excepcionalísimo americano que apela al uso de la fuerza como rasgo necesario para implantar sus valores, está en franca decadencia y parece que de ello no se enteran sus élites políticas, empresariales y militares, regidas por las tentaciones depredadoras y expoliadoras de los territorios.

Afganistán es China, es Rusia, es India, y es la emergencia de un renovado eje articulador del sistema mundial dotado de nuevas hegemonías y que marca la pauta de un multilateralismo de inédito cuño que dista de la pax americana de la segunda post-guerra. El gran tropiezo de los Estados Unidos en Vietnam, primero, y posteriormente en Afganistán se relaciona con la incapacidad de sus élites para comprender y procesar las pautas culturales (los simbolismos y los usos y costumbres) de esas poblaciones militarmente invadidas y que generan un efecto bumerán sobre las pretensiones de las plutocracias americanas.

Si la lección es aprendida por la élite plutocrática belicista/financiera/globalista tendrían que mirar a su el interior de su propio país y hacia la infinidad de problemas públicas que le asedian. Se trata tal vez del único Estado en el mundo que no provee de servicios de salud a sus habitantes –un país desbordado por la pandemia del Covid-19 y la epidemia de opiáceos, hay que decirlo– y que paradójicamente erogó 150 millones de dólares diarios en la invasión de Afganistán a lo largo de 20 años –dato este último provisto en declaraciones de Joe Biden (https://bit.ly/3j8H8P0), aunque la Universidad Brown estima 300 millones de dólares al día (https://bit.ly/3ymcwyc).

Solo un multilateralismo renovado atemperará los rasgos peligrosos que asume una potencia decadente. Sin nuevos acuerdos y pactos internacionales se corre el riesgo de que episodios como los de Afganistán (2001) e Irak (2003) se repitan en las siguientes décadas sin límites y contrapesos diplomáticos. Renovar la red de organismos internacionales creado al finalizar la Segunda Gran Guerra no solo es una necesidad, sino una urgencia de cara a los desafíos geopolíticos de las siguientes décadas.

*Investigador de El Colegio Mexiquense, A . C., escritor mexicano, y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos.

Ph D. en Economía Internacional y Desarrollo. Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Fuente: Aporrea

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